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Tribuna
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‘Las abogadas’ y la memoria colectiva

La ficción de RTVE ayuda a las nuevas generaciones a identificarse con mujeres que fueron heroínas en la lucha por las libertades democráticas

Desde la izquierda, Álvaro Rico, Paula Usero y Manuel Canchal como Enrique Ruano, Lola González y Javier Sauquillo, respectivamente, en 'Las abogadas'.
Desde la izquierda, Álvaro Rico, Paula Usero y Manuel Canchal como Enrique Ruano, Lola González y Javier Sauquillo, respectivamente, en 'Las abogadas'.

Desconozco si Cristina Almeida o Manuela Carmena, dos de las protagonistas reales en las que está inspirada la serie de TVE Las abogadas, pronunciarán en voz alta esta popular expresión viralizada en infinidad de memes por las redes: “Es que soy yo literal”. También desconozco hasta qué punto se sienten identificadas con sus personajes televisivos. Pero esta exclamación resume de forma sencilla pero contundente uno de los principios básicos en la construcción de cualquier idea de “nosotros” o “los nuestros”: la empatía y la identificación con la gente que nos rodea.

¿Y quiénes son los nuestros? Los nuestros son gente con la que compartimos nuestra suerte y algún tipo memoria colectiva; que no es única ni niega la diversidad de memorias ni experiencias individuales, sino que las relaciona dentro de un relato más amplio, donde las aportaciones de los demás dan sentido a nuestras propias aportaciones. De ahí el recurrente “ese podría ser yo”. Esta memoria colectiva se construye y reconstruye continuamente con multitud de elementos tanto materiales como inmateriales: desde acontecimientos y personajes históricos hasta símbolos y lugares, pasando por productos cinematográficos, musicales o literarios.

Series, películas, videoclips y hasta los anuncios comerciales forman parte esencial de ese inventario que cada generación revisa, o debería revisar, para saber cómo ha llegado hasta allí y cuál es su lugar en el mundo. La imagen en movimiento ha sido, y todavía es, un recurso fundamental, no solo para crear ficciones, sino también para reconstruir realidades e identificarnos con sus protagonistas también reales.

Pero la serie que nos ocupa, Las abogadas, no está pensada (o no debería estarlo) para que Cristina Almeida, Manuela Carmena o Francisca Paca Sauquillo, otra de las protagonistas, se sientan plenamente identificadas con sus personajes. Ni mucho menos para reproducir de forma exacta acontecimientos reales de nuestra historia reciente. Sin licencias artísticas no hay cine ni televisión. La serie está pensada para conectar, para llegar, para que la vean personas muy alejadas temporalmente de aquellos hechos y que, a pesar de ello, los sientan cercanos. Y esa cercanía solo puede conseguirse identificándose con las cuatro abogadas laboralistas —las tres mencionadas y la ya desaparecida en 2015 Lola González—. Identificarse con unas abogadas laboralistas en los últimos años del franquismo, la mayoría con carnet del Partido Comunista de España y todas vinculadas a Comisiones Obreras, es posible gracias al trabajo creíble de las cuatro actrices principales. Creíble a ojos, no solo de un público que conserve recuerdos de los sucesos que se relatan (como la matanza de los abogados laboralistas de Atocha en 1977), sino también (y sobre todo) de un público milenial o procedente de la generación Z, con el que hay que romper la distancia temporal y emocional entre 2024 y 1964.

Evidentemente, no es posible establecer ninguna comparación entre el marco histórico y el contexto político actual y los años finales de la dictadura. Pero siempre, en todos los contextos históricos, ha habido jóvenes, con sus ganas de divertirse, con la incomprensión de sus padres por la forma de vida que llevan, con su capacidad de indignarse ante lo que consideran injusto y con sus ganas de que hoy empiece todo. Por este motivo, disfrutar de rostros conocidos de la pequeña o gran pantalla entre el público más juvenil, desarrollando interpretaciones creíbles (más allá de que estén inspiradas en hechos reales), avaladas por guiones sólidos que no caen ni en la consigna mitinera ni en la banalidad del entretenimiento por el entretenimiento, ayuda a muchas personas generacionalmente alejadas de esas mujeres a verlas, en primer lugar, como mujeres jóvenes no tan diferentes a muchas espectadoras; y, en segundo lugar, como lo que siempre han sido, pero olvidamos con frecuencia o relativizamos en exceso: heroínas en la lucha por las libertades.

Los historiadores hemos analizado y estudiado profusamente cómo la democracia fue fruto de una lucha política sin cuartel contra la dictadura franquista. Una lucha donde el movimiento obrero, con una conflictividad laboral disparada y progresivamente politizada en los años setenta, fue la punta de lanza de la oposición antifranquista en su tarea de desgastar y erosionar al régimen franquista hasta hacer inviable su continuidad. Esta lucha tuvo costes enormes, como lo prueban los miles de trabajadores primero detenidos y torturados por la policía, y luego procesados y condenados por el Tribunal de Orden Público (el tribunal especial encargado de reprimir los delitos considerados políticos entre 1963 y 1977) por el mero hecho de participar en una huelga. Pero todas las luchas necesitan sus héroes y sus heroínas. Héroes y heroínas con las que identificarnos. Como las abogadas que defendieron a muchos de esos trabajadores precisamente ante el Tribunal de Orden Público. Quizás no para decir “es que soy yo literal”, pero sí para hacer nuestras muchas de sus ideas, esperanzas y derrotas, pero también victorias. Porque a los héroes, y a las heroínas, además de sacrificio, también les pedimos victorias. Y estas abogadas las tuvieron.

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