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CRÍTICA | ÓPERA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

George Benjamin vuelve a engrandecer la ópera contemporánea en Aix-en-Provence

El festival francés da a conocer ‘Picture a day like this’, la última gran creación del compositor británico, y propone un ambicioso nuevo montaje de ‘La ópera de cuatro cuartos’, de Bertolt Brecht y Kurt Weill

Marianne Crebassa observa a los dos amantes (Beate Mordal y Cameron Shahbazi), en la segunda escena de la ópera de George Benjamin.
Marianne Crebassa observa a los dos amantes (Beate Mordal y Cameron Shahbazi), en la segunda escena de la ópera de George Benjamin.JEAN-LOUIS FERNANDEZ
Luis Gago

Es muy posible que Written on Skin, de George Benjamin, sea la ópera más profusamente representada y aplaudida de este siglo: con todo merecimiento. Se estreno aquí, en el Festival de Aix-en-Provence, en 2012, con un argumento inspirado en la antigua leyenda provenzal del marido que hace comer a su mujer, sin ella saberlo, el corazón de su amante muerto. Seis años antes, en 2006, Benjamin había ofrecido en el Festival de Otoño de París (donde, apenas un adolescente, había deslumbrado con su talento desmedido a su maestro Olivier Messiaen) su primera incursión operística, Into the Little Hill, y otros tantos años después daría a conocer en Londres, su ciudad natal, Lessons in Love and Violence, una parábola política y moral protagonizada por el rey Eduardo II. Esta rigurosa periodicidad sexenal se ha acortado ahora un año y, con el mismo libretista de las óperas anteriores, su compatriota Martin Crimp, Benjamin ha vuelto a Aix-en-Provence para ratificar que la ópera del siglo XXI —moderna, clásica, significativa, creíble, honda, perdurable— tiene en él a su principal y más acendrado valedor.

Quien conozca las tres primeras óperas del compositor inglés habrá reconocido ahora en Picture a day like this su inconfundible voz y su ya muy decantada personalidad operística. Tiene elementos de todas ellas, derivados en gran medida de la escritura teatral desnuda y esencial de Martin Crimp, como esos personajes sin nombre (una mujer, dos amantes, un coleccionista, una compositora, un artesano), casi alegóricos, frente a solo uno, la mujer irreal de la última escena, llamada Zabelle. Comparte con Into the Little Hill, una moderna reelaboración del cuento del flautista de Hamelín, su carácter de fábula, de cuento fantástico, de moderna parábola, si bien ahora es una mujer innominada y de la que conocemos únicamente su dolor, con su presencia ininterrumpida en el escenario, de principio a fin, y su condición de atenta observadora de otros seres humanos, quien confiere unidad y dirección a la historia.

El argumento es sencillo: una madre acaba de perder a su hijo pequeño, tal como canta ella misma, salmodiando casi, sobre largas notas del arpa y, luego, una trompa. Incapaz de comprender y aceptar esa muerte, una mujer le dice que, si encuentra en este mundo antes de que anochezca a una persona feliz y consigue de ella el botón de su manga, su hijo volverá a la vida. La página de un viejo libro le instruye sobre cómo emprender la búsqueda, que le lleva a conocer a personas que parecían felices, pero que, a poco de tratarlas en la intimidad, descubre que no lo son: amantes que dejan bruscamente de quererse y aceptarse, un artesano que anhela morir, una compositora cuyo éxito oculta inseguridad, frustración y mediocridad, un rico coleccionista enfermo de soledad. Solo al final conoce a Zabelle en una suerte de jardín mágico, pero al cabo sabemos que es solo una visión: no existe realmente, como ella misma confiesa, y quizá no sea más que el propio yo reimaginado, o reflejado, o liberado, de la protagonista. Pero el encuentro surte el efecto deseado y, al final mismo de la ópera, con presencia destacada de arpa —como al principio— y celesta, la mujer aprieta con fuerza dentro de su mano, como en el milagro final de Ordet, el ansiado botón que devolverá la vida a su hijo.

