Aquel verano de... David Trueba: mi fracaso escolar
El cineasta y escritor narra una historia de cuando tenía 22 años, se corría juergas con su amigo Luis y se cruzaba con Fernando Fernán Gómez, Maribel Verdú, Rafael Alberti o Penélope Cruz


Mi verano favorito comenzó con un fracaso. Mi gran fracaso escolar. Se acercaba el verano olímpico del 92, yo tenía 22 años y había corrido para terminar mis estudios de Periodismo. En segundo cursé también la mitad de tercero, y al año siguiente acabé lo que me quedaba de tercero y cuarto. Me las prometía felices para acabar mi quinto y último curso, cuando todo se vino abajo. En abril recibí una carta de admisión de una escuela de cine en Los Ángeles. Después de vender tres guiones me había parecido razonable estudiar en serio la disciplina, y en España aún no había escuelas. Había preparado los papeles de admisión, que incluía enviar uno de aquellos guiones, que traduje con un amigo, al comité de selección. También necesitaba alguna carta de recomendación, y recuerdo que una de ellas se la pedí a Rafael Azcona, con el que comía todos los martes, y que me escribió unas líneas antológicas, que resultaron irresistibles para mi aceptación.
Superado, en junio dejé tres asignaturas sin presentarme. Ya nunca terminé la carrera, pese a la insistencia de mi madre por que me sacara el título. Aún se lo debo. También sumaba otro fracaso. Había acabado de escribir mi primera novela, pero la guardé en una carpeta bajo el título de Abierto toda la noche, convencido de que eso de ser novelista le quedaba grande a un chico del barrio madrileño de Estrecho. Trabajé en un programa de televisión en el que entrevistamos a Alberti, porque en el 92 iba a cumplir sus 90 años, y con ese dinero y lo ganado por los guiones podía sobrevivir los primeros meses sin pedir a mis padres, que ya tenían bastante con llegar a fin de mes.
El verano anterior había trabajado en la sección de Televisión de EL PAÍS. Fue gracias a que una compañera de clase a la que yo aún no conocía, Rosana Torres, le había preguntado a una profesora por algún alumno que escribiera decentemente. Necesitaba un sustituto para su sección y la profesora le dio mi nombre. Al saber que me iba a Los Ángeles y que el periódico no contaba con un corresponsal allí, me dieron audiencia con Rosa Mora, que era jefa de Cultura. Le pareció bien que enviara piezas y entrevistas. De lo primero que escribí fue un reportaje sobre un estilo entre musical y vital denominado grunge, con epicentro en Seattle y cuyo profeta se llamaba Kurt Cobain. Durante el año les enviaría mis breves entrevistas con Tom Cruise, Demi Moore, Sylvester Stallone, Andy García, Meg Ryan, Nicole Kidman, Melanie Griffith, Rob Reiner, Sidney Lumet o Michael J. Fox, que andaban de estrenos y presentaciones.
Yo no me iba hasta mitad de agosto a Los Ángeles y a comienzos de julio mi hermano Fernando se trasladó a rodar Belle Époque a Portugal. Cristina Huete, que pronto se convertiría en la mujer productora de cine más relevante de nuestro país, había organizado todo al detalle, negociado cada contrato de actores y de técnicos, españoles, portugueses, franceses, y cerrado las localizaciones y albergues en unas aldeas a cuarenta kilómetros de Lisboa. Me encargaron ocuparme de las imágenes del making of, que grabamos con unas impracticables máquinas unidas por cable a una furgoneta, en un sistema novedoso que se dio en llamar Alta Definición. Me fui al rodaje con mi amigo Luis y recuerdo que cuando cruzábamos la frontera de Portugal bajó la ventanilla de mi R5 amarillo de octava mano y comenzó a gritar: “¡Maribel Verdú, allá voy, te amo!” Y cosas peores.
Fuimos adscritos al grupo que llamaban los jóvenes. Maribel Verdú, Penélope Cruz, Ariadna Gil, por supuesto Jorge Sanz, que era el pilar de resistencia de todo el edificio, y Gabino Diego, que iba y venía de Madrid, donde grababa un programa con Gurruchaga. El otro grupo de los adultos se organizaba bajo la cátedra portátil de Fernán Gómez, con el que charlábamos en las pausas del rodaje, por lo cual cada minuto era nutritivo. Recuerdo que le provocábamos una sana envidia cuando nos veía desaparecer rumbo a la noche, las fiestas de los pueblos y las playas de amanecida. Nuestro radio de acción alcanzaba hasta Lisboa, y no había camarero, paseante, drogota o estibador portuario que no cayera enamorado de nuestras jóvenes acompañantes, que aún eran actrices desconocidas por allá.
Mi última catástrofe del verano del 92 fue tener que abandonar ese rodaje de ensueño una semana antes de que terminara para viajar a Los Ángeles. Ya echaba de menos algo que aún tenía en la punta de los dedos, en el olor de un jersey prestado, en el archivo abierto de los buenos tiempos. La escuela estaba en el bulevar Los Feliz, llamado así por una familia catalana que había hecho fortuna a comienzos de siglo. Yo quería apellidarme como ellos.
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