Oliver Stone: cómo un voluntario en la guerra de Vietnam acabó triunfando en el cine
Las memorias del cineasta recorren sus cuarenta primeros años de vida pasando por su adicción a las drogas, su conversión en progresista y su gloria en una misma gala de los Oscar con ‘Salvador’ y ‘Platoon’
Le dijeron que no dirigiría. Pero lo logró, aunque sus dos primeros filmes como realizador fueron un fracaso. Había escrito 20 guiones, estaba endeudado hasta las cejas y a punto de cumplir 40 años, a mediados de los ochenta, se encontraba rodando en México su tercera película, un drama a contracorriente de la industria, cuando empezó a tomar notas de sus experiencias. “En Hollywood no me han apoyado: ni crecen en mí ni piensan que una película sobre un ‘país de mierda’ como El Salvador tenga el menor interés”, escribió entonces. “Se me ha pasado el arroz [...]. Me he buscado demasiados enemigos, he quemado demasiados puentes”, insistía.
Así arrancan las memorias de Oliver Stone, En busca de la luz, escritas durante el confinamiento de la pandemia y que ahora edita en español Libros del Kultrum. Stone (Nueva York, 77 años) asegura que son completas, y que no habrá más volúmenes, pero solo rememora su vida desde que nace, producto de un matrimonio entre un sargento estadounidense del Estado Mayor de 34 años y una joven francesa que no había cumplido los 20, que se habían conocido en París al final de la Segunda Guerra Mundial, hasta su éxito en la noche de los Oscar del 30 de marzo de 1987, cuando coinciden en las nominaciones Salvador y Platoon, ambas escritas y dirigidas por Stone, que llega incluso a competir contra sí mismo en guion original (no ganó en esta categoría, pero sí en mejor dirección y película por Platoon). Es en ese momento de gloria, en el que además empieza a dejar atrás su ideología conservadora para devenir en una de las voces más a la izquierda del Hollywood de finales del siglo XX, cuando acaba su descripción de cómo un soldado voluntario en la guerra de Vietnam, posteriormente taxista nocturno en Nueva York y finalmente guionista adicto a las drogas, llegó a la cima de la industria cinematográfica.
Hoy, Stone es considerado un marginal en Hollywood. “La mía ha sido una carrera con altibajos, pero las películas han sido amortiguadores que me han ayudado a digerir décadas de intensa experiencia americana, algo casi demencial”, apunta. Es un retrato despiadado de la industria del cine, de donde solo hay alguien que sale peor parado: él mismo, por lo que el volumen también habla del “éxito precoz y la arrogancia”.
Stone recuerda el matrimonio de sus padres, una pareja que “si llega a conocerse mejor, nunca se hubiera casado”, el divorcio de estos cuando su hijo único había cumplido los 19 años, y que dejó Yale para tomarse un año sabático y dar clase en Vietnam en una escuela católica. De Asia volvería como marino mercante, y tras fracasar con su primera novela, en abril de 1967 se alistó voluntario en la infantería estadounidense para combatir en la guerra de Vietnam, en la que entró en combate al cumplir los 21 años. Allí estuvo un año, durante el que fue herido y evacuado en dos ocasiones: “Nadie debería presenciar tanta muerte jamás”.
Desquiciado, vuelve a Nueva York. Stone, como poderoso narrador, solo apunta algunos detalles de aquella estancia en la primera parte de su libro, y acelera para describir su primer matrimonio, sus días de taxista nocturno en la Gran Manzana y sus estudios y sus inicios como guionista. A mitad del volumen, dejará caer muchas más historias dolorosas sobre el conflicto asiático, al que ha dedicado lo mejor de su filmografía.
Es también curioso observar que a los 40 años, en su cabeza ya bullen —incluso de algunas existe hasta un borrador de guion— las películas a las que dedicará las dos siguientes décadas de carrera. “Yo era un bicho raro [a su vuelta de la guerra] y me comportaba como si buscara que me mataran”. Con las drogas logra evadirse de su rabia y de la pregunta con la que le atosigan sus amigos sobre Vietnam: “¿por qué demonios fuiste?”. Ese cuestionamiento, esa visión distinta de la que tendrían otros veinteañeros caucásicos hijos de un agente de bolsa republicano [trabajo al que se dedicó su padre en Wall Street con tanto ahínco como fracaso], cimenta sus reflexiones sobre el ser humano.
Al estudiar cine en la Universidad de Nueva York, con un profesor llamado Martin Scorsese, aprendió a canalizar su salvajismo a través de la escritura fílmica. Y descubrió que gracias a su paso por la jungla asiática, donde tenía que estar atento a todo lo que viera y oyera, a todo lo que sintiera para poder sobrevivir, estaba preparado para ser cineasta: “Eres una cámara y con esa cámara tomas el mismo tiempo y espacio, por cotidianos que sean, y los destrozas como si te los estuvieras follando, para penetrar en esa realidad con todos sus sentidos y crear algo nuevo y fresco en una película”.
Scorsese fue el primero que halagó uno de sus cortos universitarios, y curiosamente Stone acabó convertido en un taxi driver nocturno para ganarse la vida y escribir durante el día. Su primer matrimonio también descarriló. Su En busca de la luz avanza en esa línea temporal a la vez que rememora Vietnam: “Yo no era un héroe. Había hecho caso omiso a mi conciencia. No solo yo, sino todo el país. Pero, al menos, si podía contar la verdad de lo que había visto [...] podía referir el vacío de una guerra sin sentido y el desperdicio de vidas”.
Sin embargo, hasta poder hablar de la violencia que le interesaba por amistades cercanas (Salvador) o porque la había provocado o sufrido (Platoon), Stone subió poco por la meritocracia fílmica. Escribiendo De infarto (primer fracaso como director); El expreso de medianoche (que le reportó fama como guionista, aunque también su discurso borracho y drogado en los Globos de Oro le consiguió una legión de enemigos en la industria); La mano (segundo desastre como realizador); Conan, el bárbaro, El precio del poder o Manhattan Sur. No se corta en criticar a los directores de sus libretos, como Brian De Palma, Michael Cimino o Alan Parker, describe a Al Pacino de manera muy agridulce (le fascina su talento, le enerva su egoísmo) y, en cambio, alaba la sagacidad de Arnold Schwarzenegger y el olfato de Tom Cruise (para Stone, Warren Beatty y Cruise hubieran sido perfectos para protagonizar años después Wall Street). Defiende, ante los intentos de Hollywood de aplacarle, su redacción fílmica a machete, descarnada, humanista y veraz. Vota a Ronald Reagan en 1980, siente que “la cocaína le está robando el cerebro”, y acaba dejando las drogas y convirtiéndose en un progresista pertinaz.
La culpa: más allá de sus recuerdos de Vietnam, Stone empieza a descubrir los desmanes de EE UU en el resto de América. Salvador refleja ese compromiso nacido de su amistad con el excéntrico periodista Richard Boyle, que había cubierto el conflicto en ese país centroamericano. Calificar de caótico su rodaje, con la financiación en el aire día a día y James Wood, su protagonista, a la contra del director, es quedarse corto, y tanto en esta filmación como en Platoon, que realiza inmediatamente a continuación, Stone tiene miedo de volverse loco como Francis Ford Coppola en Apocalypse Now. Al final, ambas arrasaron en taquilla y encontraron su hueco en la noche de los Oscar con la que acaba el libro: “Treinta años después, miro hacia atrás y me doy cuenta de que no tenía ni idea de la tormenta que se avecinaba”.
Babelia
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