Viejas estampas familiares para contar la emigración andaluza
Una exposición en Sevilla y la publicación del libro ‘Raíles y maletas’ recuperan el fenómeno de los emigrantes andaluces a través de fotografías de los retornados
Se le llama emigración y no exilio, porque ocurrió por motivaciones económicas y no políticas, pero hay quien se pregunta si no hay nada más político que no tener qué llevarse a la boca. Cuando España empezaba a salir de la posguerra y se vislumbraba eso que después se llamó Desarrollismo, casi 800.000 andaluces dejaron sus hogares, maltrechas casetas de cortijo, cuartos de sirvienta, insalubres corrales de vecinos en una España miserable, para buscar un futuro mejor en Centroeuropa. Alemania, Bélgica, Suiza y Francia fueron los principales destinos de un éxodo masivo de trabajadores —dos millones de españoles en total—, que adquirió tal magnitud —tanto por las cifras como por su significación económica, social y cultural— que hay que entenderlo como un episodio determinante de nuestra historia contemporánea. “No podemos explicar la evolución histórica y social que sufre nuestro país en la segunda mitad del siglo XX sin incorporar este fenómeno como uno de los pilares que sustentan la España del Tardofranquismo, aquella que desemboca en la Transición y dará lugar a un nuevo país”.
El historiador y gestor cultural Rafael Jurado (Córdoba, 53 años), quien sostiene esta tesis, es hijo de emigrantes. Regresó desde Fráncfort a su ciudad natal —la madre había viajado puntualmente para dar a luz en casa— cuando su hermana mayor alcanzó la edad de ser escolarizada. Él tenía entonces 5 años. “Mi padre pensó que si nos quedábamos, sus hijos nunca iban a ser realmente alemanes. Y si volvíamos más tarde, no íbamos tampoco a poder ser ya españoles”. Habla de Rafael El Córdoba, que antes que su padre fue un niño que con 10 años ya trabajaba bajo las durísimas condiciones de un cortijo de la campiña cordobesa. De ahí a la mili y de la mili, a una fábrica de limpieza en Fráncfort, en pleno corazón de Alemania, una ciudad industrializada que supuso “un shock” para quien su único paisaje en la retina era el campo andaluz de aquella España.
A pesar del lirismo, de la épica, y de la excepcionalidad en cada una de las historias que conforman el puzle de la emigración, no hay apenas literatura de ese éxodo. Sus protagonistas no fueron precisamente pensadores ni intelectuales como pudo ocurrir con el exilio consecuente de la Guerra Civil, pero quedan las imágenes, miles de fotografías tomadas por los protagonistas, los propios emigrantes: “La utilización de la fotografía fue una herramienta narrativa para narrar su periplo, pero también un nexo de unión con sus familiares en España”, explica Jurado. Tuvieron la necesidad de contarlo y para ello usaron la fotografía.
Fue precisamente observando una vieja estampa familiar, la de su padre pertrechado hasta las orejas con un vistoso abrigo de paño con el que pudo combatir su primer invierno alemán, cuando el historiador andaluz entendió que para contar la emigración española, el relato debía ser fotográfico: “Era una foto que había visto mil veces, pero nunca hasta entonces lo había hecho con ojos de historiador”.
Aquellos andaluces que emigraron entre 1950 y 1973 crearon álbumes familiares “que son el relato de una vida”, un archivo ingente con una clara vocación narrativa. Los emigrantes se dedicaron a captar cada momento, por muy cotidiano que pudiera parecer, para darle sentido a una historia. Es curioso comprobar cómo se fotografían en muchísimas circunstancias que no parecen a priori especialmente significativas: escribiendo una carta, hombres planchando en los apartamentos que se les habilitaba como viviendas al lado de las fábricas; mujeres cocinando en un hornillo del desván de las sirvientas en las casas señoriales de París… “¿Por qué se retratan lavando la ropa en un barreño en el suelo de un patio comunitario? Hubo una voluntad expresa de documentar la vida fuera”.
