Eduardo II se corona en la Royal Opera House
George Benjamin se consagra como uno de los grandes operistas de nuestro tiempo con una obra compleja y polisémica
Las tres óperas de George Benjamin han visto la luz con una secuencia temporal casi matemática. En 2006 se estrenó en la Opéra Bastille de París, con una mínima puesta en escena de Daniel Jeanneteau, el “cuento lírico” Into the Little Hill, una ópera de cámara en dos partes y ocho escenas con tan solo dos cantantes femeninas y un reducido grupo instrumental cuya duración no llegaba a los 40 minutos. En 2012, el Festival de Aix-en-Provence acogió con enorme éxito el estreno de Written on Skin, una ópera en tres partes y quince escenas con una orquesta mucho más sustancial (en torno a los 60 instrumentistas), cinco cantantes y cuya música se extendía durante aproximadamente una hora y media. Transcurrido un nuevo sexenio, puntual a su cita, acaba de darse a conocer en Londres, la ciudad natal de Benjamin, su tercera incursión en el género, Lessons in Love and Violence, de duración muy similar a la anterior, orquesta de parecidas dimensiones y siete escenas repartidas en dos partes. Las tres comparten fidelidad inquebrantable al mismo libretista, el dramaturgo Martin Crimp, y las dos últimas han contado con su compatriota Katie Mitchell como directora de escena.
No está de más recordar someramente estos datos porque quienes pudieran pensar que, tras el reconocimiento mundial de Written on Skin, al poder estrenar por fin una ópera en su país, con todos los medios a su alcance, y en el templo sagrado de la Royal Opera House, George Benjamin aprovecharía la circunstancia para componer una obra sustancialmente diferente, o de mucho mayor envergadura que las anteriores, han visto cómo se incumplían sus predicciones. Lessons in Love and Violence es una obra igual de intimista pero, si cabe, más críptica, con un desarrollo menos lineal, pero también menos metafórico, que Written on Skin. Esta partía de un tema trovadoresco (el marido que hace comer a su mujer, sin saberlo, el corazón de su amante) como homenaje a la Provenza en que inició su triunfal singladura, mientras que Benjamin y Crimp han encontrado ahora inspiración en la historia medieval inglesa y, más en concreto, en la recreación literaria que hizo Christopher Marlowe de la misteriosa relación que unía a Eduardo II y su favorito, Piers Gaveston, una pareja contrapuesta a la formada por la mujer del rey, Isabel, y Mortimer, su jefe militar. Muertes por amor en última instancia en ambos casos, pero ahora con nuevas identidades sexuales y distintos vértices en este nuevo cuadrilátero sentimental.
LESSONS IN LOVE AND VIOLENCE
Música de George Benjamin. Stéphane Degout, Barbara Hannigan, Gyula Orendt y Peter Hoare, entre otros. Orquesta de la Royal Opera House. Dirección musical: George Benjamin. Directora de escena: Katie Mitchell. Royal Opera House, 10 de mayo.
Benjamin renuncia a oberturas o preludios instrumentales y comienza su obra intensamente con una escena en la que aparecen ya todos sus protagonistas y donde se plantea, desde la primera nota, el desencadenante de todos los acontecimientos posteriores: Mortimer no desaprueba la abierta relación homosexual del rey con Gaveston (“No tiene nada que ver con amar a un hombre” canta seis compases después de iniciada la ópera), sino el amor en sí mismo, una efusión que un monarca no puede ni debe permitirse y que considera “veneno”. Su caída en desgracia (se ve privado de su cargo y es desterrado) será a su vez la ponzoña que desatará las posteriores muertes. Así confluyen el amor y la violencia referidos en el título de la ópera, que al comienzo de la segunda parte son objeto de la implacable lección que recibe el hijo del rey por parte de su madre y Mortimer, convertidos en amantes al final de la escena. La ópera termina con el joven rey proclamando “Comienza nuestro entretenimiento”, liberado por fin del yugo de su madre y con su hermana apuntando con una pistola a Mortimer, ensangrentado, con la cara cubierta y tumbado en una cama, un elemento omnipresente en los distintos dormitorios en que se desarrolla la obra. Concluidas las lecciones −no solo para el nuevo rey, sino también para todos nosotros−, y tras haber sido testigos de tres muertes, el orden queda restaurado gracias a “la aplicación racional de la justicia humana”.
Lessons in Love and Violence debe quizá más a Pelléas et Mélisande de Debussy (cuyos secretos fueron desvelados tempranamente a Benjamin por su maestro, Olivier Messiaen, siendo solo un adolescente con un talento ya descomunal) que al original de Marlowe (o a la moderna reinvención de Bertolt Brecht, o a la personalísima versión cinematográfica de Derek Jarman). Crimp se distancia mucho de su fuente literaria, de la que espiga únicamente unos cuantos elementos esenciales y transforma con un lenguaje conciso y radicalmente contemporáneo, mientras que Benjamin se acerca sin ambages a la atmósfera, la escritura vocal (casi siempre silábica), la parquedad y la delicada seda instrumental tejida por el compositor francés. El resultado es una suerte de teatro de cámara con música, en muchos momentos también camerística, con destacadas intervenciones desde un palco de platea de dos arpas, una celesta y un cimbalom, el instrumento húngaro que parece sustituir aquí tanto a la viola da gamba como a la armónica de cristal, dos presencias cruciales en Written on Skin. Los instrumentos de viento prodigan las sordinas, tres fagotes, un contrafagot, un clarinete bajo y trombones bajo y contrabajo ensombrecen con frecuencia los timbres de esta negra fábula sobre el lewde love, el amor oscuro (causante quizá de la muerte violenta del propio Marlowe) y un generoso despliegue de instrumentos de percusión producen infinitos y precisos efectos tímbricos, como en el perturbador final de la cuarta escena. Entre otras muchas virtudes, Benjamin es un orquestador portentoso, aunque jamás hace ostentación ni sobreutiliza los medios que tiene a su disposición (y que a buen seguro podrían haber sido muchos más), regulados con admirable comedimiento. Si hay algo que no es esta nueva ópera es tramposa o efectista: no cabe mayor concisión, ni menor morbo o exageración. E idénticas virtudes adornan a Benjamin como director musical de su propia obra al frente de una orquesta que parece rendida a su genio de principio a fin.
