Simon McBurney regala en Aix-en-Provence un ‘Wozzeck’ para la historia
La perfección en ópera sí existe, aunque raras veces se disfrute, y así acaba de demostrarlo el gran director británico con una puesta en escena virtualmente perfecta de la desasosegante obra maestra de Alban Berg
Aix-en-Provence ajusta finalmente cuentas con la pandemia: dos grandes títulos programados en principio para la edición cancelada de 2020, Wozzeck y Così fan tutte, y que aún no habían podido reubicarse (sí se recuperó Innocence, de Kaija Saariaho, por ejemplo, en la edición de 2021), suben este verano a escena en dos producciones antitéticas: genial la primera y deplorable la segunda.
Guerra, un asesinato machista, graves trastornos mentales, la explotación sistemática del más débil, un mundo militarizado y controlado por hombres, niños huérfanos como víctimas últimas de la barbarie humana: todo ello asoma en Wozzeck, una ópera que Alban Berg decidió componer cuando vio representada la obra teatral de Georg Büchner poco antes de comenzar la Primera Guerra Mundial (en mayo de 1914 en la Residenzbühne de Viena). Obligado a alistarse y trabajar, uniformado, en una oficina del ejército, Berg hubo de pasar por su propia y terrible experiencia militar, con comidas “abominables”, obligaciones “absurdas” y letrinas “repugnantes”. Hospitalizado en noviembre en 1915, pocos meses después de alistarse, estuvo destinado desde febrero de 1916 en una oficina: “Dos años y medio, servicio diario desde las 8 de la mañana hasta las 6/7 de la tarde bajo las órdenes de un superior terrible (¡un idiota borracho!). Humillado durante estos años de sufrimiento como un oficial de bajo rango, sin componer una sola nota”. Su superior era, asimismo, un Hauptmann, un capitán. Y, asmático como era, al igual que su futuro y desdichado Wozzeck, también hubo de vérselas con un “médico militar inhumano”. En otra carta escrita cerca del final de la Gran Guerra (7 de agosto de 1918), le confesó a su mujer, Helene: “Hay un poco de mí en su carácter [Wozzeck], ya que he pasado estos años de la guerra dependiendo de gente que detesto, he estado encadenado, enfermo, cautivo, resignado: en una palabra, humillado”.
Aptitudes, biografía y enseñanzas confluyeron, por tanto, en una ópera que habría de marcar un antes y un después en la historia del género: bebía de todo su pasado y presagiaba gran parte de su futuro. Simon McBurney, que ya había cosechado dos enormes y merecidísimos éxitos en el Festival de Aix-en-Provence (La flauta mágica de Mozart y The rake’s progress de Stravinsky), ha vuelto a demostrar, con un título muy diferente, que su talento no sabe de géneros ni de épocas. Aunque se trata de un espectáculo de concepción y ejecución complejísimas, todo avanza con una engañosamente sencilla inevitabilidad. Su escenografía está dominada por tres paredes oscuras surcadasincom regularmente de pequeños orificios rectangulares que pueden estar abiertos o cerrados, tres círculos concéntricos giratorios (conjunta o independientemente) en el suelo y, para delimitar simbólicamente espacios, una simple puerta de madera provista de una pequeña cámara en lo alto que graba a los personajes y ofrece vídeos en tiempo real que en varias ocasiones devienen en fotos fijas, imágenes congeladas en blanco y negro de rostros que han atravesado o se han acercado a una puerta que muda constantemente su posición, pero que siempre se encuentra en el lugar justo, ya sea movida imperceptiblemente por personas o desplazada por uno de esos círculos giratorios. Este espacio cerrado, amplio pero claustrofóbico, en el que las transiciones escenográficas entre las diferentes escenas se llevan a cabo con un virtuosismo en ocasiones incomprensible, con una suerte de extraña precisión poética, parece una metáfora de la mente torturada del protagonista, un “pobre diablo” (como se autocalifica él mismo) al tiempo que un iluminado capaz de decir frases, en su escena con Marie del segundo acto, como: “El ser humano es un abismo y uno siente vértigo al mirar hacia abajo”.
