Hallada la tumba perdida de Mercedes Roca, un insólito poema de piedra de Juan Ramón Jiménez
Un investigador encuentra en un cementerio madrileño el singular sepulcro diseñado en 1903 por el futuro ganador del Nobel de Literatura, casi un hijo para la fallecida y su marido, el científico Luis Simarro
A Javier Bandrés, un profesor universitario de 64 años, le gusta tanto deambular por los cementerios que sus amigos lo llaman, de cachondeo, Drácula. Una soleada mañana de otoño camina acelerado por la mayor necrópolis de Madrid, La Almudena, para mostrar su último descubrimiento. “¡Es la única tumba rosa que he visto en este cementerio!”, exclama señalando un sepulcro rosáceo que desentona en el laberinto gris en el que están enterrados millones de muertos. En la lápida hay un nombre sin apellidos, Mercedes, y una fecha: el 11 de agosto de 1903. Es la tumba perdida de Mercedes Roca, un auténtico poema de piedra concebido por el poeta Juan Ramón Jiménez.
Mercedes Roca fue una adinerada mujer valenciana que se mudó a Madrid en marzo de 1887, tras casarse con el neurólogo Luis Simarro, un hombre que provocó dos premios Nobel sin salir de casa. El médico Santiago Ramón y Cajal cuenta en sus memorias que “allá por el año de 1887″ visitó la vivienda de Simarro en Madrid y allí aprendió a teñir células, lo que le permitió descubrir que el cerebro humano está organizado en neuronas individuales, “las mariposas del alma”. Cajal ganó por ello el Nobel de Medicina en 1906. Aquella casa mítica de Luis Simarro y Mercedes Roca, en la que cambió la historia de la ciencia, acoge hoy el popular restaurante Válgame Dios, en el barrio de Chueca, según una investigación del Servicio de Callejero del Ayuntamiento solicitada por este periódico.
Aquel Madrid a caballo entre dos siglos rozaba la fantasía. Los madrileños acababan de ser testigos de una lluvia de fragmentos de meteorito sobre la ciudad, tras un resplandor cegador y una explosión formidable. La recién llegada luz eléctrica iluminaba calles hasta entonces tenebrosas. Los aristócratas, a bordo de los primeros automóviles de gasolina, aterrorizaban a los viandantes y a las caballerías. Y el cinematógrafo de los hermanos Lumière fascinaba a la capital desde su estreno en mayo de 1896, tan solo cinco meses después de su presentación en París.
El poeta andaluz Juan Ramón Jiménez, de 18 años, llegó a aquel Madrid en 1900, convocado por su colega nicaragüense Rubén Darío para “luchar por el modernismo”, el movimiento literario que combatía el pomposo estilo decimonónico. Juan Ramón, sin embargo, tuvo que ser ingresado enseguida en un sanatorio por una crisis depresiva, tras la repentina muerte de su padre. Luis Simarro, que ya rozaba los 50 años, se convirtió en el médico omnipresente de aquel jovencísimo poeta hipocondríaco, que desde entonces vivió obsesionado con la idea de morir súbitamente.
Mercedes Roca y Luis Simarro adoptaron a Juan Ramón como si fuera el hijo que nunca tuvieron. El neurólogo le enseñó inglés y alemán. Le leía obras de Voltaire, Kant, Nietzsche, Schopenhauer y otros pensadores europeos. Y le presentó a sus amigos intelectuales, como el pintor Joaquín Sorolla. Así se forjó el estilo del hombre que acabaría ganando el Nobel de Literatura en 1956. Cuando el poeta tenía una crisis depresiva, la propia Mercedes Roca iba a menudo a cuidarlo con mimo, hasta que fue ella la que cayó enferma. Roca murió en 1903 por un cáncer de hígado. Juan Ramón, que entonces tenía 21 años, se ocupó de idear su tumba como si fuera un poema.
Javier Bandrés, profesor de Psicología de la Universidad Complutense de Madrid, señala maravillado el diseño excepcional del sepulcro. Bajo la lápida de piedra rosácea, el poeta concibió unos insólitos agujeros por los que, hace más de un siglo, brotaban ramas de hiedra y madreselva desde el interior de la tumba. Hoy solo quedan, aplastados por la losa, retorcidos troncos secos. Juan Ramón tenía “un horror instintivo” a la Iglesia, como el protagonista de su obra Platero y yo, así que prescindió de la cruz cristiana. La lápida, con una tipografía romana clásica, recuerda a las portadas de sus libros de entonces, como Arias tristes. Y, agudizando la vista, bajo el nombre de Mercedes y el año 1903, se observa una especie de caracola —un símbolo habitual del modernismo, aunque podría ser un fósil fortuito en la piedra— y un dibujo similar a una cápsula de adormidera, la planta de la que se extrae el opio. Juan Ramón era adicto por entonces a este narcótico, “amargo y exquisito”.
El poeta lloró la muerte de “la bella y buena Mercedes Roca” en las páginas de la revista modernista Helios: “La pobre Mercedes ha muerto… Desde el regazo de la tierra madre, a lo lejos, desde ese cementerio grande y frío y húmedo de la ciudad, ¿ha venido una tristeza en el aire de la tarde? Mi corazón se llenó también de niebla y de espinas cuando aquellos ojos se cerraron para siempre”.
Bandrés cree que la familia de Mercedes Roca dejó de visitar el sepulcro tras el inicio de la Guerra Civil y nadie volvió jamás. El propio Juan Ramón huyó de España en 1937 y no regresó: murió en el exilio dos décadas después en Puerto Rico. Bandrés, director del Legado Luis Simarro en la Complutense, ha encontrado la tumba gracias a la perseverancia de una administrativa del cementerio, Paloma García Zúñiga, porque un funcionario apuntó mal en su día los apellidos de la fallecida en el registro. El sepulcro está en el Cuartel 58 D Manzana 43.
