El mundo cultural da la batalla en la Turquía de Erdogan
La inauguración de Istanbul Modern, el mayor centro de arte contemporáneo del país, refleja las dificultades del sector ante el recorte de libertades del presidente turco
De lejos, el edificio parece un almacén portuario, un cubo de aluminio reflectante a orillas del Bósforo. Istanbul Modern, el reavivado museo de arte moderno y contemporáneo de la ciudad turca, acaba de abrir sus puertas, después de cinco años de obras y 35 millones de euros invertidos, en un nuevo edificio de Renzo Piano, responsable del Centro Pompidou de París, del Whitney de Nueva York, del Centro Botín de Santander y de otros 30 museos en todo el mundo. Pese a su larga trayectoria, el encargo le supuso un reto. “¿Cómo podía construir un edificio que no traicionase la humildad de su entorno?”, se pregunta el arquitecto italiano de 85 años, sentado en la biblioteca del museo. Su respuesta fue hacer un guiño al antiguo depósito que le sirvió de sede durante años, derribado para ceder el espacio a su edificio, para el que usó materiales industriales al servicio de una arquitectura que parece sólida y diáfana a la vez, llena de poesía pero ajena a toda ostentación.
El edificio cuenta con cinco plantas de un total de 10.000 metros cuadrados, presididas por una terraza con una piscina reflectante que las gaviotas ya han elegido como hogar. Desde la azotea, el visitante logra observar las distintas almas de la ciudad. A la derecha, la mezquita de Santa Sofía, reconvertida en templo islámico en 2020 por voluntad expresa del presidente Recep Tayyip Erdogan. A la izquierda, la torre de Gálata, construida en el siglo XIV, durante el periodo en que Constantinopla fue colonia genovesa —la ciudad de origen de Piano— y actual centro neurálgico del barrio europeo y cosmopolita de Beyoglu. A lo lejos, la orilla asiática de la ciudad, que se diría que vive a otro ritmo. Y, a los pies del edificio, Karaköy, antigua dársena que concentra hoteles de lujo, una terminal para cruceros y un centro comercial al aire libre que parece salido de algún emirato.
En el interior, una nueva obra de Olafur Eliasson cuelga de la escalera central, antes de dar paso a obras de artistas internacionales como Anselm Kiefer, Michelangelo Pistoletto, Gilbert & George o la turca Fahrelnissa Zeid, figura de la abstracción y rostro visible de las vanguardias de los cuarenta en Estambul, que es celebrada hoy por los mayores museos europeos, de la Tate Modern al Pompidou. O bien las fotografías de Nuri Bilge Ceylan, el director turco que presenta todas sus películas en Cannes, que recorre Anatolia retratando vidas modestas, como si emulara las enseñanzas de Kemal Atatürk, el fundador de Turquía hace un siglo (el centenario se celebra en octubre), que creía que la nueva república secular no podía limitarse a encontrar su identidad entre las élites de Ankara y Estambul.
Este museo privado ha sido financiado por la familia Eczacibasi, dueños del conglomerado farmacéutico y de la construcción del mismo nombre, que figura entre los grandes mecenas del arte contemporáneo en Turquía desde que, en 1987, impulsó la prestigiosa bienal de artes visuales de la ciudad, un contrapoder discreto pero eficaz a la deriva tradicionalista de la cultura turca en estos últimos años.
“La política cultural del Gobierno no pasa por el apoyo al arte. Prefieren producir series que glorifican el pasado otomano o impulsar museos de historia para las masas”, denuncia la artista Asli Cavusoglu
En cambio, el nuevo museo desprende cierta timidez al abordar los asuntos sociales y políticos, reflejo del nuevo clima instaurado en la última década por Erdogan, que limita la libertad de expresión y castiga la disidencia con dureza. La historia del arte turco desde 1945 que relata el museo es apasionante, pero tiende a resguardarse en un apolitismo deplorable, aunque también comprensible. Aun así, hay algún guiño a los temas espinosos: los vídeos feministas de Nil Yalter, nunca sumisa frente a los conservadores; los cuadros de Gülsün Karamustafa, que retrató a las prostitutas desaparecidas en los burdeles de Estambul, o una obra de Erol Akyavas teñida de rojo, que hace alusión al golpe militar de 1980 y a la purga ideológica que vino después (y que puede recordar a otras más recientes). El propio Piano no tiene problemas en definir su museo como “un lugar político”. “La palabra viene del griego polis, ciudad. Como los otros museos que he proyectado, está pensado para la comunidad. Intenta convertir Estambul en un lugar mejor, es un espacio de resistencia”, asegura el arquitecto.
Todo el mundo sabe que plantar cara al poder puede salir caro. El centro cultural ArtIstanbul Feshane, recién inaugurado bajo el Puente del Cuerno de Oro, que une las dos orillas del hemisferio europeo de la ciudad, tuvo que cerrar durante unos días ante las protestas de un grupo de manifestantes que lo acusaba de exponer “propaganda LGTB”. No por casualidad, la restauración de su sede había sido financiada por el Ayuntamiento de Estambul, que lidera el demócrata Ekrem Imamoglu, uno de los principales opositores a Erdogan. Poco antes, medios afines al presidente turco habían denunciado que el centro exponía obras que contenían desnudos y apoyaban las protestas contra el Gobierno en 2013, que terminaron con la detención de decenas de personalidades del mundo cultural. El filántropo Osman Kavala, fundador del instituto cultural Anadolu Kültür, se enfrenta a la cadena perpetua por financiar, según sus acusadores, un intento de derribar al Gobierno. La arquitecta Mücella Yapici y los cineastas Mine Ozerden y Cigdem Mater siguen en la cárcel, mientras que varios escritores y periodistas tuvieron que escoger el exilio.
En un giro inesperado, el propio Erdogan inauguró Istanbul Modern en mayo, a solo una semana de su victoria electoral, tal vez consciente de la importancia del museo para atraer a un visitante seducido por la oferta cultural de la ciudad y alterar así el perfil de Estambul como meca del llamado turismo médico —los implantes capilares abundan en el avión de vuelta, la cirugía estética per cápita parece más elevada que en cualquier otra ciudad europea—. Pese a la moderación de la propuesta inaugural, el mundo del arte turco considera que este museo servirá de escudo. “La política cultural del Gobierno no pasa por el apoyo al arte contemporáneo. Prefieren producir series de televisión que glorifican el pasado otomano o impulsar museos de historia para las masas”, denuncia por correo electrónico la artista Asli Cavusoglu, nombre pujante del arte turco.
Se refiere, por ejemplo, a Kurulus: Osman, un Juego de tronos sobre el fundador del Imperio Otomano, o a nuevos centros como el Museo de las Civilizaciones Islámicas, que se inauguró en 2022 con 800 obras del siglo VII al XIX, incluidas algunas atribuidas a Mahoma. “En ese sentido, la colección de Istanbul Modern es importante: destaca la relevancia del arte moderno y contemporáneo, que brilla por su ausencia en la agenda del Gobierno turco”, apunta Cavusoglu. El sector cultural piensa dar la batalla pese a saber a lo que se expone, como demuestra la vitalidad de otros centros como Depo Istanbul o Arter, que aspiran a ofrecer espacios de libertad artística en una ciudad de 15 millones de habitantes. Istanbul Modern se suma ahora a ese paisaje con la voluntad de adoptar un papel de intermediario para favorecer el diálogo y el intercambio creativo, insistían sus responsables en la inauguración. El tiempo dirá si es una realidad o una utopía.
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