Es imprescindible que Billy Elliot pueda bailar
Si vemos las cosas desde abajo, decir que el límite entre alta y baja cultura se ha borrado es un insulto. Arriba se usa la cultura popular ; abajo no se tiene dinero, ganas ni tiempo
Cuando hablamos de la disolución del límite entre alta y baja cultura, siempre lo hacemos desde arriba. La aristocracia se hace gente y se vuelve campechana, “normal”, cuando asiste al concierto de un rapero o participa en fiestas populares y se pringa de grasa de chorizo el blazer. Las clases altas no le dicen que no al punk e incluso se desmarcan de los palcos de la ópera con gesto de infinita pereza. Aprecian la rebeldía de los géneros musicales que provienen de abajo, y la hacen suya. El flamenco de las minas o de los campos: el señorito da de beber y paga. Disfruta con ese dolor o con una alegría -tacatá- magnificada para conseguir dinero. Lo contó Caballero Bonald en Dos días de septiembre. Las multinacionales fagocitan y homogeneizan los géneros populares gracias al autotune y al lavado de imagen. Al limado de la aspereza. Blues. Soul. Reguetón. En el barrio de Salamanca no escuchan solo Stravinski. Pueden elegir. Lo mismo que eligen entre colegio público o colegio de infancia políglota y emprendedora. Un escritor, bibliófilo y con chalé, puede disfrutar de la lectura de la Biblia políglota complutense o de Mortadelo y Filemón -Ibáñez merece que el cielo exista-.
Pero hay quien no elige casi nada. Miramos desde abajo y vemos que la clase obrera no puede disfrutar de un palco en el Liceu, una carrera como violonchelista -¿se han parado a pensar lo que cuesta un instrumento, clases al nivel que requieren interpretes virtuosas?-, la música antigua, los poemas del Mester de Clerecía, la danza contemporánea, el cine japonés o los Diálogos de Paul Valéry que acaba de publicar la editorial Antonio Machado. El dinero es un problema, pero también lo es el tiempo. La falta de estímulos. El cansancio. El escritor Joan Benesiu me cuenta que, cuando pregunta a sus estudiantes cómo están, responden: “Estic cansat”. A las ocho. A las diez. A las tres. En septiembre, enero, abril. “Estic cansat”. Los indicadores de la OCDE – educación, vivienda, satisfacción ante la vida…- relativos a nuestra juventud están por debajo de los de la mayoría de los países miembros. Si vemos las cosas desde abajo, decir que el límite entre alta y baja cultura se ha borrado es un insulto. No es verdad. Arriba se usa la cultura popular – o baja a mucha honra- disfrazando unas ventajas que, a veces, culturalmente, ni aprovechan -un beso, Froilán-; abajo no se tiene dinero, ganas ni tiempo. Cuando se tienen muchas ganas, se realizan esfuerzos heroicos que a menudo no son apoyados por las instituciones: ciertos clubes de lectura son un ejemplo… Otras veces, la cultura -la educación al fin- se utiliza conscientemente como pieza del ascensor social y arma de desclasamiento positivo: niños y niñas dejan de ser carne de cañón gracias al trap, pero también a la posibilidad de interpretar el concierto para violín, cello y piano, en C Mayor, Op. 56 de Beethoven. La cultura no es ornamental ni solo excusa para fomentar el turismo -un beso, concejalías de VOX-; los estados democráticos harían bien en no caer en actitudes demagógicas: hay una parte espontánea en el disfrute de las obras que metemos en el saco de la alta cultura, pero hay otra que requiere educación. Incluso a veces aplicamos esa educación para profundizar en la cultura pop. A través de esa combinación de placer e inteligencia se fomentan habilidades necesarias para el desarrollo del sentido crítico. Es imprescindible que Billie Elliot pueda bailar. Luego podemos discutir sobre el clasismo de la denominación alta/baja cultura. Pero existir, existe. Como las meigas y quienes manejan algoritmos y multinacionales.
Babelia
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