Oskar Alegria, el cineasta que habita sus películas
El director vasco regresa a los festivales de documentales con ‘Zinzindurrunkarratz’, el cierre de una trilogía sobre la memoria
Tras La casa Emak Bakia (2012) y Zumiriki (2019), el cineasta Oskar Alegria (Pamplona, 51 años) regresa a los festivales de documentales con su tercer trabajo, Zinzindurrunkarratz (2023), galardonado en la Seminci de Valladolid y en el DOC NYC de Estados Unidos. Con este largo, cierra una trilogía sobre la memoria, y lo hace a través de una narración con los silencios como norma y los sonidos como hitos para no perdernos en el camino. “Se trata de rodar en un tiempo verbal que me gusta mucho: el presente recordado”, sostiene Alegria.
A propósito de su filmografía, el director reconoce una influencia fundamental: “Jesús Alegria, mi padre, que viene de un pasado campesino. Un buen día tomó papel, bolígrafo y apuntó palabras en peligro de desaparecer. Casi todas en euskera: aperos de labranza, nombres de pájaros, de plantas. Su intención era registrarlas sin ambición, como un libro para regalar a manos que consideraba importantes. Yo intento hacer un cine como ese libro. Mis películas comparten algo que para mí es muy importante, como una pequeña misión, y es salvar una palabra, una expresión en euskera en trance de desaparecer”.
La suma de tres palabras, usadas por los pastores navarros, forman el título de su último largometraje, Zinzindurrunkarratz. Zinzin es el nombre de un valle atravesado por la suave melodía del viento; durrundurrun el largo eco de una piedra precipitándose por una sima, y kurruzkarratz, la cumbre donde golpean los rayos. El documental narra el viaje del director, acompañado del burro Paolo, por el antiguo camino que su abuelo usaba para abastecer a los pastores. Lo rueda recuperando la antigua cámara familiar de súper 8: “En este camino antiguo hacia el pasado, algunas voces se pierden, y ese es el punto de partida: el último fotograma que rueda esta cámara hace 41 años. En él, mi madre pregunta a mi abuelo por un deseo de año nuevo, pero justo se acabó el rollo de película y su voz se perdió para siempre. Pensé lo bueno que sería si esa misma cámara se reutilizaba a partir del punto interrumpido. Además, implica cierto reto de contención, de no rodar en derroche como pasa ahora en digital. Creo que hemos perdido mucha puntería al tener esta posibilidad de filmar y revisar el material. Antes, el cine era misterioso, era confiar en lo que no se veía, en lo que llegaría del laboratorio”.
Y en ese camino, hay algo común en sus tres largometrajes, el humor: “De entrada me apellido Alegria, tengo esa condena de nacimiento. Después de ver Zinzindurrunkarratz, Fernando Trueba me escribió un correo en el que me decía que había descubierto algo que nunca había imaginado que podía usarse en el cine, la mezcla entre elegía y divertimiento. Y me pareció muy acertado. Mis películas son un ensayo sin solemnidad sobre ideas y pensamientos. A veces hay tristezas, despedidas, cantos hacia un pasado que se pierde, pero creo que todo eso se desengrasa y se pone en valor con cierta ironía. Voy por la vida con una idea en una mano y un pequeño chiste en la otra”.
“Toda huida es circular, y cuando hacemos un círculo perfecto volvemos al origen”, reflexiona el director sobre si su cine está trufado de pequeños circunloquios, obviando la sutil connotación negativa de la palabra en su definición de la Real Academia Española (”rodeo de palabras para dar a entender algo que hubiera podido expresarse más brevemente”). “En el cine, una de las cosas que yo he experimentado es que todo volvía. Esa idea de estar siempre comenzando permite que la película nunca termine”. Y que supere el mínimo denominador común de un documental: registrar la mirada y la realidad.
Alegria logra que sus películas se transformen en vivencias a las que el espectador está invitado a unirse. “Llevaba una pequeña agenda donde escribía cosas mientras caminaba, pero a veces el guionista era Paolo, porque si encontrábamos una bifurcación y se encariñaba con un camino tirábamos por ahí”, cuenta. “Él me permitió entrar en los establos de las casas, donde creo que está la verdad de todo. Juan Ramón Jiménez lo decía: el olor a bosta y establos, el olor a madre. Un burro es el mejor embajador, muchos me preguntaban si vendía algo, y les respondía que, al revés, compraba. La gente me enseñaba cosas, pequeños tesoros, como la foto de las mujeres de un pueblo cuando fueron a descubrir el mar. Es un retrato súper bonito que incorporé a la narración. El cine documental es un arma muy poderosa que te permite hacer algo así”, explica Alegria. Y añade: “Y si tengo la suerte de que vaya a festivales, la película consigue que ese pequeño camino de tu pueblo se prolongue por todo el mundo y se traduzca a 15 idiomas”.
Un refugio en el bosque
En Zumiriki, Oskar construyó un refugio en el que vivir en el bosque, frente al esqueleto en forma de ramas secas de los árboles que habitaban la isla fluvial de su infancia, ahora desaparecida. En La casa Emak Bakia aparece una princesa rumana a la que invita a visitar Biarritz, y todo esto lo logra saliéndose de los mecanismos habituales de producción: “En este cine pequeño, casi artesanal, sería muy contradictorio descubrir unos créditos con varias ayudas. A mí me encanta firmar las películas sin producción, con unos títulos de crédito mínimos, donde aparece un burro, un par de amigos que te han ayudado y nada más. Son piezas únicas, incluso imperfectas. Están hechas a mano y cada una es diferente a las demás”.
Y si antes reflexionaba sobre los círculos perfectos en su cine, el final llega con otro que vuelve al punto de partida. El director habla de su padre como influencia, pero en los tres documentales de su filmografía hay una figura, al fondo, que hilvana sus historias: la madre, Pilar Suescun, fallecida una semana antes de iniciar el rodaje de su último filme. “No hay nada más bello que la nana de una madre. Alguien me hizo una pregunta muy interesante en un coloquio sobre Zinzindurrumkarratz: me dijo si iba a usar otra vez la cámara de súper 8. Rápidamente contesté que no, porque la última voz que registró esa cámara hace décadas fue la de mi madre. Y ahora, la del último pastor de las montañas navarras. Al final, este camino es una trashumancia de recuerdos, un sendero de pastores y también el regreso a un refugio en el que nos sentíamos protegidos”.
¿Qué fue del burro Paolo? “¡Sigo visitándole! Cada vez que viajo le llevo zanahorias. El otro día le regalé unas taiwanesas y se las comió gustosamente. Son animales con una memoria increíble y en ella basan toda su inteligencia”. Como le ocurre también al cine de Alegria, compuesto de memoria e inteligencia, y en el que, parafraseando al escritor y viajero suizo Nicolas Bouvier, citado en Zinzindurrumkarratz, se renuncia a todos los placeres menos el de la lentitud.
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