Vocalmente, dos barítonos encarnan al rey y a Gaveston, presentado casi como un sosias del monarca (Mitchell los viste incluso igual en la primera escena, como si les uniera quizás un pacto de hermandad de sangre, una plena identificación física y espiritual), mientras que la soprano Barbara Hannigan (musa de tantos compositores actuales) canta el personaje de la reina y el manipulador Mortimer es confiado a un tenor. En lo que parece bastante más que un guiño al Pelléas et Mélisande que dirigió la propia Katie Mitchell en el Festival de Aix-en-Provence hace dos años, Hannigan comparte también aquí protagonismo con Stéphane Degout, el personaje sobre el que pivota toda la acción, que compone un rey excepcionalmente cantado, actuado y pronunciado. El papel de ella es sustancialmente menor −otro gesto de encomiable contención por parte de Benjamin, sabedor del enorme tirón y la irresistible presencia escénica de la cantante canadiense−, pero aprovecha cada nota, cada palabra, para dejar constancia de su inmensa clase, produciendo notas de máxima belleza tímbrica y encaramándose a los agudos (un vertiginoso y radiante Do en la segunda escena sobre la palabra “radiance”, resplandor) con la facilidad habitual. Es una reina complaciente en un principio con la relación paralela del rey con Gaveston, pero cada vez más atrapada en la red hacia la que la atrae Mortimer, a los que dan vida respectivamente Gyula Orendt y Peter Hoare, sobresalientes ambos escénica y vocalmente y dos extraordinarias sorpresas de un reparto que se completa con otro tenor, en este caso muy agudo, Samuel Boden, como el futuro rey, y un trío de cantantes (Jennifer France, Krisztina Szabó y Andri Björn Róbertsson) que, en un rasgo ya habitual en las óperas de Benjamin y Crimp, cantan diversos papeles secundarios, casi figuras alegóricas, cada uno de ellos. La mejor creación es la que hace el bajo islandés de un loco de estirpe shakespeariana en la quinta escena, desdichado protagonista de la lección que recibe el futuro y joven rey: “Deja que una idea venenosa se filtre al mundo y todo el mundo se verá contaminado”, le advierte Mortimer. Da igual que el muchacho implore compasión para con el loco: “Entiende que cuando seas rey no habrá lugar para el amor de un hombre por otro, no habrá lugar para la locura o para el desorden dentro de la maquinaria del mundo regulado”. La cuerda con la que acaba de ahogarlo representa, para el despiadado militar, la compasión.
Buena prueba del respeto que reina entre Benjamin, Crimp y Mitchell es que esta última se aparta sutilmente en no pocas ocasiones de las indicaciones escénicas de la partitura, lo que significa que ella realiza una segunda lectura del texto (la primera es, por supuesto, la del compositor) en la que aporta sus propias ideas. La británica crea un mundo visual muy reconocible, gracias en parte a la escenografía de su fiel Vicki Mortimer (escuetos y elegantes dormitorios, con un gran acuario y dos cuadros de Francis Bacon como muy pertinente referencia temporal), diseñadora asimismo de un intachable vestuario, y al uso en varias ocasiones de sus característicos movimientos a cámara lenta, únicamente cuando este recurso puede potenciar un momento dramático concreto. No hay escenario doble o dividido en esta ocasión y la sobriedad y la extrema precisión de la puesta en escena son el fiel reflejo de un texto y una música adustos que alcanzan quizá su plasmación más perfecta en el doble final de la sexta escena (intimista el primero, trágico el segundo), en la que el rey se encuentra ya en prisión, aun sin apariencia de tal, primero con Mortimer y luego con un Extraño con la exacta apariencia de Gaveston.
La ópera, que se interpreta sin descanso, transcurre en un suspiro, dejando quizás un gusto agridulce: lo que se ha visto posee una potencia dramática formidable, pero, por mor quizá de su esquematismo, sabe a poco y son muchas las incertidumbres que deja en la cabeza. Invita, desde luego, a volver a verse en busca de ángulos o perspectivas ocultos, porque introduce múltiples matices desconocidos en una historia bien conocida. En España podremos hacerlo pronto, porque tanto el Real de Madrid como el Liceu de Barcelona se encuentran entre los ocho teatros que han coencargado y coproducido estas Lessons in Love in Violence, recibidas por el público del estreno, plagado de celebridades musicales, con un entusiamo desbordante. A estas lecciones, pobladas de ambigüedades, les aguarda aún a buen seguro un largo, larguísimo recorrido.
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