Curso exprés de ópera (con final feliz)
En poco más de 24 horas se representan en el Festival d’Aix-en-Provence una protoópera de Monteverdi, ‘Tristan und Isolde’ de Wagner e ‘Innocence’, un estreno mundial de Kaija Saariaho
Las cancelaciones masivas de los festivales del pasado verano han dado lugar este año a situaciones peculiares. De los estrenos que presenta este año el Festival d’Aix-en-Provence, por ejemplo, cuatro los firman, por partida doble, dos directores de escena australianos: Barrie Kosky y Simon Stone. El primero estrenó el jueves su innovadora visión de Falstaff y el día 22 podrá verse su propuesta escénica de El gallo de oro, de Rimski-Kórsakov, que debería haber visto aquí la luz hace un año y que ya cobró vida, de hecho, en mayo en la Ópera de Lyon, coproductora del montaje. Stone, por su parte, firma el postergado estreno mundial de Innocence, la nueva ópera de Kaija Saariaho, que ha acabado conviviendo incluso en días contiguos con otra nueva producción suya: la de Tristan und Isolde, nada menos. Australia, aún prácticamente aislada del exterior por su restrictivísima política sanitaria para mantener a raya la pandemia, ha tenido estos días en la Provenza francesa a dos embajadores culturales de primer orden, copando casi la programación operística del festival. Otro espectáculo en torno al Combattimento di Tancredi e Clorinda de Monteverdi, dirigido escénicamente por Silvia Costa y musicalmente por Sébastien Daucé, completa la trilogía programada al final de la primera semana del festival. La convivencia, con pocas horas de diferencia, entre Monteverdi (y algunos de sus contemporáneos), Wagner y Saariaho se ha traducido casi en un curso exprés sobre la historia de la ópera, con uno de sus fundadores, el gran revolucionario y una de las mejores cultivadoras actuales del género.
Sobre el papel, al estreno de Tristan und Isolde del viernes, en su primera visita al festival en más de setenta años de historia, le sobraban mimbres para atraer al público. Por un lado, tres de los mejores y más experimentados cantantes wagnerianos actuales: la soprano Nina Stemme, el tenor Stuart Skelton y el bajo Franz-Josef Selig. Por otro, una orquesta de primer nivel y un director que se declara rendido admirador de la obra: la Sinfónica de Londres y Simon Rattle. Para terminar, un director de escena que ha convivido con este drama en concreto desde su infancia y cuya hermana se llama, significativamente, Brangwen (el mismo nombre que la criada de Isolde, Brangäne): el ya citado Simon Stone. Muy resumidamente, podría decirse que los primeros estuvieron a la altura de las expectativas; los grandes triunfadores de la noche (al menos según el juicio del público), la orquesta y el director musical, no habían merecido quizás esa distinción; y los sonoros abucheos que recibió Stone fueron consecuencia de que la arriesgadísima metamorfosis a que somete el drama wagneriano que cambió el curso de la historia de la ópera (y de la música) no fue ni comprendida ni valorada por los espectadores congregados en el Grand Théâtre de Provence.
