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Universos paralelos
Columna
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Pauline Kael, la dama impertinente

Defensora del principio del placer, fue una fabulosa anomalía en el campo de la crítica cinematográfica

Pauline Kael no le tenía miedo a nadie: ni a Renata Adler, compañera de redacción en el New Yorker, ni a Joan Didion.
Pauline Kael no le tenía miedo a nadie: ni a Renata Adler, compañera de redacción en el New Yorker, ni a Joan Didion.Getty
Diego A. Manrique

El año pasado llegó el runrún de que la próxima película de Quentin Tarantino, The Movie Critic, trataría sobre una de sus mayores influencias intelectuales: Pauline Kael (1919-2001), seguramente la crítica de cine más escandalosa de los años setenta. Pensé: bueno, tal vez alguna editorial española se atreva ahora con los libros de Pauline (tiene una docena).

Reconozco la dificultad de traducirlos, ya desde esos títulos con guiños eróticos (I Lost It at the Movies, Taking It All in, etcétera). Aunque hay una biografía, Pauline Kael. A Life in the Dark (2011), de Brian Kellow, que clava al personaje y resume su anárquico pensamiento. Advierto que una Kael resultaría improbable en la era de Twitter o TikTok: una reseña suya podía llegar a las 9.000 palabras (para entendernos, 16 veces la extensión de esta columna).

Se beneficiaba de publicar en The New Yorker, medio tolerante en dimensiones de sus textos, aunque debía lidiar con el remilgado director del semanario, William Shawn, opuesto al uso de jerga callejera. Escribiendo, Pauline era puro rock ‘n’ roll: deslenguada, emocional, hiriente.

Resultaba imprevisible. Detestaba la dominante teoría del auteur, que buscaba la canonización de los directores, una herencia de la revista Cahiers du Cinema. Kael denunciaba que así se sobrevaloraba a realizadores irregulares (ejemplo: Nicholas Ray) o tramposos (Hitchcock) por la evidencia de sus manierismos. Se atrevió incluso con la máxima vaca sagrada, Orson Welles, alegando que se atribuía todo el mérito de Ciudadano Kane, sin reconocer el genio del guionista Herman Mankiewicz o del director de fotografía Gregg Toland. Kael simpatizaba con los directivos de los estudios de la Edad de Oro, habitualmente retratados como ogros; sí, eran buscadores de la comercialidad pero sensibles a las idiosincrasias de sus empleados.

Tuvo la fortuna de coincidir con la eclosión del llamado Nuevo Hollywood, materializada en películas rupturistas como Malas calles, Nashville, Grupo salvaje, Los vividores o Carrie. Acudió al rescate de obras que sus colegas condenaban por violentas (Bonnie y Clyde) o por su contenido sexual (El último tango en París). Lo que no significa que disculpara siempre a sus amigos: protagonizó ruidosos desencuentros con Paul Schrader, Woody Allen, Sam Peckinpah, Robert Altman. Rara vez se mostró amable con Ingmar Bergman, Stanley Kubrick, Clint Eastwood, Oliver Stone…

Uno de los damnificados, Warren Beatty, le ofreció una oportunidad, que algunos luego consideraron envenenada: trabajar en Hollywood, poner en práctica su ideal de un cine creativo pero no elitista. Sabía que Kael tenía problemas de dinero (solo publicaba en The New Yorker seis meses al año) y le consiguió un generoso contrato como productora en Paramount. Un horror: no pudo sacar adelante ningún proyecto y fue humillada por ejecutivos como Don Simpson, devotos del marketing que rechazaban todo lo que sugiriera arte.

Ajena a lo políticamente correcto, Kael sería hoy un verso suelto. Aunque venía de familia judía, rechazaba el cine más sionista. A pesar de sus amigos homosexuales, tenía opiniones disonantes respecto al mundo LGTBI. También se mostraba irreverente en cuestiones raciales.

Hubiera sido fascinante comprobar cómo Tarantino esquivaba esos icebergs. Resulta que The Movie Critic, teóricamente su película final, no hablará de su adorada Pauline Kael: su protagonista será un crítico de cine que colaboraba en una revista porno. Ah.

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