Premio Pritzker de arquitectura para la “normalidad extraordinaria” de Riken Yamamoto
El japonés se hace con el galardón por una obra crítica con la modernidad y al servicio de las personas, que indaga en los espacios intermedios para dignificar lo cotidiano
“Normalidad extraordinaria, dignidad de lo cotidiano”. Con estas palabras, el chileno Alejandro Aravena ―presidente del jurado del Premio Pritzker, que él mismo recibió en 2016― ha definido a Riken Yamamoto (Pekín, 78 años), ganador del galardón en la edición de 2024, que se ha dado a conocer este martes. El japonés es un arquitecto defensor de los usuarios por encima de los edificios. También de la memoria de los inmuebles, por encima de su rentabilidad. Es decir, un activista, abogado de la construcción de comunidades ―tanto de personas como arquitectónicas―, contrario a la privatización de la ciudad y defensor de las zonas de encuentro entre los ciudadanos. Todo un proyectista del siglo XXI que, sin embargo, cuajó su ideario en los años setenta. ¿Cómo es posible?
Nacido al final de la II Guerra Mundial, Yamamoto creció en Yokohama en una tradicional machiya, una vivienda en cuya planta baja su madre ―viuda desde que Riken contaba cinco años― tenía una farmacia. La familia vivía en la parte de atrás de esa casa, mientras que el comercio atendía al público en la fachada que daba a la calle. Esa lógica que mezcla lo público y lo privado es la que Yamamoto traduce en arquitectura. Ya graduado, se centró en la defensa del uso compartido de las infraestructuras, oponiéndose así a sus antecesores, los metabolistas, que, capitaneados por Kenzo Tange ―que también recibió el Pritzker en 1987―, defendían en los años sesenta la separación entre infraestructuras y edificio. Para Yamamoto, todo es lo mismo. Y todo debe ser pequeño, y de escala humana, para priorizar la vida de los ciudadanos por encima de la construcción. Así, instigador de mezclas y tendedor de puentes, el espacio intermedio ―el que mezcla interior y exterior y el que, por su naturaleza ambigua, es más fácil de compartir― es la tipología favorita del último Pritzker. Ese espacio cuyo usuario, no el arquitecto, decide según sus necesidades, ha marcado, desde sus inicios, sus preocupaciones. ¿Por qué?
Tenía 28 años cuando abrió su propio estudio en Yokohama. Se había formado en Ingeniería (Universidad de Nihon) y en Arquitectura (Universidad de Tokio). Sin embargo, antes de comenzar a trabajar dedicó un año a viajar por el mundo. Recorrió México, Guatemala, Colombia, Perú, Irak, India, Nepal, Marruecos, Túnez, Grecia, Turquía, Italia, España y Francia, empujado por su maestro, Hiroshi Hara. Apenas 10 años mayor que Yamamoto, fue Hara el que, oponiéndose a los metabolistas y anunciando una de las revisiones posmodernas, defendía actualizar la tradición.
El propio Hara repensó la ciudad con edificios-barrio ―como el icónico Umeda Sky Building― que levantó en Osaka, en 1993. A sus discípulos, tanto a Yamamoto como a Kengo Kuma ―que eligió viajar por África―, les instó a buscar lo contrario de la arquitectura global que representaba la modernidad. Yamamoto estudió, en los pueblos del mundo, lo común en las respuestas vernáculas. “Los pueblos eran muy distintos, pero los mundos se parecían”, explica. Analizó lo que las culturas habían repetido a lo largo de los siglos. Anotó los elementos y técnicas constructivas que respondían a los materiales, el clima y los presupuestos disponibles y que, solo después, terminaban por construir una identidad.
Tanto Kuma como Yamamoto llegaron a la conclusión de que la modernidad había dado la vuelta a ese proceder. Y que la identidad, la estética, el formalismo o incluso la ideología supuestamente democrática, había pasado a decidir la arquitectura por delante de las razones lógicas. Yamamoto ha citado con frecuencia a Hannah Arendt (1906-1975) criticando la feroz imposición moderna de “la ideología por encima de las necesidades”. También recurre a la filósofa para reivindicar la cualidad humana que encierra la memoria de los edificios. Y critica la desconsideración de ese patrimonio a manos del cortoplacismo que rige la especulación inmobiliaria.
Autor de colegios, universidades, conjuntos de vivienda social y museos levantados mayoritariamente en Japón, pero también en Corea, China o Suiza, Yamamoto defiende una arquitectura como escenario para conexiones sociales. Lugares que no dictan usos, sino que, al revés, se ofrecen para que los usuarios los reinventen. Eso sucede en el ajardinamiento que rodea el Ayuntamiento de Fussa, erigido en Tokio en 2008, donde el parque entre edificios de oficinas sirve para el descanso de los ciudadanos o para sus concentraciones. También en el Parque de Bomberos Nishi, de Hiroshima, de 2000, la transparencia de las fachadas permite a los viandantes contemplar las rutinas diarias de la preparación física de los bomberos.
In the Real World (En el mundo real) se tituló la exposición que, en 2014, ocupó el pabellón japonés de la Bienal de Venecia. Esa muestra dio a conocer al gran mundo el trabajo de este arquitecto. Allí, fotografías, dibujos y planos hablaban de la propuesta alternativa a la rigidez moderna que varios profesionales lanzaron en los setenta. Se reconocía que había sido Hara quien empujó a sus discípulos a viajar por el mundo y a preguntarse qué le faltaba, o sobraba, a la feroz modernidad. Cuando Norihito Nakatani comisarió esa muestra, Yamamoto llevaba tres años al mando del Local Republic Labo. La fundó porque quiso ayudar tanto a los perjudicados por el tsunami y el terremoto de Tohoku, de 2011, como en la prevención, desde la arquitectura y el paisajismo, de futuros tsunamis y terremotos.
Yamamoto reivindica una arquitectura que permanece más allá de la vida de las personas. “Un lugar que te recuerda a tu padre cuando este ya no está”. “Diseñamos la arquitectura. La ciudad pertenece a la gente. La memoria del propio edificio está por encima del arquitecto. Necesitamos inmuebles que mejoran con el tiempo”, le contó hace una década al arquitecto portugués Grao Serra. En conversación en el Illinois Institute of Technology de Chicago, también le habló de su preferencia por Louis Sullivan, el maestro de Frank Lloyd Wright, autor del Auditorium ―un inmueble que contiene a la vez un hotel, un teatro y oficinas con tres fachadas a distintas calles en el Loop de la ciudad― por encima del purismo de Mies, “demasiado rígido e impositivo”.
Precisamente en Chicago recibirá el Pritzker el 16 de mayo. Lo hará en un edificio que bien representa su ideario: el Art Institute, un museo levantado en 1893, tras el gran incendio, en el corazón de lo que hoy se llama Milenium Park. En 1998, otro premio Pritzker, el italiano Renzo Piano, amplió el inmueble original de Shepley, Rutan & Coolidge que expone más de 300.000 obras de arte, entre las que se cuentan ventanas de Frank Lloyd Wright, Nighthawks, de Edward Hopper, y la antigua Bolsa de valores, diseñada por Sullivan en 1894. No se puede pedir un edificio con mayor mezcla. Una curiosidad es que Yamamoto recibe el Pritzker y no lo hace su maestro Hiroshi Hara, que le instigó a cuestionar la modernidad y que tiene hoy 87 años. Yamamoto ha hablado del deber de los edificios de hacer sonreír a la gente durante 100 años. Es su manera de insistir contra el cortoplacismo del negocio arquitectónico. También Hannah Arendt escribió que la ciudad debe permanecer más allá de la vida humana.
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