Marianne Crebassa (Mujer), durante la interpretación de su aria en la quinta escena de la ópera.
Marianne Crebassa (Mujer), durante la interpretación de su aria en la quinta escena de la ópera.JEAN-LOUIS FERNANDEZ

Cada escena, perfectamente independiente de las demás, recibe un tratamiento musical diferente y el único engarce entre ellas es la presencia de esta mujer sufriente, deseosa tan solo de que su hijo reviva al igual que lo hacen las flores que brotan de tallos aparentemente inertes. La búsqueda le enseña a constatar que, a pesar de las apariencias, otros sufren al igual que ella. Benjamin retoma el formato camerístico de Into the Little Hill y se vale únicamente de una orquesta de cámara de 22 instrumentistas, cinco más que en aquella y dos tercios menos que sus óperas “grandes”, Written on Skin y Lessons in love and violence. No hay aquí instrumentos que desempeñen, como en ellas, un importante papel simbólico: violas da gamba y armónica de cristal en una, cimbalom en la otra. Pero sí llama la atención la presencia de un corno di bassetto, la relevancia de clarinete bajo y contrabajo (de los clarinetes en general), y el empleo de tres flautas dulces, aunque su uso se circunscribe a la segunda escena, la de los dos amantes.

Benjamin analiza casi con microscopio las peculiaridades vocales de sus cantantes antes de escribir música que se amolde a ellas como un guante: se nota mucho en la parte de Anna Prohaska (Zabelle), con su enorme facilidad para moverse con soltura entre notas agudas, en el frecuente recurso al falsete firme y expresivo del barítono John Brancy (sobre todo en su encarnación del artesano) y, como no podía ser de otra manera, en la de Marianne Crebassa, protagonista absoluta de la ópera, que recorre con soltura muy distintos registros y dinámicas y en todos deja constancia de su enorme clase, con mención especial para sus graves poderosos y expresivos. Su gran aria en solitario en la quinta escena, con resabios casi de la opera seria y raigambre formal clásica, es una clase de altísimos vuelos de canto y de actuación, esta última siempre contenida, doliente y concentrada. A un nivel inferior rayan las prestaciones de Cameron Shahbazi (un contratenor, un tipo de voz habitual en la música vocal de Benjamin) y, sobre todo, Beate Mordal, el único semilunar del reparto, tanto escénica como vocalmente.

Marianne Crebassa (Mujer) y Anna Prohaska (Zabelle), en la escena final de ‘Picture a day like this’.
Marianne Crebassa (Mujer) y Anna Prohaska (Zabelle), en la escena final de ‘Picture a day like this’. JEAN-LOUIS FERNANDEZ

Asociado con sus viejos amigos y cómplices de la Orquesta de Cámara Mahler, es el propio Benjamin quien vuelve a dirigir desde el foso con la misma depuración, idéntica modestia y ausencia de artificio con que previamente había compuesto –o destilado más bien– esta música perfecta, esencial, de filigrana, pródiga en tresillos de toda laya, en la que conviven con naturalidad su firme vocación dramática y su virtuosismo tímbrico: pocas veces puede escucharse un uso de los divisi tan eficaz en los instrumentos de cuerda o un tratamiento tan puntillista de los de percusión. Por su tema, Picture a day like this, se emparenta de alguna manera con Innocence, la extraordinaria ópera que estrenó también aquí la ya muy añorada Kaija Saariaho en 2021. Y Benjamin dedica su partitura “a mi amigo Hans Abrahamsen”, el autor de La reina de las nieves, otra de las grandes óperas de lo que llevamos de siglo XXI, con la que comparte su tono feérico y su escueto soporte textual. Picture a day like this, coproducida por varios teatros europeos, entra a formar parte, por tanto, de la lista de títulos operísticos imprescindibles nacidos en este siglo. La dirección escénica de Daniel Jeanneteau (secundado por Marie-Christine Soma) parece cerrar un círculo iniciado con Into the Little Hill, tras las dos colaboraciones de Benjamin con Katie Mitchell. Con profusión de reflejos, una escenografía mínima, los movimientos justos (o menos que eso) y un sugerente vídeo de Hicham Berrada para recrear el mágico jardín de la última escena, nunca interfiere en la música y delimita y refuerza la autonomía de las diferentes escenas. Como la perfección no existe, la tanda de los saludos finales sobre el escenario entre un mar de aplausos fue un dechado de improvisación y de desencuentros.