Muchos de ellos, cuando mejoraron su poder adquisitivo en los países de destino, “compraron las mejores cámaras Kodak que había entonces en el mercado, tenían posibilidad de revelar los carretes, un sistema relativamente caro en esos años para la mayoría de los españoles”, apostilla el historiador.
Así puede verse estos días en el Museo de la Autonomía de Andalucía, en Coria del Río (Sevilla), donde la exposición que comisaría, Memoria gráfica de la emigración y el retorno de Andalucía, ha servido para inaugurar el Centro de Interpretación de Emigrantes y Retornados de Andalucía (CIERA) y que ha tenido su continuación en el ensayo Maletas y raíles. El fenómeno de la emigración andaluza (1950-1980), editado por la Fundación José Manuel Lara .
“Todavía se cuestiona si las fotografías caseras pueden ser objeto de estudio y, aún más, pueden ser expuestas en centros dedicados al arte. Pero hay quienes estamos muy convencidos de ello, como el teórico Horst Wackerbarth, que fue también premio Word Press Photo, quien afirmaba que el único género que puede lograr un efecto popular inmediato; y uno elitista después del impacto inicial, es la fotografía”, argumenta Jurado mientras pasea con EL PAÍS por una exposición que transita entre la ternura y la denuncia.
El éxodo como propaganda
En 1956 comienza la emigración masiva de españoles —andaluces en su inmensa mayoría— a países europeos en pleno proceso de industrialización. Para ello, el régimen de Franco crea el Instituto Español de Emigración (IEE), que intenta vender el éxodo con una clara intención propagandística. “Estas salidas tenían un triple beneficio para la Dictadura: paliar las altísimas taras de paro; las remesas económicas: el sueldo volvía casi al completo a España y los emigrantes ayudaron a la mejora económica de España; y ofrecer una imagen de integración, era una manera de decir ‘ya no estamos aislados’”, explica Jurado.
Manuel Mesa, sevillano, estaba en paro cuando decidió pasar por la sede que el IEE tenía en la Plaza de España de la capital andaluza, recoge el ensayo Raíles y maletas. Allí, gracias a las gestiones de un compañero de la mili, consiguió superar los trámites y ser inscrito en unos cursillos de formación donde recibía nociones básicas sobre el idioma y las costumbres alemanas. Lo hacía en una casa de la calle Vidrio y tenía derecho a comida y una paga de 300 pesetas a la semana hasta el momento de emprender el viaje que le llevaría a la localidad germana de Harsewinkel, donde se incorporaría a la fábrica CLAAS en la que trabajaron hasta 1.500 españoles.
No obstante, frente a esa emigración asistida y tutelada por el Régimen a través del IEE, se escondía otra realidad: la emigración irregular que, junto con los temporeros, “multiplicaron por dos las cifras oficiales”. “Estamos hablando de los años del milagro alemán, que absorbía mucha mano de obra. Hay muchas fotos en las que se pueden ver cómo se instalaban oficinas de extranjería con funcionarios trabajando en los mismos andenes de las estaciones de tren. A los ilegales les resolvían los papeles de manera inmediata”, repasa el historiador cordobés.
También hay fotografías que sirven para complementar el discurso oficial de un éxodo motivado por cuestiones estrictamente económicas, “que fue el prioritario, pero no exclusivo”. Muchos emigrantes aprovecharon su salida para participar en manifestaciones contra Franco fuera de España; para afiliarse a partidos no legalizados, y lo que no es menor, “para huir de la represión sexual y la persecución a los homosexuales”, sostiene Jurado.
No obstante, a pesar de ese viaje hacia lo incierto —no conocían su destino, ni el puesto de trabajo, hasta que llegaban exhaustos después de días subidos a trenes de carbón—, hay un nexo común en todas las fotografías: “Todos posan sonriendo, casi sin excepción”. Fue la España “que con su sacrificio dio a sus hijos por primera vez estudios superiores”, la España que también arregló un país aún lastrado por la Guerra Civil. “A mi padre, El Córdoba, cuyo sacrificio edificó nuestro futuro”, reza en los agradecimientos del ensayo.
Babelia
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