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Los soldados de Bernd Alois Zimmermann vuelven a desfilar en Colonia

El centenario del compositor alemán propicia el estreno de una nueva producción de su ópera 'Die Soldaten' dirigida escénicamente por Carlus Padrissa

Nikolay Borchev como Stolzius en el final del tercer acto de 'Die Soldaten'.
Nikolay Borchev como Stolzius en el final del tercer acto de 'Die Soldaten'.PAUL LECLAIRE
Luis Gago

Bernd Alois Zimmermann nació y se quitó la vida muy cerca de Colonia, la ciudad más ligada a su actividad profesional como músico y como profesor, así como el escenario del estreno en 1965 de Die Soldaten, una ópera de larga y muy accidentada gestación: “dramática”, al decir de Bettina, la hija del compositor. No es casualidad que naciera aquí, porque, en los años cincuenta del pasado siglo, Colonia acogió a un triunvirato de músicos vanguardistas y con una irresistible querencia teatral formado por Karlheinz Stockhausen, Mauricio Kagel y el propio Zimmermann. También atrajo temporalmente por aquel entonces a Franco Evangelisti y György Ligeti, en buena medida al calor del pionero estudio de música electrónica de la emisora WDR fundado por Herbert Eimert y dirigido por él hasta 1962. Pero ninguna música refleja aquel efervescente caldo de cultivo, ni parece tan llamada a perpetuarse eternamente en el repertorio, ni bebe de manera tan valiente e indisimulada del pasado y el presente, ni es tan férreamente ambiciosa, ni es tan hija de los horrores de la Segunda Guerra Mundial (en la que Zimmermann se vio obligado a combatir) como Die Soldaten. Colonia no había vuelto a ver una nueva producción desde aquel lejano estreno hace ya más de medio siglo y el centenario del nacimiento del compositor ha propiciado por fin este año su resurrección.

Zimmermann se dejó casi literalmente su vida en el empeño de sacar adelante y ver representada una ópera que no pocos, tras ver la partitura y sus descomunales exigencias escénicas y musicales, consideraron ininterpretable. Había nacido como un encargo de la propia ciudad de Colonia, que caería rendida ante su potencia dramática y su aluvión de virtudes en un estreno en el que quedó demostrado que, aun bajo las premisas vanguardistas más extremas, la ópera en cuanto género seguía siendo posible en un momento histórico en el que casi todas las puertas le parecían cerradas. Zimmermann dejó escrito con crudeza que la ópera era “un anacronismo” y “una forma perfectamente ‘imposible’; permanece viva a pesar de esta imposibilidad”, una característica que “siendo un músico aún muy joven me había sorprendido, luego divertido y finalmente fascinado”. Die Soldaten parece indisociable de aquella fascinación, por más que fuera origen de innumerables padecimientos para su autor. En una carta que escribió el 20 de diciembre de 1964 a Michael Gielen, el director que asumió la responsabilidad y el reto mayúsculo de dirigir el estreno un par de meses después, Zimmermann le confesó: “Con la interpretación de Die Soldaten queda en sus manos toda mi existencia como compositor”. Aunque la ópera triunfó en buena lid, cinco años después él mismo segaba su existencia como persona.

Pueden casi contarse con los dedos de ambas manos las producciones que ha conocido en este medio siglo una ópera para la que el concepto de “obra de arte total” acuñado por Richard Wagner se queda inevitablemente pequeño, muy pequeño. Zimmermann incluyó todo lo humanamente posible –e imposible– en una partitura cuyo estudio detallado causa estupor y admiración a partes iguales. Con el edificio de la Ópera de Colonia encenagado en una reforma interminable que amenaza con tenerla exiliada hasta 2023 (Alemania no es siempre, ni mucho menos, el paraíso de eficacia y certidumbre que imaginamos), Carlus Padrissa y su escenógrafo Roland Olbeter han hecho de la necesidad –su morada provisional en un edificio de la Feria de Colonia al otro lado del Rin– virtud, diseñando un reducido espacio teatral que envuelve al público 360 grados y que probablemente habría hecho las delicias del propio Zimmermann. Se sitúa con ello en la estela de producciones anteriores en grandes espacios no operísticos, como la Jahrhunderthalle de Bochum, la Seventh Regiment Armory de Nueva York (la producción de David Pountney en ambos casos) o la Felsenreitschule de Salzburgo (la puesta en escena de Alvis Hermanis).

El público se sienta en pequeñas sillas giratorias sin apenas respaldo que le permiten dirigir la mirada en cualquier dirección, porque la acción se sitúa en cualquier punto de la estrecha galería-rampa que conforma un sencillo andamiaje. Sus sencillas paredes de quita y pon sirven también de pantalla de proyección y el atrezo es mínimo: unas cuantas mesas, un somier desvencijado, algunas sillas. La idea es brillante y encaja a la perfección tanto con la idea teatral “pluralista”que tenía Zimmermann de su obra como, y muy especialmente, con su concepto motriz de la “esfericidad del tiempo”, una convivencia indistinguible de pasado, presente y futuro que aprendió de San Agustín y encontró reafirmada en James Joyce y Ezra Pound (y que fue plasmada poéticamente por T. S. Eliot). En un escenario así, un continuum sin ninguna cesura, sin principio ni fin, el “Putting Allspace in a Notshall” del Finnegans Wage de Eliot, representar las acciones simultáneas imaginadas por Zimmermann resulta natural y, a poco que ayude el espectador, evidente.

