De cuando los reyes competían con los regalos de oro y piedras preciosas que mandaban a Tierra Santa
Santiago inaugura ‘Tesoros Reales, Obras maestras del Terra Sancta Museum’, una muestra que solo podrá ser vista en la capital gallega y en sendas ciudades de Italia y Estados Unidos aún sin desvelar
“No fueron creadas para nuestros ojos, fueron creadas para los ojos de Dios”. Así anuncia la Cidade da Cultura, en Santiago de Compostela, las piezas de oro, rubíes, zafiros, esmeraldas, amatistas o diamantes que formarán parte de la exposición Tesouros Reais, Obras Mestras do Terra Sancta Museum, desde este viernes hasta el 4 de agosto en el Museo Centro Gaiás. La realidad es esa, pero tras estas joyas de “lujo extremo”, como las describe Miguel Cajigal, historiador del arte, divulgador y técnico del Servicio de Educación del Museo Gaiás (más conocido en redes por el alias de El Barroquista), también está la vanidad de los reyes. El convencimiento de que “para ser alguien había que estar presente, estando ausente, en Tierra Santa” y el pánico escénico a aparecer en este escaparate universal como “un rey cutre”.
La colección se expuso primero en Lisboa (Museu Calouste Gulbenkian), recala ahora en la capital gallega, único lugar en España, y antes de regresar a Jerusalén —donde se planea que quede expuesta en un museo en reforma y ampliación— solo se podrá visitar en otras dos ciudades, una en Italia y otra en Estados Unidos, que los encargados de proteger el tesoro de Tierra Santa desde hace ocho siglos, los frailes franciscanos de la Custodia Terrae Sanctae, mantienen en secreto. Son obras de arte, báculos, cálices, códices, ropa litúrgica de seda, perlas e hilo de plata y oro: objetos que las poderosas coronas europeas enviaban una y otra vez a Jerusalén, lugar fundamental para tres grandes religiones monoteístas. Ofrendas generosas encargadas por los reyes para ganarse el cielo a precio de metal precioso, sin necesidad de sacrificarse en la incómoda (y a veces arriesgada) tarea de peregrinar hasta el Santo Sepulcro. Se trataba, al mismo tiempo, de una monárquica competición, un pulso entre dinastías europeas, que convirtió a Jerusalén durante siglos en “Teatro del Mundo”, como se ha bautizado (Theatrum Mundi) una de las tres secciones, y la más grande, en que se divide esta exposición de 108 tesoros.
Entre estos, 75 proceden de la colección de Jerusalén y el resto se guardan en otras instituciones, como una enorme maqueta de la Basílica del Santo Sepulcro que se conserva en el Museo de Tierra Santa del Monasterio de San Francisco en Santiago. La fabricó fray Bartolomé de las Heras, jefe de los talleres de carpintería de San Salvador de Jerusalén, en madera de cipreses de Getsemaní y está formada por ocho partes que se separan para poder ver el detallado interior del edificio, hasta sus pavimentos e inscripciones. El recorrido de la exposición comienza ahondando en el peso simbólico de la ciudad de Jerusalén (Xerusalén, Centro do Mundo) para el cristianismo, el judaísmo y el Islam; sigue recreando la época del emperador Constantino en que se fundó esta basílica que atrae a millones de peregrinos de todo el planeta, y luego hace repaso de las grandes donaciones a Tierra Santa ordenadas por los reinos de España, Portugal, Nápoles, Francia y el Sacro-Imperio Romano-Germánico.
Las piezas, una selección de entre la gran cantidad que custodian los franciscanos en Jerusalén —y que solo habían salido en 2013 para una exposición en Versalles—, llegaron a Lisboa días antes de estallar la guerra en Gaza y en medio de un ambiente de creciente acorralamiento denunciado por los cristianos en la ciudad santa de Israel. Además de restricciones policiales de aforo, que limitan las visitas de peregrinos a ceremonias en la zona cristiana, en las últimas dos décadas la tensión ha ido alimentándose con profanaciones de tumbas, ataques a iglesias y lugares sagrados de la vida de Jesús, además de compras de inmuebles a cargo organizaciones radicales, volcadas en la colonización judía de la ciudad vieja de Jerusalén.
Pero las mayores dificultades con las que se encuentran los franciscanos custodios del tesoro están en el propio corazón del cristianismo. “Coptos, ortodoxos, católicos... los franciscanos siempre tuvieron un papel como de fuerzas de paz, mediando entre los distintos grupos”, explica Cajigal, “las propias llaves del Santo Sepulcro las tiene una familia palestina que abre cada mañana desde hace siglos porque las facciones cristianas no acuerdan quién tiene derecho a hacerlo”. En un muro exterior de la Basílica hay apoyada una sencilla escalera de mano “desde hace tres siglos”, recuerda el historiador: Quedó allí desde una obra, y “no la tocan porque no se ponen de acuerdo” sobre a quién corresponde.
Todas las donaciones de la realeza y la nobleza, siglo tras siglo, eran minuciosamente registradas en unos tomos llamados condottes; en estos listados se puede comprobar la cantidad de maravillas que se perdieron. Felipe II de España, Luis XIV de Francia, João V de Portugal, Carlos VII de Nápoles o María Teresa de Austria fueron algunos de los remitentes de regalos y recursos financieros. Desde monedas de oro, cera, aceite, bálsamos, perfumes, especias o té hasta esos muebles, tronos, baldaquinos y obras de arte litúrgicas creadas “para los ojos de Dios” con las que hacían alarde de su devoción y su poder ante los otros soberanos. A veces encargaban piezas ya estando enfermos, y cuando al fin eran rematadas para enviar a Jerusalén, los reyes ya habían muerto. Así ocurrió con el juego de altar con baldaquino eucarístico y candelabros encargada en Mesina por Felipe IV, uno de los conjuntos más suntuosos de la exposición.
