“Hay días en los que me avergüenzo de saber leer”
Uno de los mayores logros de las élites consiste en desprestigiar la cultura de las élites, de modo que el poder transformador y emancipador de esa cultura deja de tener sentido
Cuando haces pop ya no hay stop. Pensamos en clave de género publicitario y con pegadizas rimas en inglés. Complacemos con cada cosa que decimos, y confundimos la prevención frente a los discursos del odio con la incapacidad para asumir críticas en las redes.
Existen cursos a distancia para ser nutricionista: alguien que no ha estudiado endocrinología y ha leído tres libros selecciona lo que tienes que comer. También resulta alucinante que quienes no saben bailar ganen los concursos de baile porque la audiencia se rebela contra el autoritarismo de un jurado, conocedor del arte de la danza, que trata a los concursantes como a adultos y no como a criaturas que necesitan ser mimosamente estimuladas.
Rescato el matiz y aclaro que mi última observación no invita a aplicar la mano dura en la educación infantil: aún hay quien piensa que hay que educar a base de hostias. Como audiencia, empatizamos con cierta vulnerabilidad de andar por casa, porque la vulnerabilidad en serio da asquito y no queremos mirar: la señora que duerme en el cajero, la infancia con las tripas fuera a causa de un misil genocida.
Empatizamos con esa fragilidad que se trastabilla un poco al hablar, con argumentos de cuñados y cuñadas, que sentimos nuestros, populares, y algo populares son cuando Isabel Díaz Ayuso se convierte en icono pop por obra y gracia de razonamientos que vinculan la sequía en Cataluña con la prohibición de los toros, y el alcalde de Madrid en su boda se marca un chotis con un histrionismo descangallado que suscitará tantas risas adhesivas como cuando le dio un balonazo a un niño. Brocha gorda. Trump es un tío que valora lo bueno. Una buena pechuga de pollo a la Rosemary. Sin embargo, Chomsky es un friqui.
Me gustan las charangas, beber litronas, bailar un pasodoble agarrao en las fiestas de Fuenterrebollo. Pues claro. Pero a menudo pienso que uno de los mayores logros de las élites consiste en desprestigiar la cultura de las élites, de modo que el poder transformador y emancipador de esa cultura y de la educación, que requiere su uso y disfrute, dejan de tener sentido. La ópera es un aburrimiento y lo que de verdad quintaesencia lo cultural son las vaquillas que recorren la calle mayor en las fiestas de agosto. El clasismo, demoniaco e insecticida, reside en negar a las personas la posibilidad de gozar escuchando una sinfonía de Shostakóvich o leyendo un soneto del amor oscuro.
Lo que digo no legitima todas las películas de Antonioni —algunas son un tormento— ni deslegitima el cante del barrio de Santiago. También sé que la cultura de las élites construye el canon y el canon aplasta, pero sin ese conocimiento previo no hay forma de darle la vuelta al calcetín. Saber qué es el heteropatriarcado ayuda al feminismo eficaz. Dadá y el punk florecen contra algo. Y así sucesivamente. Somos cuerpos intertextuales y nadie nace sabiendo. El auténtico clasismo me recluye en la jaulita de una sabiduría refranera y a la vez desmemoriada, que no me permite ni empinarme ni elegir mientras me neutraliza empoderándome en lo que ya sé. La incultura no se siente como carencia ni la cultura como derecho universal. Las misiones pedagógicas parecen hoy un acto de soberbia.
Pero tenemos mucho que aprender: me dispongo a recibir la lección de la trabajadora del campo y pido que ella atienda a las palabras de una catedrática. Hace unas semanas leíamos en una viñeta de El Roto: “Hay días en los que me avergüenzo de saber leer.” De esa vergüenza se trata exactamente. Eso es.
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