De la ‘banlieue’ de Lyon a Guantánamo: dos exprisioneros predican contra el yihadismo
Mourad Benchellali y Nizar Sassi, más de 20 años después de viajar a Afganistán y ser encarcelados por EE UU tras el 11-S, cuentan su experiencia a EL PAÍS y protagonizan el cómic ‘El día que conocí a Bin Laden’
Eran muy jóvenes, bastante inconscientes y estaban un poco perdidos, y un día, de eso hace más de 20 años, decidieron salir de Les Minguettes, un barrio pobre al sur de Lyon, para ver mundo. En mala hora.
“Toda la desgracia de los hombres viene de una cosa, de no saber mantenerse en reposo en una habitación”, escribió el sabio Blaise Pascal en el siglo XVII. Pascal podría haber estado pensando en esos dos muchachos que se embarcaron en un viaje que les llevó al peor lugar y en el peor momento: el Afganistán de los talibanes en septiembre de 2001. Allí les pillaron los atentados del 11-S. Tras caer en manos de Estados Unidos, pasaron dos años y medio encerrados en Guantánamo y una temporada más en prisiones francesas.
Se llamaban, se llaman, Mourad Benchellali y Nizar Sassi, tienen 41 y 43 años, respectivamente, 19 y 21 años entonces. Su experiencia ha inspirado el cómic de no ficción El día que conocí a Bin Laden, del autor francés Jérémie Dres, recién publicado en castellano por la editorial Garbuix Books y en traducción de Montserrat Terrones.
Aquellos chavales del extrarradio, hijos de inmigrantes magrebíes, siguen preguntándose qué se les pasó por la cabeza aquel verano de 2001 para tomar aquella decisión que transformaría sus vidas. Piensan que su experiencia puede servir para prevenir la radicalización de adolescentes perdidos como ellos entonces.
“Intento entender cómo fue posible”, decía el jueves Nizar Sassi mientras paseaba por el barrio, entre edificios vigilados por pequeños traficantes de drogas y una zona comercial con un súper, una farmacia y un café. “No hay una razón única”, continúa, y habla de la crisis de identidad que vivía en aquel momento: “Yo habría podido hacerme policía o delincuente. La religión era el envoltorio: yo no sabía nada del tema religioso. Era más importante el desafío de ir a un lugar adonde la gente tenía miedo de ir”.
Martes, 4 de abril por la mañana, Amboise, pintoresco pueblo en el valle del Loira (el opuesto urbano de Les Minguettes, y no digamos de Kandahar). Mourad Benchellali ha madrugado y ha conducido cuatro horas y media desde el área metropolitana de Lyon, donde vive, para dar una charla en el Liceo Jean Chaptal. Los alumnos, unos 75, tienen entre 16 y 18 años. Para ellos, que el 11-S no habían nacido, Osama Bin Laden es un personaje más de los libros de Historia que de la actualidad.
“Os voy a explicar mi historia, cosas nada fáciles, cosas privadas”, arranca Benchellali. Se hace el silencio en la sala, ni un murmullo. Benechellali, de pie, se pasea con un micrófono en la mano. Tiene práctica: ha dado numerosas charlas parecidas en escuelas por Francia. Y comienza: “Mi padre era imán...”.
Y habla del barrio de Les Minguettes en los años noventa, una de tantas banlieues de las que es difícil escapar. Su padre era una pequeña celebridad local porque estuvo en Bosnia durante la guerra en los noventa. Su hermano mayor, Hakim, se interesó a fondo por el islam y viajó por países musulmanes y le convenció a él y a Nizar, un conocido del barrio, para viajar a Afganistán. Y fue entonces cuando los dos, que prácticamente no había cruzado las fronteras del barrio hasta entonces, llegan a Pakistán con pasaportes falsos y entran a Afganistán. El grupo que les recibe se incauta de sus papeles y terminan en un campo de entrenamiento cerca de Kandahar, donde un día les visitará Bin Laden, el líder de Al Qaeda.