Al igual que el propio Berg, Wozzeck, vejado y utilizado sin escrúpulos por sus superiores, es un blanco fácil de escarnio y desprecio. McBurney lo presenta en escena en todo momento, y no solo en aquellas escenas en las que interviene. Cuando no lo hace, lo vemos en un lateral, seguido siempre de cerca por un leve foco de luz que nos desvela su presencia, como en la primera escena del tercer acto, en la que Marie lee la Biblia y empieza a sentir remordimientos por haberse dejado seducir por el Tambor Mayor, mientras que él, pegado siempre a la pared, recorre lentamente ese espacio trasunto de su cerebro enfermo, perturbado. Tras matar a Marie, el cadáver de ella se queda dando vueltas (y, en este caso, el suelo de ese círculo giratorio en concreto se tiñe de rojo, como la luna que había visto Marie poco antes de morir) alrededor de la gente que baila en la taberna, todos aparentemente ajenos a su presencia. Cuando se suicida poco después en el estanque (y es imposible, asimismo, mostrar su ahogamiento de forma más poética), con el escenario de nuevo vacío, Wozzeck extiende los brazos primero hacia ella, incapaz de reaccionar porque yace inerte a pocos metros, y luego hacia su hijo, que se le acerca desde el fondo del escenario, pero pasa de lago. La cabeza de Wozzeck desaparece exactamente al mismo tiempo que suena el clímax del interludio orquestal en Re menor, cuya música tomó Berg de una composición juvenil para piano. Todo en las cinco escenas de este tercer acto, el de la catástrofe o el hundimiento, es musicalmente obsesivo: las sucesivas invenciones sobre un tema, una nota, un ritmo, un acorde de seis notas y una figuración constante de corcheas. Esa misma obsesión es la que acaba provocando la muerte de los dos protagonistas.
Si iluminación, vestuario, coreografía, vídeos y movimiento escénico son virtualmente perfectos y contribuyen decisivamente a no dejar un solo cabo suelto, y a generar un rosario de sugerencias, otro tanto puede decirse del reparto: Robert Lewis (Andres), Peter Hoare (Capitán), Brindley Sherratt (Médico) y Thomas Blondelle (Tambor Mayor) no solo tienen las voces idóneas para sus respectivos papeles, sino que actúan con tal convicción, y tan inteligentemente dirigidos por McBurney, que todos sus personajes, por extremos o caricaturescos que sean, resultan perfectamente creíbles y decisivos para explicar el curso de la acción. También les ayudan, por supuesto, la soldadesca que rodea al comienzo de la ópera al Capitán o los estudiantes y, luego, colegas con batas blancas que toman notas e incluso aplauden las verbosas excentricidades del Médico. Malin Byström, la inolvidable condesa Madeleine en el grandioso montaje de Christof Loy de Capriccio que pudo verse en el Teatro Real, es una Marie de voz poderosa y presencia física frágil, admirablemente matizada y enriquecida con sus enormes dotes como actriz. Y qué decir de Christian Gerhaher, que vuelve de nuevo sobre la que ha confesado que es su ópera preferida, y que utiliza todos los recursos a su alcance –su dicción superlativa, su timidez y modestia naturales, sus conocimientos psiquiátricos y un cierto desgarbo corporal– para, a pesar de no desaparecer de escena un solo momento, atraer todas las miradas y poblar de pequeñas inflexiones visuales y psicológicas de todo tipo a este muñeco de trapo con el que todos se ensañan y a quien al final convierten en un asesino. Un último rasgo de genio por parte de McBurney es no permitir que cante su hijo –Gabriele Cuggia, perdido y con la mirada fija– en la escena final: todo lo que puede hacer es quedarse, primero, arrodillado y, después, de pie, inmóvil, frente al público, al borde del foso, no muy lejos de donde se había sentado su padre poco antes de matar a su madre, con su rostro impasible y la mirada perdida. Es otro niño el que canta por él los “Hopp, hopp!” conclusivos, el mismo al que habíamos visto al comienzo mismo de la ópera vestido como el capitán y remedando todos sus gestos: muerto ese oficial, parece decírsenos, otro con idéntico rango lo sustituirá y todo aquello que denuncia Wozzeck seguirá alimentando a una sociedad enferma que continuará produciendo crímenes monstruosos y dejando desamparadas a las “pobres gentes”.
