Vivir dentro de una cápsula
Más de medio siglo discutiendo sobre espacio mínimo no ha puesto de acuerdo a usuarios y arquitectos
¿Cuánto espacio se necesita para vivir? En 1972 el arquitecto japonés Kisho Kurokawa se atrevió a contestar a esa pregunta con números precisos: 8,74 metros cuadrados, poco más de 18 metros cúbicos. Ideó una cápsula de acero inoxidable que amuebló con tecnología punta: un muro de máquinas que contenía una televisión plana –en realidad empotrada– una nevera, un reproductor musical y un hornillo. Con líneas redondeadas deudoras del streamline, el interior de la cápsula prefabricada recordaba al camarote de un barco. Una parte fundamental era la ventana: un enorme ojo de buey practicable capaz de vencer cualquier atisbo de claustrofobia. Corrían los años setenta y, más allá de descontextualizar el sistema de fabricación y diseño del interior de los barcos y llevarlo al campo de la vivienda, el diseño hablaba de construcción en seco y llevaba la producción en serie a la arquitectura: Kurokawa reproduciría su diseño en 140 cápsulas que tardaban seis días en quedar atornilladas, con pernos de alta tensión, a los núcleos de hormigón. Es decir: cada una de las cápsulas era conectable y, por lo tanto, remplazable. Por lo menos en teoría: el metabolismo fue un movimiento más teórico que práctico.
La idea de remplazar las partes dañadas como forma de mantenimiento caracteriza la arquitectura tradicional japonesa. Cada veinte años aproximadamente se sustituyen los tatamis o el papel de shoji de las machiyas y alguno de los componentes de los tejados de las minkas. Esa forma de mantenimiento no ha funcionado, sin embargo, en la Torre Nakagin. Sobre todo porque cambiar las cápsulas de acero requeriría hoy –paradójicamente– una construcción semiartesanal y resultaría complicado pagar más de 60.000 euros por cápsula –según calcularon los 30 inquilinos que comparten la torre con almacenes y oficinas–. Es justamente esa cuestión, la dificultad de su reparación y el alto precio de su sustitución, la que lleva a preguntarse para qué sirve una arquitectura de componentes renovables que luego resulta imposible renovar. ¿En qué queda la propuesta de algo que es inviable?
Los años setenta del siglo pasado mezclaron la osadía y la libertad del pop con la tecnología, esto es con una tecnología muy visible, de grandes tubos, que, no por casualidad, fue la antesala de la nanotecnología actual. Hablar del futuro entonces era describir cohetes espaciales, movimiento, espacios pequeños y un clásico futurible: la utopía. Una mezcla de todo eso se dio en el movimiento metabolista japonés que arrancó en 1959 de la mano del crítico Naburo Kawazoe y congregó a grandes arquitectos –como Fumiko Maki o Kenzo Tange– para pensar en la flexibilidad a la hora de diseñar ciudades. Aunque tuvieron que esperar hasta 1972 para inaugurar el gran icono metabolista –precisamente la Torre Nakagin con sus famosos pisos-cápsula–, dos años antes, en la Exposición Universal de Osaka, el mundo propuesto por Kisho Kurokawa ya superó al de la ciencia ficción.
El autor de la Torre Nakagin imaginó entonces su primera casa-cápsula. Suspendida en el espacio del pabellón de la Expo y con un gran ventanal para poder ver el suelo, la casa –de 3,89 metros cuadrados– sintetizaba el credo de los metabolistas: la arquitectura como subestructura de la megaestructura que es la ciudad. Pero también revelaba el lado más naïf de Kurokawa: defendía la arquitectura suspendida como un primer paso hacia la construcción ingrávida –un poco difícil de comprender porque, en el mejor de los casos, los usuarios la tornaríamos grávida–.
En cualquier caso, y como pocas veces sucede con la arquitectura más osada, esa propuesta utópica –sumada a la del edificio Takara Beautilion que tenía una estructura arbórea extensible– encontró a un promotor creyente. El presidente del grupo inmobiliario Nagakin, Torizo Watanabe, le encargó a Kurokawa una vivienda para el homo movens: famosa doble Torre Nakagin con sus 140 de las cápsulas estaba pensada como un hotel: para moverse y hacer vida fuera de casa. Con todo, durante años, fueron muchos los inquilinos que aprendiendo a vivir con pocos objetos y creyeron estar adelantándose al futuro. Puede que lo hicieran. Sin embargo, el edificio que sostiene las 140 cápsulas ordenadas en dos torres de 11 y 13 plantas se ha ido convirtiendo en casi una reliquia del pasado.
Durante años, su costoso mantenimiento ha hecho que los propietarios reclamen constantemente su demolición para poder levantar un inmueble más alto, más rentable y también más cómodo. El Ayuntamiento de Tokio y las asociaciones de arquitectos japoneses han debatido hasta el agotamiento sobre un inmueble tan icónico como fallido en un país habitualmente capaz de unir la tradición y el futuro, y mayoritariamente acostumbrado a vivir en pocos metros cuadrados. La paradoja de la Torre Nakagin es que hoy ya no sirve para hablar de prefabricación, sustitución, producción en serie y arquitectura extensible. Ha dejado atrás las cuestiones que le han dado fama –los pocos metros cuadrados necesarios para vivir– y ha pasado de dibujar un futuro a describir un pasado: el argumento que defienden los arquitectos que quieren mantenerlo ya no es el de servir de faro para el mañana sino el de defender la historia y la identidad. Aun así, las cápsulas prefabricadas han demostrado que, lejos de ser utópicas, eran espacios habitables gracias al orden, el diseño, la ergonomía, la disciplina y, sobre todo, gracias a su gran ventanal. Si el consejo de Patricia Urquiola para una vivienda de escasos metros es “casa pequeña, mesa grande”, el que Kurokawa escribió con cápsulas sigue rezando: casa minúscula, gran ventanal.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.