“Nos dicen: ‘Tenéis que aprender a combatir”, explica Benchellali. “Para Nizar y para mí es un choque total. Nuestro primer reflejo es decirle a un emir: ‘Esto no es para nosotros’. El emir se ríe y dice: ‘¿Os pensáis que los jóvenes vienen aquí de vacaciones? ¡A entrenarse como todo el mundo!”.
De Afganistán a Guantánamo
Unos días después, les llegan las noticias de los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York y el Pentágono. Los jefes les comunican que no pueden volver a Francia, que las fronteras están cerradas, y luego que Estados Unidos bombardea, echa a los talibanes, invade. Del Hindu Kush al Caribe. A los sospechosos de pertenecer a Al Qaeda, como Mourad y Nizar, se los llevan a la base estadounidense de Guantánamo.
“No entraré en detalles”, dice Benchellali a los alumnos en Amboise. En 2004 aterrizan en Francia, pero les esperan meses de prisión y son condenados por “asociación de malhechores en relación con un plan terrorista”. Para algunos, siempre serán los franceses de Guantánamo: un motivo de suspicacia imborrable, pero también de admiración para otros. Recuerda que, en la prisión francesa, había presos que le decían: “Queremos hacer como tú hiciste, ir a hacer la yihad”. Él les responde: “No, no, no. Yo fui para fardar, no por la religión, la religión me importaba un pimiento”.
El regreso a la vida civil, tras salir de prisión, no fue fácil. Los primeros meses, cuando se cruzaban en el barrio, Nizar evitaba saludar a Mourad, porque quería olvidar todo aquello, aislarse del pasado. En estos años han trabajado en la restauración, en la construcción o como educadores. Son padres de familia. Siempre clamaron su inocencia y declararon no haber participado en ninguna acción armada. Pero nunca han negado su responsabilidad.
“Asumo mi parte de responsabilidad, no se me había perdido nada en Afganistán”, dice Nizar Sassi en Les Minguettes. “Ahora bien, ¿merecí aquello? No”. Benchellali dijo a los estudiantes: “Yo no estoy en cólera contra los americanos ni contra los franceses, sino en cólera contra mí mismo (...). No quiero hacerme pasar por una víctima”.
Se abre el turno de preguntas. Los alumnos quieren saber si sufrió torturas en Guantánamo y él habla de la privación de sueño o las duchas con agua helada seguidas del aire condicionado a tope, pero precisa: “No quiero que salgan ustedes de aquí diciendo que los americanos son unos cabrones”. En Guantánamo aprendieron de religión y también lenguas: árabe e inglés.
Después de casi tres horas, Mourad Benchellali se despide entre aplausos. Por la tarde dará otra charla parecida en el mismo instituto, un centro sin problemas significativos y en un barrio tranquilo, “pero este tema toca a los alumnos” comenta un profesor.
El Gobierno francés calcula que, en la primera mitad de la década pasada, unos 1.500 ciudadanos de este país se marcharon a Siria e Irak para unirse al Estado Islámico (ISIS, en sus siglas en inglés). Los atentados de la pasada década, algunos con participación de yihadistas nacidos o criados en Francia, supusieron un golpe para esta sociedad, el 11-S francés.
En la banlieue de Lyon, Nizar Sassi menciona el caso de un muchacho del barrio que murió en Irak. Su tío le llamó para pedirle consejo, pero el sobrino ya se había marchado. “Demasiado tarde”, dice Sassi, que pensó que quizás habría podido disuadirlo si hubiese avisado antes. ¿Cómo? “Hay que romper sus certezas”.
En un portal, varios chicos trapichean y vigilan quién entra y quién sale. En un altavoz suena una canción del rapero marsellés Jul con Morad, de L’Hospitalet de Llobregat. Un coche de policía patrulla por las calles. Una rata se mete entre los arbustos.
Nizar Sassi cuenta que durante un tiempo tuvo un sueño recurrente: el día que tenía que marcharse a Afganistán, en junio de 2001, finalmente no se marchaba. “Las decisiones”, observa, “tienen consecuencias”.
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