Sin embargo, este presupuesto inicial de Padrissa, tan querido en Colonia, encuentra pocas veces desarrollo en la puesta en escena. Los vídeos que se proyectan sin cesar son virtualmente inoperantes, porque no añaden un ápice de glosa o dramatismo a la acción, y allí donde Zimmermann los reclamó expresamente (en la colosal primera escena del cuarto acto, con once acciones simultáneas), se apropian por completo de la representación, privándonos del contraste entre las proyecciones (tan solo tres, según la partitura) y los personajes reales, que tampoco pueden constituirse ante nuestros ojos en tribunal simbólico y universal, otra ausencia capital que cuesta entender. Con excepción de Marie en la escena de la violación, los cantantes no tienen su double (el espacio para bailar es prácticamente inexistente) y el reconocimiento de Wesener in extremis de su propia hija, a la que abraza, fulmina de raíz el final nihilista y desesperanzado que quiso Zimmermann y que tan bien tradujo Andreas Kriegenburg en su producción para la Bayerische Staatsoper. Aunque con momentos que poseen la potencia visual marca de la casa, la propuesta de Padrissa es demasiado dispersa, a ratos caótica (lo que encuentra fiel reflejo en el descabellado vestuario de Chu Uroz), parca en ideas sustancialmente teatrales y demasiado apartada de la concepción escénica diseñada al milímetro por Zimmermann. Aun la abundante imaginería sexual, nunca impertinente en esta obra, resulta fallida, motivo por el cual la crucial violación del cuarto acto tampoco impacta y perturba como debiera.

Musicalmente, en cambio, la representación es un dechado de virtudes, empezando por, y gracias a, la sensacional dirección al frente de la Orquesta Gürzenich de François-Xavier Roth, que derrocha todo aquello que se añora en la escena: precisión, hondura, aliento dramático, claridad, coherencia, tensión, flexibilidad, ambición bien entendida y traducida. Con otros tres directores replicando sus gestos en diferentes puntos de la sala para servir de referencia a los cantantes o a un pequeño grupo de percusión situado tras las gradas del público, Roth comandó esta ingente constelación instrumental con la naturalidad de quien dirige una sencilla sinfonía de Haydn. Lápiz en mano, con los gestos justos, sin teatralidades innecesarias, guio con apabullante seguridad al largo centenar de músicos en medio del bosque a veces tupidísimo (el formidable Preludio inicial) de una partitura exigente hasta la extenuación. Un ejemplo muy pertinente es la escena en el café del comienzo del segundo acto, una maraña polifónica en la que hasta los cantantes han de golpear las mesas o sus vasos con ritmos exactos y en el momento justo. En el otro extremo, la traducción de la delicada escritura instrumental que arropa a menudo las voces o suena por derecho propio (las filigranas del interludio entre la tercera y la cuarta escena del segundo acto) tuvo una textura y un sabor genuinamente camerísticos. No es de extrañar que los aplausos multiplicaran por diez su intensidad cuando Roth y su orquesta recibieron los aplausos finales.

Marie, cuyas exigencias vocales rozan la crueldad, es un personaje que comparte nombre con la protagonista femenina de Wozzeck de Alban Berg y fatum con la Lulu que imaginó Frank Wedekind e inmortalizó también el compositor austríaco, una referencia omnipresente en el modus operandi y el ideal dramático de Zimmermann. Emily Hinrichs la cantó con admirable naturalidad al frente de un reparto necesariamente coral en el que todos dieron la talla, por más que la ocasional y excesiva amplificación de algunas voces distorsionara no poco la percepción acústica: también los espectadores, además de diversificar su mirada, han de realizar no pocos ajustes auditivos en este sentido. Quien mejor construyó su personaje fue Sharon Kempton como la condesa de La Roche y otros cantantes destacados fueron Nikolay Borchev como Stolzius, Wolfgang Stefan Schwaiger como Mary y Miljenko Turk como Haudy.

Dentro de dos semanas se estrenará por fin en España, en el Teatro Real, Die Soldaten: más vale tarde que nunca. Representarla en un teatro convencional multiplica la magnitud del desafío, por supuesto. Aquí, en lo que es un mero pabellón expositivo, instrumentistas y cantantes se entremezclan con el público antes y después de la representación, un detalle que no debería pasar en absoluto inadvertido porque, aunque la idea pierda luego fuelle en su plasmación escénica, los soldados de Bernd Alois Zimmermann somos todos.

Ocho puentes

Los ocho puentes que cruzan el Rin a su paso por Colonia dan nombre a un festival de música rabiosamente contemporánea: todo es posible, todo es conectable. Este año, bajo el lema Metamorfosis – Variaciones, y como no podía ser de otra manera, honra hasta el próximo 11 de mayo el recuerdo de Bernd Alois Zimmermann en el centenario de su nacimiento, y lo hace no solo con esta nueva producción de Die Soldaten, sino con muchas otras obras vocales e instrumentales del compositor, dirigidas en ocasiones a un público infantil y juvenil, como su formidable música de ballet Musique pour les soupers du Roi Ubu. También se discutirá su figura, con coloquios y documentales, y se escuchará música de sus discípulos, incluido el plato fuerte del estreno de un nuevo concierto para viola de York Höller, que estrenará Tabea Zimmermann el próximo domingo, de nuevo con François-Xavier Roth al frente de la Orquesta Gürzenich. Colonia va a acumular una gran deuda de gratitud con el inquieto y polifacético director francés.

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Sobre la firma

Luis Gago
Luis Gago (Madrid, 1961) es crítico de música clásica de EL PAÍS. Con formación jurídica y musical, se decantó profesionalmente por la segunda. Además de tocarla, escribe, traduce y habla sobre música, intentando entenderla y ayudar a entenderla. Sus cuatro bes son Bach, Beethoven, Brahms y Britten, pero le gusta recorrer y agotar todo el alfabeto.

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