El director australiano sitúa la acción en tres espacios contemporáneos: el lujoso apartamento de un rascacielos en una gran metrópoli; un estudio de diseño en otra gran ciudad; el vagón de un convoy de metro en París. El preludio presenta a todos los personajes durante una cena de celebración tras la cual intercambian diversos regalos. Tristan e Isolde aparentan ser una pareja casada y, en un momento dado, ella sorprende a su marido besando a otra mujer. Ya en la cama, cuanto sucede durante el primer acto (o acaso toda la ópera) parece un sueño de la protagonista. Cuando los trabajadores abandonan la oficina del segundo acto, Tristan e Isolde protagonizan su dúo de amor junto a tres parejas más jóvenes vestidos como ellos y a otra de dos ancianos, él en silla de ruedas y con graves problemas respiratorios. Oímos a Brangäne cantar sus famosas advertencias, pero en ningún momento llegamos a verla. El vagón del tercer acto se detiene en sucesivas estaciones, en las que bajan y suben otros pasajeros de diferentes razas y atuendos muy diversos. Al comienzo, Tristan e Isolde, con elegantes trajes de noche, vuelven quizás a casa después de una cena o de haber asistido a un espectáculo. Él se desangra por una puñalada diferente de la que ya había recibido al final del segundo acto. Ella reaparece en otra estación tras el largo monólogo de Tristan, con el mismo vestido dorado que llevaba al comienzo del acto, y canta su monólogo final sentada, casi inmóvil, para acabar abandonando el vagón en compañía de Merlot (que supuestamente debería morir a manos de Kurwenal). Tristan sigue vivo, de pie en el mismo vagón, mandando mensajes de texto a su supuesta amante, al igual que había hecho al comienzo de la ópera.
Quien haya leído el párrafo anterior desconcertado, perplejo o confundido, tiene todos los motivos para sentirse así. Nada de lo resumido tiene sentido y, sobre todo, choca contra la esencia dramatúrgica de Tristan und Isolde, una obra, como todas las de Wagner, en las que podría quizá criticarse la duración de ciertos monólogos, o incluso los largos momentos de inacción (ocupados por relatos de hechos ya sucedidos anteriormente, marca inequívoca de la casa), pero la arquitectura argumental wagneriana, sus vigas maestras, son deslumbrantemente sólidas y eficaces. Stone se inventa casi otra ópera, muy diferente, da saltos hacia atrás y hacia delante en el tiempo, retuerce las emociones de los personajes, desentendiéndose en buena medida de la trama original. Hay que admitir, sin embargo, que, aunque su ejercicio de transgresión entorpece seriamente la comprensión de lo que oímos, está admirablemente ejecutado. Las tres escenografías son muy poderosas desde el punto de vista visual, la brusca transformación del perfil urbano de los ventanales del apartamento del primer acto en un mar tormentoso es impactante, como también permanece en la memoria ese larguísimo viaje en metro del tercer acto. En los tres actos hay cristales que dividen el espacio interior y exterior, quizás una metáfora del mundo mental y emocional de los personajes, por un lado, y su vida real, por otro. Asimismo, por más que quepa discrepar frontalmente de todos o gran parte de los elementos foráneos (subtramas, metatramas) introducidos por Stone, hay que reconocer también que su primera aparición se produce siempre en el momento musical exacto. Hay capricho en el qué, pero no en el cuándo. Que Brangäne saque las pociones y las hierbas de la madre de Isolde de una caja naranja de zapatillas Nike es solo uno de los muchos recordatorios de que el australiano está regalándonos un ejercicio extremo, casi límite, de posmodernidad teatral aplicada a un clásico. Lo que sucede es que Tristan ya lleva la impronta revolucionaria de serie: no es necesario añadírsela posteriormente.
Lo esencial de la parte musical es más fácil de resumir. Ninguno de los grandes wagnerianos decepcionó, aunque si hay que situar a alguien en el pináculo, el elegido solo puede ser Franz-Josef Selig, un Rey Marke colosal, noble, humano, dolorido. La dicción del bajo alemana es tan extraordinaria como las notas que canta y su gran monólogo del final del segundo acto fue el momento más emocionante de la noche. Nina Stemme se ha ganado a pulso la condición de una de las mejores Isoldes de las últimas décadas: aún sigue siéndolo, a pesar de que su carrera ha estado dedicada a cantar los papeles más exigentes y los que antes pasan factura a una voz. Su encarnación de la princesa irlandesa ha perdido en bravura, pero ha ganado en intensidad psicológica, moviéndose con la seguridad de siempre en todos los registros, agudos incluidos, que siguen sonando poderosos y firmes. Stuart Skelton no es un dechado de refinamiento, pero en esta ocasión ha ofrecido su mejor faceta, a pesar de que reservó fuerzas (como hacen todos los tenores, excepto Andreas Schager), no ya para el monólogo del tercer acto, sino para su tramo final. Josef Wagner, que tan buenas sensaciones transmitió en el Capriccio del Teatro Real, fue un excelente Kurwenal, superior a la Brangäne bien cantada, pero no siempre en estilo, de Jamie Barton.