Antes de este estreno, el honor de la inauguración de esta edición del festival provenzal, el pasado martes por la noche en el Teatro del Arzobispado, se reservó para la que quizá sea la obra escénica con música nacida en Alemania más representada y traducida del pasado siglo, Die Dreigroschenoper (La ópera de cuatro cuartos) de Bertolt Brecht y Kurt Weill, una primicia en los tres cuartos de siglo de historia que atesora ya Aix-en-Provence en su gran convocatoria estival, que acaba de acoger también por primera vez a una de las más reputadas creaciones culturales francesas, la centenaria Comédie-Française: un sabio hermanamiento institucional propiciado por el actual director del Festival, Pierre Audi, siempre amigo de tender puentes entre costas próximas o lejanas. El brillo de la ocasión se acentuaba con el empleo de una nueva y flamante traducción francesa del texto de Brecht debida a Alexandre Pateau y que acaba de publicar hace un par de semanas la editorial L’Arche. Las esencias originales de una obra con ribetes legendarios desde muy poco después de su estreno berlinés en 1928 se han confiado a un prestigioso director de teatro alemán —Thomas Ostermeier— que ha bebido directamente del manantial brechtiano y que, aunque habitual desde hace décadas en el vecino y coetáneo Festival de Avignon, debutaba también en Aix-en-Provence y abordaba su primer montaje musical. También sobrevolaba el recuerdo de la reciente y extraordinaria propuesta estrenada aquí en 2019 de otro fruto señero de la colaboración entre Brecht y Weill: Ascenso y caída de la ciudad de la ciudad de Mahagonny. Todo hacía augurar, por tanto, una gran noche. Entre el público, observaban atentos Barrie Kosky, que dirigió esta misma obra hace dos años en el templo brechtiano del Berliner Ensemble, y Dmitri Tcherniakov, responsable del nuevo montaje de Così fan tutte programado en Aix este mismo jueves.

Bengalas finales tras la interpretación de ‘Seeräuber-Jenny’, de Marie Oppert.
Bengalas finales tras la interpretación de ‘Seeräuber-Jenny’, de Marie Oppert.JEAN-LOUIS FERNANDEZ

¿Fue, sin embargo, realmente tan grande? No del todo, por una convivencia desigual de méritos y deméritos. Entre los primeros, y casi en lugar preferente, la extraordinaria prestación musical del grupo Le Balcon, fundado y dirigido por Maxime Pascal. Lo escuchado el año pasado en Salzburgo —una versión desasosegantemente intensa de Jakob Lenz, de Wolgang Rihm, presente entonces en el Mozarteum— no fue casual y, ya desde una obertura acerada y muy incisiva rítmicamente, la dirección de Pascal fue un prodigio de adecuación a la escritura —simple, inteligente y efectiva— de Weill. Ha sido también un acierto decantarse por la versión original del estreno, con tan solo un puñado de instrumentos de viento, cuerda pulsada, varios teclados y percusión, incluida la libertad de incorporar un bajo eléctrico en consonancia con un decidido afán modernizador impulsado por el propio Ostermeier. Todo lo que salió del foso fue estilística y dramáticamente intachable, con Pascal y sus músicos dejando hacer libremente a los actores-cantantes, derrochando flexibilidad en los números danzables y extremando el rigor rítmico cuando es eso lo que demanda la partitura, como en el deus ex machina final de la llegada del mensajero real a caballo para salvar in extremis la vida de Macheath.

Die Dreigroschenoper, o L’Opéra de quat’sous en su versión francesa, no es, a pesar de su título, una ópera. Es más bien una certera andanada contra la ópera tradicional, un género detestado por Brecht, que pensaba que “entontecía” a sus espectadores. Tanto él como Kurt Weill definieron su criatura como una “obra [teatral] con música” que no debía ser interpretada en ningún caso por cantantes de ópera, sino por actores tanto de teatro hablado como fajados con la peculiar idiosincrasia del cabaret, la revista o la opereta, el ámbito natural de los intérpretes del estreno berlinés. En el reparto ha destacado por encima de todos la Polly de Marie Oppert, una actriz superdotada que imprime sentido a cada gesto, a cada movimiento, a cada palabra, a cada inflexión vocal, además de una más que meritoria cantante: cuando está en el escenario, imanta inevitablemente todas las miradas. Llena de vida a la candorosa Polly y hace creíble como pocas veces se ha visto a la hija de un rufián que se casa en secreto con un criminal despreciable. Véronique Vella, como su madre, Celia Peachum, es, en un registro muy diferente, el otro gran puntal de la representación, que ofreció además en primicia en el primer acto una canción, Pauv’ Madam’ Peachum!, compuesta por Weill para la segunda producción francesa de la obra en 1937 a partir de un texto de Yvette Guilbert, la diseuse (más que chanteuse) que encarnó entonces el personaje, pero que probablemente no llegó nunca a interpretar. Un segundo añadido, Tu me démolis, se ha perdido. Otra gran actriz, Elsa Lepoivre, construye una Jenny distante, enigmática, seria, muy alejada de la imagen asociada tradicionalmente con esta prostituta y en total consonancia con los postulados teatrales de Brecht: nada es real, desapéguese, todo es ficción.