No sería justo dejar fuera de esta sarta de elogios a la dirección musical de Simon Rattle, que en este repertorio se mueve a sus anchas y que sacó un formidable partido de la Sinfónica de Londres, una agrupación muy vinculada en los últimos años al Festival de Aix-en-Provence. El inglés opta por un enfoque enormemente teatral y no cabe duda de que lo que su tocayo y compatriota dispone ante sus ojos ha debido de suponer una inspiración añadida para envolver a las voces con un tapiz sonoro en constante y ordenada metamorfosis (no hay ópera mejor ni más sistemáticamente planificada que Wozzeck) y con el atractivo añadido del lucimiento permanente de distintos instrumentos solistas. En todos los interludios puramente orquestales escuchamos asimismo interpretaciones de primerísimo nivel de estas escuetas miniaturas, dramáticamente autoexplicativas, geniales tanto teatral como musicalmente, aunque impactó especialmente la escucha de la que precede a la quinta escena del segundo acto y del ya citado interludio en Re menor (el Berg más tonal, romántico y expansivo) con que Simon McBurney acompaña el lento ahogamiento de Wozzeck. Otros momentos musicalmente impactantes fueron la fantasía y fuga de la segunda escena del segundo acto (el encuentro de Wozzeck con el Capitán y el Médico), un dechado de claridad contrapuntística, y la invención sobre una sola nota de la escena del asesinato. Más que un drama, Simon McBurney ha concebido Wozzeck como “un poema para nuestro tiempo”: unos versos complejos, dolorosos, incómodos, sin rima, que nadie debería dejar de ver o leer. La emisora ARTE ofrecerá esta posibilidad el próximo 13 de julio.
Si el viernes se tocó el cielo (lóbrego y angustioso, pero cielo) en el Gran Teatro de Provenza, la noche del jueves se padeció casi un infierno en el Teatro del Arzobispado. El punto de partida de Dimitri Tcherniakov es que el Così fan tutte original, con sus característicos códigos dieciochescos, no resulta creíble casi dos siglos y medio después. Necesita una operación, una radical metamorfosis, para poder sobrevivir y modernizar su mensaje, lo que le anima a hacer justo lo contrario de lo que pidió expresamente Michael Haneke para su ya histórico montaje de la ópera de Mozart en el Teatro Real (cuatro cantantes muy jóvenes y apenas conocidos para encarnar a las dos parejas protagonistas) o lo que se hizo también en Salzburgo cuando se improvisó sobre la marcha en 2020, y tras las cancelaciones obligadas por la pandemia, un Così fan tutte demediado, pero soberbio, ideado por Christof Loy y de nuevo con cuatro cantantes en el inicio de sus carreras, entre ellos Marianne Crebassa, la protagonista el pasado miércoles del estreno absoluto de Picture a day like this, la nueva ópera de George Benjamin. Dmitri Tcherniakov enmienda la plana a ambos –y a tutti quanti si fuera necesario–, pero su experimento naufraga risible y estrepitosamente.
Fiordiligi y Dorabella, por un lado, y Guglielmo y Ferrando, por otro, no son jóvenes prometidos, sino parejas casadas desde hace décadas, probablemente hastiadas, que peinan canas y acuden un fin de semana (Tcherniakov proyecta en diversas escenas el día exacto en que nos encontramos, como si eso nos importara o aportara algo) a lo que parece ser un lugar de intercambio de parejas a fin de poner fin a su ennui, sus rutinas, y vivir experiencias nuevas. Las primeras son hermanas, claro, y los segundos, por tanto, cuñados, por lo que alguna relación previa han debido de tener, un pequeño detalle que el ruso parece obviar, a pesar de que la palabra “sorella” se canta en el libreto hasta en ocho ocasiones. Allí, en el omnipresente espacio frío, cerrado y burgués de tantos otros montajes de Tcherniakov, son recibidos por Don Alfonso y Despina, que forman a su vez una pareja y con todos los visos de mantener una relación tóxica, extrema, dominada por bruscos accesos de deseo y violencia física. Esta parece ser su dedicación profesional: abrir su casa a parejas encasquilladas para que, hostigándolas si fuera necesario, amplíen sus horizontes sexuales.
El swinging, que ya aparece en el libreto original, por supuesto, es ahora el meollo de todo, pero las incongruencias entre lo que se ve y lo que se oye son gigantescas, por no hablar del desamparo y la confusión que deben de invadir a los neófitos que no conozcan bien el argumento original. Tcherniakov ha exigido también, en consonancia con su idea motriz, que las dos parejas fueran interpretadas por cantantes ya muy maduros, lo que equivale a decir muy lejos ya de conservar las condiciones vocales que demanda la partitura de Mozart. La catástrofe parecía asegurada incluso sobre el papel, pero sus dimensiones acaban siendo esperpénticas: nada tiene sentido y, lo que es peor, las exigencias de Tcherniakov no rinden a la postre absolutamente ningún rédito, sino que solo introducen embarullamiento y sinsentido. Por más que haya declarado que quiere eliminar el humor y la bufonería de su propuesta, ¿cómo extirpar uno y otra del que impregna de manera inequívoca la partitura de Mozart? Si el original del salzburgués y de Da Ponte no le resultaba ya creíble a estas alturas, ¿qué decir de su engendro, plagado de incongruencias, dislates, intenciones fallidas (hubiera sido posible plasmarlas mucho mejor de como él lo hace) y con presencia de esos mismos códigos y convenciones teatrales que él pretendía dinamitar? ¿Cómo es posible que las tres mujeres escuchen mudas e impertérritas, en escena, los tres tríos iniciales de Ferrando, Guglielmo y Don Alfonso? ¿Qué credibilidad brinda eso a todo lo que sucederá a continuación? Sugerir paralelismos entre esta nadería y el cine de Ingmar Bergman (y Secretos de un matrimonio en particular), como insinúa el programa de mano, es un insulto en toda regla al maestro sueco.