La filóloga hispánica Rosa García, directora de la Cátedra Juan Ramón Jiménez de la Universidad de Huelva, aplaude el hallazgo del sepulcro perdido. “La tumba entera es una rareza: el trazo fino de las letras, la idea de que haya verdor dentro de la tumba, en vez de polvo y gusanos… Son rarezas que tenían que ver con la poesía juanramoniana de aquella época, que era así, aparentemente muy limpia y muy sencilla, con la naturaleza como un elemento alegórico constante, pero con una enorme carga de sensibilidad”, explica entusiasmada.
La experta habla de la tumba como si fuera un poema de piedra. “En esta época, Juan Ramón está buscando los versos cortos, los ritmos más limpios, las palabras más desnudas, desprenderse de la hojarasca, de la retórica de la poesía anterior. Eso mismo está en la tumba: dejar desnudo el producto final”, reflexiona García. “Es como si deseara que Mercedes tuviera una vida a través de la naturaleza, a través del verde que entra o sale de los agujeros de la tumba. Es un acto de amor hacia ella”.
La muerte de su esposa fue el segundo gran trauma de Luis Simarro. Cuando tenía tres años, su padre, el pintor Ramón Simarro, murió por una tuberculosis. Rota de dolor, su pareja, la poeta Cecilia Lacabra, se suicidó tirándose por el balcón de su casa. Algunos autores aseguran que la mujer saltó con su hijo Luis en brazos y el niño sobrevivió al caer sobre un montón de estiércol. Ese huérfano, ya adulto, fue incapaz de soportar solo la muerte de su esposa Mercedes. Sumido en la depresión, Simarro invitó a Juan Ramón Jiménez a vivir con él. El médico, de 52 años, y el poeta, de 22, convivieron durante meses en un palacete que hoy es el Hotel Suites Barrio de Salamanca.
El propio Juan Ramón describió en su diario el emocionante momento en el que enseñó la singular tumba de Mercedes Roca a su viudo: “Como Simarro viera que estaba todo a su buen gusto, al salir, húmedos los ojos del llanto, me ha dicho, en un apretado abrazo: Muchas gracias. Y me lo ha dicho con todo su corazón. Yo, para que él no me viera llorar también, he mirado hacia atrás, a lo gris del paisaje de lluvia”. La Universidad de Huelva ha publicado este año este Diario íntimo, escrito por el poeta en 1903.
Bandrés custodia el llamado Legado Luis Simarro, las pertenencias que dejó el neurólogo al morir en 1921. En la colección hay instrumentos científicos expuestos en una sala de la Facultad de Psicología, pero también hay valiosísimas obras de arte, que están repartidas por la Complutense. En el despacho del rector hay un retrato de Simarro con un microscopio pintado por Sorolla. En una dependencia de Psicología hay otros dos retratos de Simarro, ejecutados por Sorolla y Luis de Madrazo. Y en la Facultad de Filosofía cuelga otro Madrazo: una efigie de Mercedes Roca, con un vestido azul turquesa y una sonrisa.
En el Legado no hay mucha más información sobre ella. Javier Bandrés muestra unas notas manuscritas de Roca que revelan que llevaba las cuentas de la casa y del laboratorio. Anotó metódicamente pagos para el cochero, el sereno, la luz eléctrica, el gas, aparatos científicos, trajes, blusas, chalecos. El diario Heraldo de Madrid contó que Simarro investigaba en el laboratorio y su esposa le avisaba desde el piso de arriba, mediante un teléfono casero, de que estaba lista la sopa. El propio Santiago Ramón y Cajal plasmó en su libro Charlas de café (1921) estas ideas de la época sobre el papel de la mujer: “La reina de las hormigas da a la esposa ejemplo insuperable de recato y de modestia. Bella, esbelta y alada durante el efímero velo nupcial, arráncase las alas y reclúyese de por vida en el hogar para consagrarse, asistida de abnegadas obreras, al cuidado y multiplicación de la prole”.
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y la ministra de Ciencia, Diana Morant, anunciaron el 28 de septiembre que en 2025 abrirá un museo dedicado al funcionamiento del cerebro humano, con el nombre de Cajal. El responsable del Legado Cajal en el CSIC, Juan Andrés de Carlos, cree que en ese museo “encajaría perfectamente Simarro, porque dio el pistoletazo de salida” al nobel. El investigador Javier Campos Bueno, de Psicología de la Complutense, acaba de publicar un estudio sobre aquella trascendental visita de Cajal a Simarro en 1887. A su juicio, aquel día “cambió la historia de las neurociencias”.
El poeta Juan Ramón Jiménez, sin embargo, detestaba ir al laboratorio de su amigo y sus discípulos. “He estado viendo cortar una médula de raya, y he hablado con esos insoportables médicos imberbes —tan ignorantes—, entre olores acres y nauseabundos. Yo no siento placer en el laboratorio. ¿Para qué voy?”, escribió en sus notas el 7 de noviembre de 1903. Una semana antes, en la víspera del Día de Difuntos, Juan Ramón fue a visitar la tumba rosa de Mercedes Roca con dos amigos. En su diario anotó cómo fue su triste regreso del cementerio: “El sol poniente inunda el coche, y vamos hablando en una atmósfera parda y verdosa; el coche verdoso, nuestros trajes también verdosos, y nuestros rostros de bardos amarillentos y pálidos. Y allí se queda el cementerio lleno de cruces blancas, bajo el preludio de luz de la luna blanca en un trozo celeste de cielo. Y allí se queda la pobre Mercedes. ¿Cómo estará ya su cuerpo valenciano?”.
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