Inesperado encuentro con una sirena en la gran fiesta del verano en Formentera
La isla balear sigue su disparatada espiral de aumento de precios y parece que bajan los visitantes, pero mantiene intacta su belleza y su magia
“Oui je l’aime encore / Te quiero / Ja n’áurais pas l’choix, non/ jusqu’à la mort / Te quiero”. Baila la gente desenfrenadamente el tema de Stromae (Te quiero) por todas partes, en la terraza de la casa, en los escalones labrados en la tierra compactada del barranco, abajo en la playa. La luna llena brilla como un faro fijo en el cielo y el mar se tiñe de plata fulgurante. La multitud sobre la arena es una masa en movimiento de figuras oscuras con rostros de azogue como máscaras. Algunos van sin camisa; una chica se quita la falda y se mete en el agua, la siguen otras. Unas luces de colores móviles iluminan el acantilado en el lugar donde se ha instalado el dj con su equipo entre las plantas. La alta inflorescencia de un agave al final de su ciclo vital apunta al cielo de la cálida noche como un dedo lúbrico. Ha corrido la voz y todo el que es alguien en Formentera parece encontrarse en la fiesta, y muchos más (yo mismo, sin ir más lejos).
Saludo a Vincent, el belga arraigado en la isla y que con su altura, su extravagante glamour y su bronceado de combustión destaca entre la muchedumbre como Satán en un aquelarre. Viste un ajado mono kaki de piloto, se toca con una gruesa gorra negra de lana y, tras reñirme cariñosamente por darle popularidad (“quiero pasar desapercibido”) y recordarme sus cuentas de Facebook e Instagram, me habla de sus actividades náuticas: sigue con su pequeña flota de patines de alquiler (con el suyo particular ha salvado ya a cuatro náufragos), ha sido la Fuerza Naval de El Beso, parece que Armani le va a patrocinar las velas, que portarán el anagrama de la firma, y se ha comprado un barco con el que sopesa dar la vuelta al mundo. “Tal y como están los precios aquí será lo mejor”, le comento alzando la voz entre el fragor de la música y las conversaciones, mientras me roza bailando una joven vestida con un ajustado traje corto de lamé dorado que parece hecho de escamas y no deja nada a la imaginación.
Lo de lo caro que está todo en la isla sigue siendo el tema principal en Formentera. Y la constatación de que esto tiene que acabar petando. Jorge y Marta, que hace 30 años que vienen de vacaciones y él hasta se acuerda de La joven Dolores, el Arlequín Rojo y el Nixe, y ha sobrevivido a todos, me comentaron que el otro día les cobraron cinco euros por un botellín de agua. Yo pagué 4,5 por una lata de Fanta de naranja (sí, ya sé que no es muy estiloso) en el 10,7 Beach, donde nos cobraron unos nachos como si fueran caviar beluga; eso sí, la puesta de sol, gratis. Los datos (véase el Diario de Ibiza del miércoles) señalan que la ocupación de apartamentos turísticos ha caído 10 puntos en Formentera. La única ventaja es que a lo mejor aquí gastas tanto que ya no puedes volver a casa. Porque, pese a todo, esto sigue siendo el paraíso, sobre todo en la República de Migjorn.
“Calculo que hay un 30% menos de gente”, me dice en la fiesta Carles Abellán, que sin embargo está muy contento de cómo va el restaurante que tiene en Sant Ferran con su mujer, Natalia Juan, Casanatalia, y lo bien que tira su bar musical/coctelería en los bajos del mismo local, Charly’s —como mi gato, que este año debía viajar como un señor en Camarote Pet en un ferri GNV pero perdimos el barco (gran forma de empezar las vacaciones) y ha vuelto a ir de polizón a lo Jack/ Di Caprio en el Titanic—. En Charly’s, por cierto, actúa Jadel, el de Tu cara me suena, que está también en la fiesta y parece un tipo tímido, hasta que lo ves en el escenario. Carles, que la primera vez que vino a Formentera fue por culpa nuestra, se ha enamorado tanto de la isla que pasa desde mayo aquí y literalmente transpira endomorfinas formentereñas. Se ha hecho una pequeña piscina en su casa y asegura que sube a menudo a la Mola en bici, incluso campo a través, el tío.
