Una letraherida de ediciones de bolsillo
En mi casa siempre hemos temido mucho a los lepismas. Organizábamos zafarranchos de limpieza para proteger nuestros bienes más preciados: los libros. Una casa sin libros no era un hogar
A los lepismas se les llama poéticamente pececillos de plata. En mi casa siempre los hemos temido mucho. “¡Que se comen los libros!”, decíamos aterrorizadas ante la idea de que las páginas del Ulises apareciesen mordisqueadas por el insecto. Organizábamos zafarranchos de limpieza para proteger nuestros bienes más preciados. Los libros. Una casa sin libros no era un hogar. Era un lugar de paso, el minúsculo apartamento alquilado para las vacaciones: en los estantes, pegajosos hules y cubiertos necesitados de una esterilización. En agosto, a la puerta de los comercios y por las esquinas de mi lugar de veraneo, nos tropezamos con cajas llenas de libros regalados. “Qué bonito”, decimos. “La cultura en la calle”. Nos paramos a curiosear. Rebuscamos. Nos llevamos La oscura historia de la prima Montse, editada con letra de pulga pedorra: nadie duda del vínculo entre bibliofilia y entomología, lo que me lleva a pensar en Kafka y su metamorfosis.
Las cajas de libros me encogen el corazón porque no me puedo olvidar de que vivimos en una sociedad de mercado, lamentablemente el precio marca el valor de las cosas y la gente busca métodos para deshacerse de bibliotecas familiares que ya nadie quiere. Hay quien pagaría para que los lepismas invadiesen la casa y dejaran los anaqueles limpios como una patena. Lo apunto como posible modelo de negocio. Lepismas amaestrados para quitarnos de encima las enciclopedias que la abuela juntó fascículo a fascículo gastándose cada semana su dinero en los extintos quioscos, o la Colección Púrpura de Libra, que comenzaba con Leyendas y narraciones de Bécquer y acababa con La conquista del reino maya de Ángel Ganivet. Entre medias, Dante, Dickens, London… Heteropatriarcal, pero instructiva. Hasta para las lepismas que nos comemos los libros. Aquí no podía faltar La gaviota de Fernán Caballero, sobrenombre de Cecilia Böhl de Faber, veta del romanticismo conservador.
Böhl de Faber me lleva a la Biblioteca Juvencio Maeztu en Cádiz, sitio casi secreto, cuyas raíces se encuentran en el fondo que fue acumulando Augusto Conte Lacave, concuñado de Pemán, franquista culto. Revisar el catálogo de esta biblioteca es familiarizarse con el conservadurismo medular de nuestro canon y, en la revisión, entender de dónde venimos y cuál es el nexo entre poder económico, definición y prestigio cultural. Con todo, en la biblioteca relucen algunas joyas de la literatura escrita por mujeres: la citada Böhl de Faber, Colette, Matilde Serao, Selma Lagerlöf, primera escritora en ganar el Nobel de Literatura. Rocío González Rosety, bibliotecaria, me muestra hermosísimos libros manuscritos como el Elucidario de la medallas de la Isla y antigua ciudad de Cádiz, firmado por Ramírez de Barrientos en 1789. Ratifico la relación entre caligrafía, retórica y creatividad. Recuerdo la poesía china. Me quedo alucinada cuando Rocío me enseña el archivador con las notas de Conte Lacave porque esas notas no solo catalogan, sino que conectan textos, destacan citas, agrupan obras en torno a temas tan inusitados como Cilicio. Los vericuetos de una mentalidad conservadora son inescrutables, pero me asusto al comprobar que yo “intervengo” mis modestos libros con los mismos conjuros, taxidermias y arqueologías. Procedimientos amorosos. La biblioteca Juvencio Maeztu tiene pocas visitas y quizá integrarla en una ruta turística sea la manera de hacerla visible. Para todo el mundo. Deberíamos ser más cautas al despotricar de los cruceros.
Mis libros —“¡Mi Tesoooro!”— acabarán en un contenedor. Porque ni siquiera son una biblioteca. Son los libros de mi casa. Mis herederas y herederos se van a comer un auténtico marrón si no comparece antes una purificadora plaga de lepismas. Soy una letraherida de ediciones de bolsillo. Pura clase media. Ruina total.
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