Los cantantes que encarnan a las dos parejas (Agneta Eichenholz y Claudia Mahnke, Rainer Trost y Russell Braun) hacen lo que pueden para no despeñarse por el precipicio en que los ha depositado el capricho de Tcherniakov, intentando adecuar las altísimas demandas mozartianas al estado actual de sus voces, en absoluto el idóneo para afrontar estos papeles: el resultado va de la zozobra al naufragio. Al otro lado, Georg Nigl, un cantante tantas veces admirable (o mucho más que eso en Jakob Lenz, tanto aquí, en Aix-en-Provence, en 2019, como el año pasado en Salzburgo, con una soberbia dirección musical de Maxime Pascal, triunfador el pasado martes en la inauguración del festival), parece una sombra borrosa, una parodia de sí mismo, irreconocible. El austríaco recurre a menudo al susurro o a estilos y emisiones de canto muy pocos canónicos u ortodoxos, hay que sospechar que por imposición ajena, para dar vida a un Don Alfonso maquiavélico, cuando no abiertamente mefistofélico, pero de muy escaso vuelo psicológico. Nicole Chevalier tampoco es la voz ideal para Despina, si bien consigue al menos conferir cierta credibilidad a la criada original, aquí convertida al final de la ópera de lo que suele ser una pizpireta criada en una homicida vengativa y sin escrúpulos.
La presencia de Thomas Hengelbrock y su Orquesta Balthasar Neumann hacía augurar al menos una cierta coherencia y calidad musicales en el foso, pero, desde el comienzo mismo de la obertura, los presagios demostraron ser erróneos. Casi nada en la parte orquestal estuvo en su sitio, con una dirección errática del otras veces gran músico alemán, un sinnúmero de fallos en todas las secciones instrumentales (¡qué noche tuvieron las trompas!), desafinaciones frecuentes en la casi siempre magnífica sección de cuerda y notorios desajustes entre foso y escena, sobre todo en los dos finales. Hubo profusión de tempi difusos, movedizos, caprichosos, incomprensiblemente lentos (¿otra imposición?) y, durante una interpretación tediosa del rondó Per pietà, ben mio que canta Fiordiligi mediado el segundo acto, el cielo no pudo más y empezó a quejarse en forma de lluvia. La representación hubo de interrumpirse durante veinte minutos o más, retomándose en el mismo punto. Curiosamente, tras la lluvia se aplaudieron tímidamente un par de números individuales, como si parte del público quisiera animarse y avivar un poco el triste cotarro. El primer aplauso espontáneo no había llegado hasta el comienzo del segundo acto, en el aria de Despina Una donna a quindici anni, sin uno solo a lo largo de todo el primero: ni con la mejor de las intenciones podía premiarse nada de la mediocridad que se escuchaba y las simplezas que se veían. Y los abucheos finales dirigidos al director ruso, ya de madrugada, parecieron muy pocos para todos aquellos a los que se había hecho merecedor. Este inane y simplón Così es un digno heredero del atroz y pedante montaje de Carmen que perpetró Tcherniakov, también aquí, en Aix-en-Provence, en 2017: más de lo mismo, o incluso peor.
El contraste tan brutal entre lo estrenado en Aix-en-Provence el jueves y el viernes deja flotando inevitablemente en el aire una pregunta: ¿por qué tantos directores artísticos de teatros y festivales se empeñan en torturarnos una y otra vez con las mandangas de los Tcherniakovs y los Warlikowskis de turno (los antaño protegidos de Gerard Mortier) cuando tenemos el privilegio de contar entre nosotros con lúcidos Loys y McBurneys capaces de emocionarnos hasta lo más profundo y de convertir el teatro, la ópera, en uno de los mayores milagros concebidos por el ingenio humano?
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