La alocada dinámica de la fiesta, con sus sístoles y diástoles, nos separa y de repente estoy en precario equilibrio en la escalera de tierra, sumergido en la gozosa confusión de cuerpos que suben y bajan, en una versión lúdica de los ataques al faro de las criaturas de La piel fría. Llego hasta la terraza y el porche de la casa, probablemente la más bonita, en su discreción, ubicación maravillosa y autenticidad, de toda la isla. Tiene cerca de un siglo ya y su actual propietario es JB, un maduro, prestigioso y muy vivido psiquiatra parisino que la conserva con la inteligencia y el buen gusto de quien sabe apreciar las cosas buenas y no cambiarlas demasiado. Su convocatoria abierta ha reunido a lo más variado de la isla en un batiburrillo tan disparatado como excitante. Entro en la casa chocando con otras personas y me doy de bruces, inesperadamente, con La Sirena.
Hasta la fiesta de Jean Bernard —con un aire del Conchis de El Mago de John Fowles—, este verano en Formentera se desarrollaba con la tranquilidad habitual, envuelta en arena y agua. Con el único sobresalto de la llegada a Es Arenals de una patera con senegaleses que, recibidos por un hamaquero que se hizo un selfi con ellos, preguntaron asombrados si habían arribado a España, pues Casa Pachá (desde donde les asistieron) les debía de parecer como al náufrago Ulises la corte de los feacios si no los Campos Elíseos o las Islas de los Bienaventurados.
He pasado los habituales buenos ratos en la librería Tur de Sant Francesc (tiene aire acondicionado) con Joan y Carmen (y Dolça), hablando de libros, de pelis, de la etimología de “born”, medusa, y de la isla y la vida, y revolviendo en su amplia oferta —me he comprado Nacida para volar, aves de Eivissa y Formentera, de Cristina Amador y Oliver Martínez (Balafia Postals, 2023), salen los chorlitejos, los alcaudones y los alcaravanes, sabel.lí aquí, de Evelio P., al que lloran por las noches porque no viene—. He conversado con Isabel y Mariano, que me han recordado que ellos abrieron y bautizaron a principios de los ochenta el restaurante Sol y Luna, que va a llevar la próxima temporada su hijo Martí, y con la amplia familia del Pelayo (que tiene nuevo cartel, una de sus famosas paellas gigantes pintada de azul y con motivos playeros por el artista Gabriel, que por cierto se cayó una vez del patín de Vincent y fue salvado in extremis). Y también con Andrés y su célebre guacamaya Lola (que tiene un extenso vocabulario de 50 palabras), a la que él continúa llevando en el hombro como un Long John Silver, componiendo una de las más evocadoras imágenes de Migjorn. El otro día me regaló unas plumas preciosas, amarillas y azules como el mar, de la muda de Lola, que guardo como si procedieran del mismísimo cofre de Billy Bones.
Me he encontrado asimismo saliendo de su pizzería en San Francesc, Sa Pizza, a Ernest, el buceador al que le atravesó el muslo un pez espada. Iba con prisa, “aunque esto está más tranquilo”, y apenas tuvimos tiempo de saludarnos y comentar el auge de tiburones. “Se han visto tiburones blancos en Sicilia, y lo del tiburón tigre que mató a un turista ruso en el mar Rojo, en Hurghada, es terrible, yo había trabajado mucho allí y nunca había pasado algo como eso”, me dijo; aunque cree que los muchos avistamientos populares de esta temporada se deben sobre todo a la proliferación de móviles en las playas. Antes de despedirnos le comenté que en Ibiza proyectaron el sábado, con coloquio de expertos, Dolphin man, el algo hagiográfico pero tan interesante documental sobre Jacques Mayol, el hombre delfín, el campeón de apnea al que dedicó Besson su inolvidable filme El Gran Azul. Por un momento oteé en los ojos de Ernest la llamada glauca de las profundidades, y entonces se marchó.
Como cada verano, me he citado con las sirenas en la isla. Trayendo lectura sobre ellas, pero siempre, los libros, como una forma de evocarlas y tratar de materializarlas en este paisaje que conserva tanto de mágico. Me he traído, disparando por elevación The Penguin Book of Mermaids, la completísima antología de sirenas de Penguin (2019), editada por Cristina Bacchilega y Marie Alohani Brown. Ahí he descubierto, entre otras cosas, un cuento precioso de Oscar Wilde que desconocía y que es como el reverso de La sirenita, de Andersen (1831), El pescador y su alma (publicada en 1891 en la colección de fairy tales A house of pomegranates). Es una historia preciosa y triste, llena de asombro, maravilla y su punto de estremecimiento —tiene cosas de El hombre que vendió su sombra, de Adelbert von Chamisso (naturalista en la expedición del Rurik), que tanto me asustó de niño, y de El diablo en la botella, de Stevenson—. En el cuento, un joven pescador atrapa en sus redes a una sirena a la que le hace prometer que si la suelta acudirá cada día a cantar para él, inicialmente con la práctica idea de que así le facilitará la pesca, atraída por la voz preternatural de la criatura. El chico acaba enamorándose de la sirena (no somos de piedra), lo que le acarreará los lógicos problemas, entre ellos (voilà Hans Christian) tener que pactar con una bruja y el diablo para librarse de su alma y condición humana, que le impiden consumar la relación con la chica marina.
