‘Ronson’: el ‘rosebud’ sin nostalgia de la España rural de los sesenta
La primera novela gráfica de César Sebastián triunfa con la memoria de un tiempo oscuro y hostil cuya anodina normalidad seduce a jóvenes lectores
Esta es la historia de una doble separación: la de un tiempo que no fue el suyo y un lugar que nunca habitó. Esta, la que narra y dibuja César Sebastián en Ronson, es la historia de una España que fue y se extinguió: un país de abrevaderos y cobertizos, de pregoneros y pieleros, de calles de tierra con burras al trote, de leche en polvo y barreños de hojalata para bañar a los niños entre cuadras y tartanas. Un país de velatorios con rosario en casa, tirachinas para abatir gorriones, gatos tratados a patadas, las caravanas del circo gitano, pesos con almud y barchilla, el olor a mies en la era y el sabor inefable de las tardes perdidas de la infancia.
Dice el narrador de esta novela gráfica: “No sé por qué me invade tanto la nostalgia cuando pienso en estas cosas. Aquella era, en muchos sentidos, una España oscura y hostil. Y, pese a todo, fui tan feliz que casi me siento culpable”. Y ahí, más en el recuerdo que en la realidad, es donde Ronson y su retrato en ocre de la España rural de los sesenta se ha convertido en un fenómeno. Ya lo llaman clásico instantáneo: cinco ediciones, traducción al francés y premios concatenados de los salones del cómic de Barcelona, de València, de Tenerife, así como los galardones de la asociación de críticos de cómic de España y El Ojo Crítico.
A César Sebastián, de 35 años, no le intimida que le pongan delante una grabadora. Él mismo lo hizo con su padre. Sin que se diera cuenta, conectaba la grabadora del móvil y le pedía que le contara sus recuerdos de infancia en Sinarcas, un pueblo de mil habitantes enclavado en la raya entre València y Cuenca. En largas charlas de retrovisor, su padre le fue desplegando aquel universo mítico normalmente embellecido por el tamiz del bucolismo y la nostalgia. Pero también había más. Había hostias a los niños en casa. Había una represión sexual que abocaba a “ir de ventana” para espiar a las chicas en su habitación. Había maltrato animal normalizado. Había apodos en un mundo de mellaos y mataliebres. Había, sobre todo, gente que pensaba que sus vidas no merecían ser contadas. Y todo eso que le contó su padre sin saber que el hijo lo grababa ha nutrido el viaje de César Sebastián a la memoria de un padre y un país: la trastienda de los pueblos que ahora enciende el verano.
“La memoria es compleja”, reflexiona el ilustrador, “tiene una dimensión colectiva, la del relato del pasado que nos contamos como sociedad. Por eso la memoria colectiva siempre está en disputa y en permanente reescritura: por su alto valor político. Y luego está la dimensión individual de la memoria, que constituye el armazón de nuestra propia identidad. En algunos casos es veraz lo que recordamos, en otros es muy poco fiable. Y esa dicotomía tan misteriosa –qué recordamos y qué no, qué es cierto de lo recordado y qué no– es lo que más me interesa de la memoria. Las trampas de los recuerdos. Cómo recomponemos los huecos que deja el olvido. Cómo lo que uno aporta en ese rellenado dice más de nuestro yo presente que de nuestro yo pasado. Porque en el fondo, todos recordamos para intentar comprendernos mejor”, dice casi de un tirón César Sebastián.
Él ha intentado alejarse de falsas nostalgias y ambiente pastoril. Sabe lo que es el mundo rural. Lo conoce bien. Se crio en el pueblo de Landete y allí vivió hasta la adolescencia, cuando prefirió que su vida oliera a fanzines, cómics, Bellas Artes y exposiciones en València. “La idealización del mundo rural siempre parte de una mirada externa. Una mirada urbanita que asocia lo rural con las vacaciones del verano y los paisajes bucólicos, pero que ignora todo aquello que resulta desagradable de la vida en el pueblo, que es una vida dura, con un cierto abandono, pocas oportunidades y la fiscalización de tu vida en una comunidad cerrada que a veces no digiere bien al diferente”.
