_
_
_
_

Nieve y norte: la literatura explora la mística del frío

El viajero Sylvain Tesson relata su travesía por las montañas blancas de los Alpes con un canto a la felicidad del esfuerzo, mientras que el ensayista Bernd Brunner traza la fascinación histórica por las tierras gélidas

Ruta Colle della Scala, en los Alpes italianos.
Ruta Colle della Scala, en los Alpes italianos.
Paco Cerdà

Un día, el escritor francés Sylvain Tesson se puso los esquís y empezó a andar por las montañas nevadas. Caminó entre trincheras de nieve, tormentas, ventisca y escarcha. Avanzó por cortinas de hielo, pendientes vertiginosas, avalanchas y glaciares. Anduvo junto al aullido del viento, con 13 grados negativos y al borde de desfiladeros cada jornada. Un día. Otro día. Ochenta y cinco días. Atravesando macizos, collados, crestas, valles y cumbres. Con nieve dura, áspera, untosa, fresca, de nácar azul. Y siempre el blanco a su alrededor.

Tesson partió de Menton, al borde del Mediterráneo, para llegar a Trieste en una travesía integral de los Alpes. Por el camino iba pisando Francia, Italia, Suiza, Austria, Eslovenia. Eso decían los mapas. Pero él habitaba el país del blanco. Pertenecía a la montaña. A la nieve. Un metro tras otro. Cientos de kilómetros. Suena a trabajo forzado, escribe Sylvain Tesson, pero creerlo así sería un error. Para él es un tesoro. “La definición de la felicidad es tener un hueso que roer”. Y de tanto roer nieve, durante los cuatro inviernos en que repartió la travesía, le ha salido Blanco (Ediciones Desnivel), un libro que explora la mística del frío, una crónica llena de metáforas sobre la aventura, el viaje, el esfuerzo y el gusto por el sufrimiento; el abismo invocando al abismo.

Tesson –que es premio Goncourt, Médicis y Renaudot, y que ha completado otras aventuras extremas como dar la vuelta al mundo en bicicleta, marchar a pie durante cinco mil kilómetros por el Himalaya y galopar a caballo toda la estepa asiática– partió con su amigo Daniel du Lac, un alpinista pionero en rutas extremas. Iban a desplazar la tríada del pacto de la ciudad ―“confort, docilidad, emoción”― por el pacto de las montañas: “miedo, lucha y alegría”. Pronto aprendió cómo hundirse en el interior de la capucha, sumirse en sí mismo y desafiar al blanco sin dejar de caminar con los esquís. “Ante tanto frío, entre tanta nieve, hay que fijar un punto en el interior de uno mismo. Una palabra, la evocación de un rostro, de un lugar o de una forma. Es el punto en el que se apoyará el espíritu para hacer palanca y arrastrar el cuerpo hacia delante”, explica. Eso hacía él.

El Mont Blanc, un conjunto de cumbres de los Alpes.
El Mont Blanc, un conjunto de cumbres de los Alpes.getty images

Monsieur Teste, alter ego de Paul Valéry, decía: “Odio las cosas extraordinarias, es una necesidad propia de los espíritus débiles”. Cicerón decía: “Llevo todo lo que poseo”. Con una prosa con ribetes poéticos y la impronta del aforismo, Tesson se suma a esa estela de epicúreos y afirma que la ligereza es el primer paso hacia la autonomía, que conduce a la independencia, que es otro nombre de la libertad. Eso siente el escritor parisino entre la nieve: que ordena el silencio, lava la mirada, desagrega el yo y anestesia la angustia. El blanco es totalidad y un inmenso olvido. Es sustancia invariable; allá donde la Historia no deja huella. El blanco, asegura, suprime la ambición y la nostalgia y te concentra exclusivamente en avanzar. Es la patria del sueño muerto.

El sueño. Es curiosa la reflexión de Tesson. “El alpinista –escribe– es un hombre en fuga permanente. Se muere por llegar a la cumbre. Apenas allí, se lanza al descenso. Una vez abajo sueña con volver a subir”. Al caminante de las montañas lo mueve una búsqueda perpetua. La obsesión por continuar. Por eso es una escuela de resistencia. “Ante la inmensidad, la paciencia vence mejor que la fuerza”, considera el autor. Tesson no habla de la vida, aunque lo parece, cuando fija estos cinco consejos: “Ambición modesta, esfuerzo repetido, alegría del logro, triunfo de la obstinación, fraccionamiento del itinerario: es la gloria del movimiento”.

En este vagabundeo por la pureza a la sombra de colosos europeos como el Mont Blanc, el Cervino o los Dolomitas, Sylvain Tesson atraviesa macizos y valles como los Alpes Marítimos, Ubaye, Saboya, Valais, Tesino, Grisons, Tirol, los Alpes Cárnicos o los Alpes Julianos. Va con Daniel Du Lac. Se les suma otro alpinista por el camino, que les acompaña en la travesía y en los refugios, donde el fuego y el té preceden al camastro.

