‘El terror de 1824′ sigue estremeciendo dos siglos después
La novela de Galdós, segunda parte de los ‘Episodios nacionales’, marcó el canon de la abyección política, anticipándose a los relatos sobre el totalitarismo
“Y aquel hombre terrible, que era presidente de derecho del pavoroso tribunal, y de hecho fiscal, y el tribunal entero, aquel hombre, de cuya vanidad sanguinaria y brutal ignorancia dependía la vida y la muerte de miles de infelices, se levantó y se fue a comer”. Así escribe Galdós de Francisco Chaperón, personaje literario basado en el Francisco Chaperón real, un militar que dirigió la superintendencia de policía de Madrid durante los primeros meses de la restauración absolutista de Fernando VII y de quien Pío Baroja dejó dicho que tiraba de los pies de los ahorcados —lo cual puede ser un gesto de sadismo o de misericordia, según se mire—. A Galdós le gusta imaginárselo yendo a comer (“tan ricamente”, podría haber añadido el narrador castizo) después de haber mandado al patíbulo a un montón de desgraciados, con ese humor terrible y finísimo tan característico de sus novelas que se adelantó casi cien años a la noción de la banalidad del mal. En 1961, Hannah Arendt retrataría al nazi Adolf Eichmann en términos muy parecidos. No fue lo único que anticipó el novelista canario en esta obra, una de las mejores del siglo XIX.
El terror de 1824 se publicó en octubre de 1877 como parte de la segunda serie de los Episodios nacionales, pero cabe celebrar su bicentenario hoy, cuando se cumplen dos siglos de aquel periodo terrible —ominoso, lo adjetivan los libros de Historia— que sucedió al Trienio Liberal (1820-1823) y se prolongó hasta la muerte de Fernando VII, el Felón, en 1833. En este episodio, Galdós exploró desde el título un concepto que hasta entonces solo se aplicaba a los revolucionarios franceses: el terror aquí era obra de los absolutistas, la revancha implacable de los cuervos reaccionarios contra los españoles que intentaron hacer valer la Constitución de 1812. Hasta que no se impuso otro terror en 1936, la novela marcó en España el canon de la abyección política, anticipándose a los relatos sobre el totalitarismo y creando un modelo para narrar la violencia dictatorial y la represión generalizada. Quienes frecuenten la literatura sobre la Guerra Civil Española y la II Guerra Mundial encontrarán en esta obrita (por breve) muchas escenas e ideas familiares.
Contradiciendo el título, la novela empieza en el otoño de 1823, con la llegada a Madrid del general Rafael de Riego, preso y encadenado, para ser ahorcado en la plaza de la Cebada (feísima, a decir de Galdós, y eso que no la conoció hoy). Termina con otra ejecución, la de Patricio Sarmiento, personaje de ficción de los Episodios que, a diferencia de Riego, muere con dignidad y grandeza, para oprobio de sus verdugos. Galdós se inspiró en un caso real que encontró en los legajos judiciales de la época: el 24 de agosto de 1825 ahorcaron en Madrid a Pablo Iglesias (sin relación con el futuro fundador del PSOE ni con el más futuro de Podemos), quien, al subir al patíbulo, dijo ante la muchedumbre: “Reputo el saco como una vestidura de gala y el gorro como una corona de laurel”. Se refería al saco y al gorro que se colocaba a los condenados.
Esta dignidad, parecida a la legendaria de Mariana Pineda en Granada unos años después, inspiró al escritor para dar un final trágico a Patricio Sarmiento, uno de sus grandes personajes. Sarmiento muere como los héroes, pero nunca abandona su carácter ambiguo.
Sarmiento es un viejo profesor, liberal fanático, que también maltrató y mató en nombre de la libertad cuando los suyos gobernaron. Tras la derrota constitucional, recorre Madrid como un loco dando discursos ciceronianos y ridículos que provocan la burla de los niños. Es vanidoso y narcisista, se cree mártir de la revolución y no hay quien lo aguante. Pero también es un héroe que se sacrifica para salvar a Solita, la heroína de esta serie. Su muerte avergüenza incluso al desvergonzado Chaperón, que firma su sentencia, y da la medida de la crueldad arbitraria y totalitaria del régimen de Fernando VII. Esa es la línea que une a Patricio Sarmiento con los personajes de Primo Levi, y a Solita con el propio Levi. Como sucede a menudo con Galdós —por eso es el gran novelista español—, la bondad absoluta y la mezquindad absoluta se confunden sin que el lector pueda sacar una conclusión moral incontestable. Para Don Benito, todos somos héroes y villanos.
Todos no, claro. En el elenco de secundarios abundan los villanos puros, como Chaperón o como Francisco Romo, de quien dice que tenía un cuerpo que parecía una cárcel. O como el propio Fernando VII, a quien concede trazas de estupidez, pero no de bondad. En esta novela, el rey solo sale en los retratos oficiales que cuelgan de los despachos de la siniestra superintendencia de policía (el Palacio de Santa Cruz, hoy sede del Ministerio de Exteriores: el Madrid de Galdós sigue casi intacto para quien quiera pasearlo). Llenos de mugre y polvo, en los cuadros El Felón “parecía un gran cefalópodo que estaba contemplando a su víctima antes de chupársela”. Fernando VII es en esta novela de terror un monstruo de Lovecraft, 13 años antes de que Lovecraft naciera.
También hay pasajes que hoy llamaríamos kafkianos, si no fuera porque en 1877 faltaban seis años para que Kafka naciese: “En todas las épocas ha existido siempre un infierno de papel sellado compuesto de legajos en vez de llamas y de oficinas en vez de cavernas, donde tiene su residencia una falange no pequeña de demonios bajo la forma de alguaciles, escribanos, procuradores, abogados, los cuales usan plumas por tizones, y cuyo oficio es freír a la humanidad en grandes calderas de hirviente palabrería que llaman autos”. Ahí está El proceso, pero también Joseph Roth, quien describió la burocracia del Tercer Reich como “la filial del infierno en la tierra”. No conocían la administración de Fernando VII.
El paisanaje del fondo mezcla bromas y veras. Entre estas últimas, impacta la aparición en la plaza de la Cebada del monje Marañón, llamado El Trapense, un guerrillero absolutista, epítome del cura trabucaire, que monta una mula, viste hábito y va armado hasta los dientes. Parece una invención de Quentin Tarantino (no echemos la cuenta de los años que faltaban para que naciera), pero fue un personaje real de aquella España inverosímil. En el lado de las bromas, es fabuloso que los Cordero, la familia de comerciantes madrileños que vertebra toda la serie, intenten sobrevivir a los cambios de régimen vistiendo a sus niños a la moda ideológica que mejor convenga. En la época liberal los vistieron de milicianos, y cuando llegaron los reaccionarios, de monjes. En una comida —una de las pocas escenas cómicas de la novela—, los dos niños se tiran encima la sopa y todas las salsas de los asados, arruinando la dignidad del disfraz político.
Esto, que parece anecdótico, es lo mollar de la novela. Si El terror de 1824 solo fuera el testimonio de una dictadura atroz, no tendría sentido leerlo hoy. Su vigencia, dos siglos después de los hechos que narra, se debe a que es, como las de Goya, una pintura profunda y humanísima de todas las contradicciones, flaquezas y miserias de una sociedad baqueteada por un destino oprobioso que no controla.
Babelia
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