Todos esos aspectos también permean Ronson, donde rehúye la idealización. También esquiva el dramatismo. Más bien elige una vía poco transitada en el abordaje rural: la fascinación contenida ante lo ordinario. “Solo hace falta la lejanía, de tiempo o de lugar, para que una realidad normal o anodina nos parezca extraordinaria. Y la vida que me describía mi padre era un shock constante para mí. Por ejemplo, la cercanía de los niños con los ancianos que echaban la partida en el bar; el deambular por la calle con una libertad absoluta; la austeridad de un mundo donde no había casi de nada; la violencia impune y normalizada con los animales, con los niños, con las mujeres de puertas adentro del hogar. Le oía hablar y todo me causaba asombro”, explica.
Pero se fijó en un detalle menor. Una moneda vieja llamada —nadie sabe por qué— ronson. El ronson era más pequeño y pesado que un chavo normal. Lo utilizaba su padre, de niño, en el juego de los chavos negros: se ponían monedas apostadas en el centro de un círculo y, mediante el lanzamiento habilidoso de otras monedas, se intentaban sacar del círculo. Quien las sacaba, se las llevaba. Ese ronson que su padre aún conservaba ha funcionado como el rosebud de Ciudadano Kane: un detonador de aquella infancia perdida y con este libro recobrada.
A veces son metáforas, como las estampas de un árbol que va creciendo hasta ser reducido a mero tronco talado y repleto de raíces, como se sintieron tantos emigrantes rurales en la España de los sesenta. Otras veces son preguntas en la voz del narrador. Como esta: “Últimamente me pregunto si sigo siendo capaz de disfrutar de los buenos momentos mientras los vivo o si, por el contrario, estoy condenado a echarlos de menos una vez los he dejado atrás. Supongo que entonces no vivía tan obsesionado con el tiempo; planeando inútilmente el futuro, echando continuamente la vista atrás y, paradójicamente, atrapado en el presente”.
En las páginas de Ronson hay casas abandonadas, paredes agrietadas, vehículos desvencijados: pero no es lo que domina este friso tricolor —ocre, blanco y negro— del ayer que antecedió a la despoblación actual. Hay también ecos de Miguel Delibes y de la Celama de Luis Mateo Díez. También el afán visual del neorrealismo italiano de Rossellini y De Sica. O el de Muerte de un ciclista, Calle Mayor o Surcos. Todo refulge con la calma de un estilo naturalista y una línea clara de dibujo. Depurado. Sin ruido visual. Casi transparente. Austero y detallista. Reflexivo.
¿Puede aquel mundo nacionalcatólico y sin democracia generar hoy añoranza? Puede. “La nostalgia es una relectura tramposa del pasado. Uno es capaz de sentir nostalgia de las cosas más absurdas o disparatadas”, sostiene César Sebastián. Pero no es el foco de Ronson, que empezó con un hijo que grababa a hurtadillas la voz de su padre con sus viejas historias. Tres años después, cuando el hijo terminó el trabajo y el libro ya estaba impreso, el padre –Julio César Sebastián– esperó a quedarse solo. En el comedor. En la quietud de la noche. Entonces abrió la primera página. Decía: “El otro día, sin razón aparente, me vino a la cabeza la bodega del tío Constancio. Ahora es un edificio en ruinas y la maleza se ha abierto paso por todas partes, pero todavía me acuerdo de cómo era cada rincón de aquel lugar. La de horas que pasé allí jugando cuando era un crío”.
El hombre, que se acerca a los setenta años, continuó leyendo. Solo. En silencio. Leyó el libro entero de un tirón. Se emocionó muchísimo. Pocos días después le hizo un regalo a su hijo. Era una moneda con la efigie borrada que nadie sabe de dónde salió. Una pieza de cobre con todo un mundo adherido a ella. Era el ronson. El rosebud de un mundo tramposamente feliz.
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