Birane Ra (Macheath) y Benjamin Lavernhe (Tiger Brown), remedando a bailarines de claqué durante su interpretación de la ‘Kanonensong’.
Birane Ra (Macheath) y Benjamin Lavernhe (Tiger Brown), remedando a bailarines de claqué durante su interpretación de la ‘Kanonensong’.JEAN-LOUIS FERNANDEZ

Abundan los buenos actores en el resto del reparto, sobre todo el Peachum de Christian Hecq (de magnífica voz) y el Brown de Benjamin Lavernhe (gran improvisador), pero sus interpretaciones se ven lastradas por el tono excesivamente farsesco, grotesco incluso, que imprime Ostermeier a muchos momentos de la obra, devenida por momentos en auténtica revista musical. Hay mucho de parodia en el experimento de Brecht y Weill, por supuesto, pero resulta más discutible que los actores deban interactuar con el público presentándose o reclamando su participación aborregada, porque el “distanciamiento” brechtiano, como bien sabe Ostermeier, debe discurrir por otros derroteros. Impresionan mucho menos el Macheath de Birane Ba o la Lucy de Claïna Clavaron, que canta con escaso acierto, desfigurándolas, las famosísimas coplas iniciales de la Moritat de Mackie Messer y desvirtúa no poco su aria del segundo acto. Aunque la escenografía de Magda Willi (constructivista y muy eficaz), los vídeos a modo de collages de Sébastien Dupouey (con homenajes a Eadweard Muybridge o los hermanos Lumière), la perfecta iluminación de Urs Schönebaum, los característicos carteles de Brecht previos a cada escena proyectados asincrónicamente en paneles luminosos rectangulares dispuestos angularmente o los numerosos guiños a la Bauhaus y a la Alemania de la República de Weimar cumplen perfectamente su cometido, Ostermeier se desliza con frecuencia hacia soluciones fáciles o chistes elementales, de comedia de poca enjundia, que deslucen las maravillas obradas por músicos y actores. Los cuatro micrófonos plantados en el proscenio obligan a pagar también a menudo un peaje excesivo, pero cuando todo encaja, como en el Dúo de los celos del segundo acto, con Polly y Lucy encaramadas en los simbólicos barrotes de la celda donde está encerrado Macheath, se ganan muchísimos enteros y brilla con fuerza el talento indudable, pero discontinuo, del aquí en exceso intervencionista director alemán.

La representación fue premiada con aplausos persistentes, pero no entusiastas. Peachum los interrumpió de golpe para, con todos en escena (instrumentistas incluidos), cantar el texto de un nuevo cuarteto rimado de Brecht (añadido en 1948) con la misma música del coral conclusivo, un gesto inequívocamente político, porque los cuatro versos animan a “preparar las armas” para plantar cara a los “nuevos fascistas”, responsables de que “la noche persista” y “se derramen las lágrimas”. En su afán por establecer paralelismos entre la Alemania de Weimar (moderna y libertaria, pero también el caldo de cultivo del nazismo) y, un siglo después, nuestro mundo actual, emponzoñado por doquier por el temible auge de la ultraderecha, Ostermeier dejó flotando a modo de despedida este nuevo regalo brechtiano, traspasada ya la medianoche, para todo aquel que quisiera respirarlo en el aire aún tibio de Aix-en-Provence.

A la izquierda, Marie Oppert (Polly) y Claïna Clavaron (Lucy) en el Dúo de los celos de ‘La ópera de cuatro cuartos’.
A la izquierda, Marie Oppert (Polly) y Claïna Clavaron (Lucy) en el Dúo de los celos de ‘La ópera de cuatro cuartos’.JEAN-LOUIS FERNANDEZ
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Sobre la firma

Luis Gago
Luis Gago (Madrid, 1961) es crítico de música clásica de EL PAÍS. Con formación jurídica y musical, se decantó profesionalmente por la segunda. Además de tocarla, escribe, traduce y habla sobre música, intentando entenderla y ayudar a entenderla. Sus cuatro bes son Bach, Beethoven, Brahms y Britten, pero le gusta recorrer y agotar todo el alfabeto.

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