Sylvain Tesson y Alexandre Poussin en el programa de televisión francés 'Montagne', en 1998.
Sylvain Tesson y Alexandre Poussin en el programa de televisión francés 'Montagne', en 1998. Xavier ROSSI (Gamma-Rapho via Getty Images)

Pero no van solo los tres. Les acompañan muchos escritores –casi todos franceses y varones– que dejan su huella en la narración. Proust, Rimbaud, Baudelaire, Sartre, Gide, Claudel, Nietzsche, Byron, Saint-Exupéry, Pascal, Aragon, Mallarmé, Stendhal, Rilke, Gautier, Victor Hugo, Camoës, Cendrars, Chateaubriand. Una legión de alpinistas del pensamiento que, sin crampones ni piolets, sin rápels ni zigzags, le ayudan a responder esas grandes preguntas que despierta el frío: ¿Por qué subir a las montañas? ¿Por qué continuar?

“La voluntad –responde Tesson– es una fiera. Reclama su porción de carne: uno sueña con la próxima partida apenas disfrutado el reposo. Cuando la experiencia empieza a intentar disuadirte de partir de nuevo, es que has envejecido”. Si a alguien no le convence el rugido de esa fiera, Tesson esgrime un último argumento: la recompensa. “Tener calor cuando se ha tenido frío es más regocijante que comer perlas de trufa en un jacuzzi lleno de champán”.

Secuestro de inuits

El frío ya lo exploró el ensayista berlinés Bernd Brunner en su libro Cuando los inviernos eran inviernos (Acantilado). Ahora regresa a las librerías con otra aventura literaria que discurre por los macizos de la historia, la antropología y los estudios culturales: La invención del norte. Historia de un punto cardinal (Acantilado). Un recorrido por la fascinación que la gélida tierra ha despertado en los humanos. Un compendio de momentos estelares relacionados con el norte. Un catálogo de historias que rezuman su helor. Como la del marino inglés Martin Frobisher, quien en 1576 exploró el Paso del Noroeste y apresó a varios inuits. A esas personas, entonces, las llamaban esquimales: es decir, “devoradores de carne cruda”. Aquellas gentes fueron trasladadas a Inglaterra. Exhibidas como trofeos. Obligadas a comer carne cruda en público. Todas murieron por no tolerar el clima inglés ni tener anticuerpos. Trescientos años después, los inuit de Iqaluit todavía hablaban de aquel maldito inglés.

El escritor Bernd Brunner en la Feria del Libro de Fráncfort, en 2019.
El escritor Bernd Brunner en la Feria del Libro de Fráncfort, en 2019. picture alliance via Getty Images

Esa práctica salvaje continuó. En 1878 embarcaron a otros inuits hacia Alemania y los exhibieron como atracción en un zoológico berlinés. En 1896, a tres hombres, dos mujeres y un niño del norte los presentaron en el Museo Americano de Historia Natural de Nueva York. Veinte mil personas los esperaban en el puerto. Las pulmonías que cogieron aquellos inuits no importaban. Solo interesaba lo exótico. Sus esqueletos quedaron en los archivos del museo hasta 1993, cuando fueron devueltos a Groenlandia para enterrarlos con su ritual.

Brunner sostiene que “lo que podría entenderse por ‘el Norte’ ha sido una categoría cambiante y flexible a lo largo de la historia. Un espacio a la vez real e imaginario”. Una construcción mental que empezó cuando, en la antigüedad, el frío norte estaba asociado con un territorio fantasmal, oscuro, ventoso, portador del invierno. Un lugar con gigantes inmortales, monstruos marinos y serpientes de doscientos pies. Era la morada del diablo; el foco de los heraldos del mal.

Esa percepción fue evolucionando con la llegada de viajeros. Emergió lo que no imaginaban: las noches iluminadas en el corto verano, la aurora boreal, la intensa radiación solar, los mosquitos en medio de la tundra, la gente pacífica. Aquello despertó un entusiasmo romántico por el norte: la naturaleza virgen, el mito del buen salvaje, las exploraciones aventureras, los héroes de las sagas islandesas, la celtofilia de los vikingos, el impacto narrativo de los nibelungos, los cuadros de Caspar David Friedrich, llenos de niebla y frío. Un nuevo norte.

Entre las historias que rescata Bernd Brunner destacan dos mujeres. En 1806, Isobel Gunn se disfrazó de hombre y usó nombre de varón para llegar, con una empresa extractiva, al noroeste de Canadá. La descubrieron cuando dio a luz a un niño para sorpresa de (casi) todos. En 1908, Agnes Deans Cameron fue la primera mujer blanca en llegar al Ártico. Recorrió 16.000 kilómetros y escribió un libro. En sus páginas intentó romper los clichés que pesaban sobre unos pueblos “injustamente representados” y una naturaleza que merecía más protección. Unos paisajes llenos del blanco inmenso y el frío extremo. Una tierra con muchos huesos que roer.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites
_

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_