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Columna
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'Dos días de setiembre'

Hace unos días tuve la suerte de asistir, en uno de los edificios mejor rehabilitados de todo Madrid, las Escuelas Pías (cuya visita tanto a la biblioteca como a la cafetería recomiendo vivamente), situado en los alrededores de la plaza de Lavapiés, a una charla en torno a la espléndida novela de José Manuel Caballero Bonald, Dos días de setiembre, reeditada recientemente por la editorial Castalia. Fue su primera novela, esa primera obra que dispara la vida del escritor hacia un territorio aún por imaginar y por recorrer. La primera novela, aunque sea la que vaya a definir a un autor a lo largo de su vida y aunque vaya a ser su mejor novela, al principio sólo es una promesa de que escrita una se puede ser capaz de escribir otras, que en el fondo es de lo que se trata, de "vivir para contarlo", según el título de una de las antologías poéticas de Caballero Bonald. La primera novela también es tranquilizadora porque aún se dispone de toda una vida para corregir lo que no se ha hecho bien, para mejorar y para ponerse a prueba. De hecho, escribir es ponerse a prueba una y otra vez ante uno mismo y ante los demás, y no valen las quejas si el mundo te trata injustamente porque al escritor, al menos en su primera novela, nadie le pide que escriba, al menos en este país que nunca le ha dado mucha importancia a esta actividad y donde los escritores no inspiran demasiado respeto. ¿Respeto? ¿Encima de que escriben hay que tenerles respeto?

La primera novela es tranquilizadora, se dispone de una vida para corregir lo que no se ha hecho bien

Pero, bueno, lo que importan son las novelas contra las que nadie puede nada, aquellas que acaban conquistando el paso del tiempo y el paso de las generaciones de lectores, y ha habido primeras novelas gloriosas como Nada, de Carmen Laforet, de una madurez literaria increíble. Y como Dos días de setiembre, de Caballero Bonald, que entró por la puerta grande de la literatura con valentía y lucidez pasmosa hablando de la realidad con un lenguaje que le arrancaba todas sus sensaciones y matices, todos los detalles que instalan a sus personajes bajo un cielo verdadero, envolviéndolos en el calor y la luz andaluces de septiembre, pero también mirando cara a cara unos problemas sociales y una "costumbre de vivir", que en su momento levantó ampollas. Porque precisamente por no nombrar a Jerez en la novela, Jerez acaba convertido en espacio mítico, un espacio tanto en la mente del escritor como en la de todos los que logramos archivarlo como un recuerdo propio. Su Jerez. Allí se encuentra la Fundación Caballero Bonald, entre libros y viñedos extensos y limpios, luminosos como su propia escritura.

Aunque esta novela la escribió en 1960 salió a la luz en 1962, un año emblemático para las letras españolas que, con la publicación de Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos, trazó una línea en los libros de texto de renovación y audacia a la hora de abordar nuestra realidad. Así que con un comienzo de este calibre no es de extrañar lo que vino después: Ágata ojo de gato, Toda la noche oyeron pasar pájaros, En la casa del padre, Campo de Agramante. Sus libros de memorias: Tiempo de guerras perdidas y La costumbre de vivir. Pero antes que la novela fue la poesía, y eso se nota en su prosa, en las imágenes, en la facilidad con la que atrapa lo que pasa para no volver más. Cuando empezó con la novela él ya tenía un lazo bien preparado para cazar el tiempo, las miradas y esas palabras que se lleva el viento. El libro de Las adivinaciones es muy temprano, de 1952, al que han seguido 10 más, entre ellos: Memorias de poco tiempo, Las horas muertas, Descrédito del héroe, Diario de Argónida o Manual de infractores.

Esa noche en las Escuelas Pías una cierta alegría flotaba en el ambiente porque hay personas con las que gusta estar, que tienen un magnetismo especial como José Manuel Caballero Bonald y su esposa, Pepa Ramis, que ha tenido que sobrellevar toda su vida unos ojos verdes rasgados impresionantes.

Abro al azar y leo: "Joaquín estaba pálido. Se sentó en una silla del fondo, al lado del ventanuco. La anea de la silla se había desprendido por abajo, y Joaquín arrancó un podrido y deshilachado cordón. Se lo metió en la boca y se quedó mirando una mancha que había en la pared, a la altura de sus ojos. Debía de ser una mancha reciente porque, según la miraba, parecía como si le desprendiera un hilillo de humedad hacia abajo. La anea empezó a saberle agria y se le formaba en la boca como una pelota de saliva. Empezó a sentir vértigo y dejó caer la silla para atrás, hasta apoyarla contra el saledizo del ventanuco. Le costaba trabajo pensar en lo que iba a hacer".

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