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Palos de ciego
Columna
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El milagro alemán

Judith me abrazó, y sólo entonces entendí lo ocurrido: nadie había robado la maleta | Columna de Javier Cercas

Ley de Memoria Democrática
Javier Cercas

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Lo que los padres enseñan a los hijos es cultura; lo que los hijos enseñan a los padres es tecnología.

Durante un viaje en tren de Fráncfort a Düsseldorf perdí un maletón donde llevaba mi vida entera, incluido el original de mi próximo libro. Me acompañaba Judith, del departamento de prensa de Fischer, mi editorial alemana. “Creo que está un poco nerviosa”, me había advertido la víspera mi editor. “Es muy joven, y tú eres su primer escritor”. “No te preocupes”, lo tranquilicé. “A mí nunca me pasa nada”. Ja. En Düsseldorf, cuando descubrimos con espanto la desaparición de mi maleta, hablamos con el revisor. “Seguro que la han robado”, dijo. “Ocurre a diario”. El hombre nos acompañó a la comisaría, donde nos atendió un agente muy serio. Le expliqué en inglés lo ocurrido. La respuesta del poli, que hablaba inglés, consistió en largar una parrafada en alemán. “Dice que seguro que han robado la maleta”, resumió Judith. Respondí que eso ya lo sabía, conté que en el maletón llevaba mi vida entera, pregunté si podían hacer algo para recuperarlo; el poli soltó otra parrafada en alemán, aún más larga que la anterior. “Dice que no pueden hacer nada”, tradujo de nuevo Judith. Siguió un tira y afloja exasperante: yo pedía en inglés que buscasen mi maleta y el tipo contestaba en alemán que no podían. Al final comprendí la verdad: el poli no quería mover el culo. Hundido, recordé Manchester frente al mar, una película en la que, tras declarar en una comisaría sobre una pérdida atroz, el protagonista intenta quitarle la pistola a un poli y pegarse un tiro. Luego telefoneé a mi hijo: necesitaba el número de identificación de mi iPad, para presentar la denuncia. “Un momento”, me pidió mi hijo, una vez que le hube contado la catástrofe, y al cabo de un minuto me mandó un wasap con un mapa de la zona de Düsseldorf y un rectángulo en el centro. “Ahí está tu iPad”, me escribió.

Eufórico, le enseñé el wasap al poli. “Ahí está mi maleta”, dije. El poli examinó el mapa y soltó una nueva parrafada en alemán, durante la cual tuve el pálpito de que estaba coqueteando con Judith. “No puede ser”, pensé. “Dice que es inútil”, tradujo Judith, un poco ruborizada (o eso me pareció). “Dice que seguro que el ladrón se ha llevado el iPad y ha dejado la maleta tirada por ahí. Dice que no pueden perseguirlo y que, aunque supieran dónde está, no podrían hacer nada”. Volví a mirar al poli: no tuve ganas de quitarle la pistola y pegarme un tiro, sino de estrangularlo. Terminé de cumplimentar la denuncia y, junto con Judith, buscamos en vano la maleta por la estación. No le pregunté si el inútil del poli había intentado coquetear con ella, porque caí en la cuenta de que la pobre estaba más abrumada que yo y, en el taxi hacia el hotel, intenté distraerla describiéndole el ajuar de supervivencia que tendría que ayudarme a comprar al día siguiente. En el hotel nos aguardaba Michi Strausfeld, la legendaria editora alemana con la que por la tarde debía conversar sobre mi última novela en Heine Haus, la gran librería de Düsseldorf, y aquella noche, cuando nos despedimos tras el evento y la cena, Michi me dijo: “No desesperes, Javier: yo creo en los milagros”. “Yo no”, contesté. Horas más tarde, todavía desvelado y rezando con ese fervor furioso del que sólo somos capaces los ateos, recibí sin embargo un wasap con un mapa de Fráncfort y un rectángulo en la estación del tren. “Tu iPad está ahí”, decía mi hijo. “Apuesto a que en Objetos Perdidos, con la maleta”. “¿Seguro?”, pregunté, incrédulo. “Lo del iPad, al 100%”, respondió. “Lo de la maleta, al 95%”. Puse de inmediato un wasap a mi editor, y a la mañana siguiente, mientras desayunaba con Judith, me llamaron para decirme que la maleta estaba en la estación de Fráncfort, intacta. Judith me abrazó, y sólo entonces entendí lo ocurrido: nadie había robado la maleta, alguien la había cambiado de lugar en el tren y, al llegar éste a su destino, un buen samaritano —tal vez el propio revisor— la había devuelto a la estación de origen.

Lo que los hijos enseñan a los padres es tecnología. Y yo sé de alguno que debería darle un cursillo a la policía alemana.

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