Moriremos infartadas como la niña de ‘Poltergeist’
Los acontecimientos nos hicieron y nos hacen dudar de las emisiones televisivas. Teníamos razón, sobre todo ahora que La 1 se va pareciendo cada día más a Telecinco
¿Recuerdan aquella película ochentera que consiguió ponernos los pelos de punta a una generación de adolescentes? Entonces, Iker Jiménez llevaría pantalones cortos y aún no habría comenzado a darle argumentos a la posverdad, la perversidad oriental en la guerra química, las psicofonías y las conspiraciones planetarias, porque Jiménez es un guionista de ficciones cómicas estupendo, podría haber sido un digno seguidor del Welles radiofónico ―aunque eso lo hizo mucho mejor Évole cuando nos contó que el tejerazo había sido una película de Garci―, pero Jiménez como divulgador científico o cabeza de informativos resulta un poquitín sectario… Además, para el misterio transgresor, incómodo y oscuro, crecimos con el doctor Jiménez del Oso.
En aquella época, yo ya tenía los pelos electrizados: había visto El exorcista (William Friedkin, 1973) a destiempo, con esa precocidad que hace que las cosas den verdadero pavor porque aún no sabes en qué consiste la habilidad de la ventrílocua o el truco de Mandrake, pero el caso es que me aterrorizaba con solo intuir la musiquita de la banda sonora: veía a aquella niña bajando las escaleras como un artrópodo; su vómito verde. Sin embargo, en los ochenta, Poltergeist (Tobe Hooper, 1982) nos enseñó una palabra nueva, activó la consigna siniestra de que lo familiar se hace extraño ―¡la vivienda unifamiliar!― y nos obligó a mirarnos al espejo con prevención por si la cara se nos descomponía como carne putrefacta de filete. Se nos encogió el estómago al recibir la noticia de que había muerto en extrañas circunstancias Heather O’Rourke, la niña abducida por el televisor, confinada dentro del aparato, como los enanitos que trabajan en los cajeros automáticos y pronto serán despedidos igual que actores y actrices, reducidos a deepfake, y guionistas que no harán falta porque la IA habrá entendido la expresión “a la manera de”...
Estos acontecimientos nos hicieron y nos hacen desconfiar de las emisiones televisivas. Teníamos razón, sobre todo ahora que la TVE pública se va pareciendo cada día más a Telecinco ―realities en territorios hostiles, programas del corazón encubiertos por una textura documental―, Telecinco se parece cada día más a Antena 3 y, en los espacios de la intimidad, se producen fenómenos extraños: no me refiero solamente a que las mujeres, con educación analógica, como señalaba Carmen Posadas en un reciente artículo, ya no sepamos utilizar la grifería inteligente de los mejores hoteles y podamos morir de frío, de calor, de un chorro inesperado que apunta al hígado y lo destroza desde fuera, me refiero a algo más inquietante. Les cuento.
En los ochenta, Poltergeist nos enseñó una palabra nueva, activó la consigna siniestra de que lo familiar se hace extraño, ¡la vivienda unifamiliar!”.
El otro día estaba yo desayunando tranquilamente mi kiwi y mi pan tostado ―del radicalismo de la moderación alimentaria tan en sintonía ideológica con el extremocentrismo, y de su condición de falsos oxímoros hablaremos otro día― cuando, de pronto, mi televisión comenzó por su cuenta su proceso de encendido. Es una televisión pequeñita, pero inteligente, que se conecta con una lentitud que provoca mi simpatía, pero que a veces me impacienta. En la pantalla aparecieron: la marca del electrodoméstico, el logo de Android y luego un círculo rojo pensante que abrió, ante mi perplejidad, la página de… ¡Netflix! Yo no soy de Netflix, pero desde la pantalla me sugerían que apretase un botón lleno de ventajas. La tele se había encendido sola. Pronto saldrá de la pantalla un holograma que cogerá mi mano y me hará atravesar el espejo y yo me moriré infartada como la niña de Poltergeist. La tecnología es nuestra amiga y los electrodomésticos también, pero no sé si podemos convivir con estos cuidados, vigilancias, estos cada vez más intrusivos consejos publicitarios.
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