La sirena, “a little mermaid”, está descrita como un ser fascinante, de una belleza y un erotismo sublimes: “Su pelo parecía vellón húmedo de oro, cada cabello separado como una hebra de oro fino en una copa de cristal. Su cuerpo era de marfil blanco, y su cola de plata y perla. Plata y perla era su cola, y las verdes plantas del mar se enredaban en ella; y como conchas marinas eran sus orejas, y sus labios como coral. Las frías olas se estrellaban sobre sus fríos senos”.
Fue leer el relato y empezar a avizorar sirenas en las playas. Cinco chicas italianas se instalaron cerca de donde yo había montado mi campamento con la sombrilla, la toalla, la máscara de bucear, la silla, las palas y una pila de libros, y tras untarse de protección unas a otras se lanzaron entre las olas componiendo una estampa de núbil desnudez idéntica a The sea maidens, la pintura de Evelyn de Morgan (1855-1919), simbolista y compañera de viaje de los prerrafaelitas, en la que algunos han querido ver a las hermanas de la sirenita de Andersen. Esa misma noche, tras cenar en el Vogamarí, me senté a ver el mar en la playa y entonces aparecieron cuatro mujeres jóvenes que se quitaron la ropa y se metieron en el agua. Se quedaron cerca de la orilla hablando entre ellas con los cuerpos bañados por la luz de la luna, ignorando mi presencia. La imagen, con una atmósfera feérica de Waterhouse, tenía un extraño erotismo teñido de una esencia sobrenatural. No parecían seres reales. Hubo un momento en que me miraron y se rieron entre ellas y se me erizó el pelo de la nuca como si estuviera contemplando el peligroso baño de Diana o a las hijas de Drácula del filme de Coppola.
Y fue poco después cuando se celebró la fiesta en la casa del acantilado, nuestra villa Bourani formentereña, y la marea de la gente me arrastró hasta el rincón donde estaba La Sirena. Era una pintura que cubría toda la pared y en la que estaban representados de manera hechizadora y deliciosamente naíf un marinero estilo Le Male de Gaultier y una joven, en un ambiente tropical nocturno, con palmeras al borde del mar, la luna en medio del cielo y rielando en las aguas. Él está cantando y tocando la guitarra y ella deshoja una flor. La joven, de largos cabellos, está desnuda de cintura para arriba, muestra de perfil un pecho desnudo y viste una falda vegetal de tipo polinesio. Pero lo más impactante de la escena es que están sentados ambos en una hamaca de redecilla de forma que ella parece que tenga la parte inferior del cuerpo cubierta de escamas: efectivamente, una sirena.
La pintura esta bordeada por inscripciones; apenas pude retener una, en la parte superior, entre extraños tentáculos, “mon amor tes pieds foulent le monde des ténebres”: (“mi amor, tus pies pisotean el mundo de las tinieblas”). Me quedé obnubilado mirando mientras volvían a pinchar Stromae y recordaba el triste final del cuento de Oscar Wilde: el joven pescador que ha renunciado a su alma por la sirena, abrazando el cuerpo muerto de ella sobre la arena, besando el rojo frío de su boca, acariciando el ámbar mojado de su cabello, saboreando la miel salada de su cuerpo (Oscar dixit), hasta que una ola oscura los cubre a los dos. “Oui je l’aime encore/ Te quiero/ Ja n’áurais pas l’choix, non/ jusqu’à la mort/ Te quiero”.
La marea de la fiesta que me había traído me alejó de nuevo como una resaca (y con reseca). De repente ya estaba otra vez en la playa, donde el baile y los chapuzones se habían generalizado, en una efusión de sirenas, tritones y otras criaturas.
Dicen que cada luna llena de verano regresa la fiesta a la casa del acantilado. Me lo apunto. La próxima vez volveré hasta la sirena de la pintura y ya no me marcharé hasta que me haya revelado todos sus secretos.
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