Desde Carlos V hasta Alfonso XIII en 1931, los monarcas de España hacían consagrar tres cálices cada noche de Reyes como símbolo de los presentes de Melchor, Gaspar y Baltasar al Niño Jesús. Luego, ordenaban mandarlos a Tierra Santa. Fernando VI y Bárbara de Bragança regalaron 20 prendas litúrgicas, ropajes confeccionados en satén de seda y bordado con oro, plata y perlas. João V de Portugal mandó enviar una lámpara de oro, pero no de un oro cualquiera, sino procedente de Brasil, para hacer alarde de sus dominios en el Nuevo Mundo. Esta filigrana, profusamente decorada por orfebres portugueses, también llegó a Jerusalén con el rey ya muerto.
En la segunda mitad del siglo XVII, el Sacro Imperio Romano-Germánico sube posiciones hasta convertirse en el segundo donador más importante de objetos de arte a la Custodia de Tierra Santa, solo por detrás de España y sus vicerreinados de Nápoles y Sicilia. La lámpara votiva de Carlos VI de Habsburgo, una de las piezas estelares de la exposición, llegó a Jerusalén en 1730 para ser colgada ante la edícula o templete del Santo Sepulcro, donde la tradición sitúa la tumba de Jesús de Nazaret. Según se explica en la exposición de la Cidade da Cultura, la víspera del Domingo de Ramos de 1757 los griegos ortodoxos destruyeron los altares y adornos que los franciscanos acababan de instalar para el ceremonial. La causa que había detrás era una disputa por la administración de algunas capillas del templo. Entre los escombros, los frailes rescataron la lámpara maltrecha, que fue reparada en Viena y devuelta dos años más tarde.
La muestra tiene cinco comisarios, dos de ellos internacionales y tres locales, como Jacques Charles-Gaffiot, miembro del Comité Científico del Terra Sancta Museum, o Esperanza Gigirey, directora del Museo das Peregrinacións. A la inauguración oficial en el Gaiás, este jueves por la tarde, asistieron representantes de Archidiócesis compostelana, autoridades de la Custodia de Tierra Santa y el nuncio del Papa en España, Bernardito Auza. La Custodia, fundada por Francisco de Asís en 1217, se encarga de administrar lugares cristianos en Jerusalén y de recibir a los peregrinos. Su objetivo con esta vuelta al mundo, en cuatro etapas, de la exposición es “dar mayor visibilidad a la historia de la presencia cristiana en Tierra Santa y presentarla como un lugar de encuentro y diálogo entre distintas religiones”. Cuando la colección regrese al punto de salida, será el núcleo del Terra Sancta Museum, que abrirá en la ciudad vieja de Jerusalén.
“Era como tener un banco en casa”
La reina María Amalia de Sajonia —esposa de Carlos VII de Nápoles, que luego fue Carlos III de España— donó en la cuarta década del siglo XVIII una estrella de plata con el propósito de que sustituyera a la que ya señalaba el supuesto lugar del nacimiento de Jesús en la Gruta de la Natividad de Belén. La pieza tiene el centro de pórfido rojo, una roca reservada para uso imperial, y lleva la inscripción “aquí nació Jesús Cristo de la Virgen y se hizo hombre”. Otro tesoro que no se utiliza con el fin para el que fue enviado a Tierra Santa es un relieve labrado en plata, de 200 kilos de peso, donado por el Reino de Nápoles en 1737. Se cree que se fabricó para embellecer la edícula del Santo Sepulcro. Luis XIV, el Rey Sol, quiso deslumbrar al Custodio de Tierra Santa (máximo responsable de la Custodia), mandándole un agasajo personal: un báculo en plata dorada profusamente decorado con pedrería y flores de lis. Más tarde envió otros presentes, todos encargados a orfebres de París.
Pero el propio Carlos VII de Nápoles (Carlos III de España, “el mejor alcalde de Madrid”) fue todavía más lejos: reivindicó el título de Rey de Jerusalén ante la Iglesia y otros reyes europeos encargando a diferentes artistas distintas piezas en oro y piedras preciosas, como el suntuoso baldaquino eucarístico de 1754, que incluye una corona real basada en la del propio monarca, entronizado un año antes. Las ofrendas de este soberano conforman el conjunto de orfebrería más rico realizado por un solo rey a Tierra Santa, e incluyen un crucifijo de oro, lapislázuli y pedrería; una custodia de oro, esmeraldas y diamantes; y un báculo con rubíes. “Esta es una exposición extremadamente valiosa para ser itinerante”, reflexiona El Barroquista, “es muy raro que hayan llegado hasta hoy estas piezas, es como una cámara del tiempo que nos dan una idea de lo que podían tener los palacios y las catedrales”. “Porque en el arte vemos cuadros y esculturas”, explica, “pero el oro se podía fundir en caso de necesidad, y los reyes lo hicieron para financiar las guerras. En los grandes periodos convulsos, de conflictos y revoluciones, que ha vivido Europa, “era como tener un banco en casa”.
Babelia
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