¿Y qué decir de Simon Rattle y la prestación orquestal? Quizá la mejor manera de explicar lo escuchado es deslindar la pura ejecución de la interpretación. La primera fue magnífica, sobre todo teniendo en cuenta que, como él mismo ha declarado, esta era la primera vez que la inmensa mayoría de los integrantes de la Sinfónica de Londres tocaban completa Tristan und Isolde. Superaron las gigantescas dificultades de la partitura con nota, con el único borrón quizá de una intervención muy mejorable del corno inglés en su famoso solo del acto tercero (que empieza a tocar un músico ambulante en el interior del vagón de metro). Sin embargo, y esto es más demérito de Rattle que de sus instrumentistas, raras veces escuchamos un auténtico sonido wagneriano. Ya desde el Preludio faltó densidad, carne, enjundia. El director británico tendió a los tempi vivos (se despachó el segundo acto en 71 minutos, lo que debe de constituir todo un récord) y los pasajes rápidos pecaron siempre de falta de tensión: estallidos puntuales que tardaban poco en desinflarse. Lo mejor llegó en algunos tramos (los más reposados) del extenso dúo del segundo acto y del monólogo de Tristan del tercero, donde se produjeron los únicos momentos de verdadera simbiosis entre foso y escenario. Rattle estuvo claramente más pendiente de sus músicos que de sus cantantes y, por experimentados que fueran estos, fueron demasiados los pasajes en los que unos y otros parecían circular por vías paralelas. Con todo, es la puesta en escena lo que no logra redimir a este nuevo montaje de Tristan und Isolde: es posible que a Stone le cuadren sus cuentas conceptuales, pero no es menos cierto que no resulta fácil desentrañarlas y, mucho menos, comulgar con ellas.
El sábado por la tarde, en el histórico Théâtre du Jeu de Paume, se ofreció la habitual cuota barroca del festival, cuyo título, Combattimento. La teoría del cisne negro, hacía presagiar que asistiríamos probablemente a uno de esos experimentos teóricos que podrían llegar a convencer sobre un escritorio, pero que suelen patinar irremediablemente encima de un escenario. El centro del programa lo ocupa, claro, el Combattimento di Tancredi e Clorinda , incluido en el libro octavo de madrigales de Monteverdi. Lo que podía verse (los impecables trajes de los combatientes, las lanzas de luz —como en La guerra de las galaxias—, el énfasis en los colores rojo y verde –como si estuviéramos en una óptica—, las iniciales de sus nombres) no solo no añaden potencia dramática a la música, sino que se la restan. Algo parecido sucedió en las muy bien escogidas piezas anteriores (la primera parte de Hor che’l ciel e la terra, otro madrigal monteverdiano) y posteriores (de Luigi Rossi, Giacomo Carissimi, Francesco Cavalli y Tarquinio Merula, entre otros), donde ni uno solo de los elementos introducidos por la directora de escena, Silvia Costa (las maquetas del pasaje montañoso y las casas, la bola roja, las cenizas esparcidas por el suelo, la cuna con dosel, el inevitable desnudo femenino, los pequeños estandartes con la alfa y la omega, que pasan a primer plano cuando se interpreta, como cierre, la segunda parte de Hor che’l ciel e la terra) aportan absolutamente nada y resultan primarios, sin ninguna fuerza visual y, lo que es peor, sin ninguna conexión aparente con lo que se escucha.
Musicalmente, sin embargo, el nivel es muy superior, porque el Ensemble Correspondances y Sébastien Daucé son siempre garantía de saber hacer, aunque fue demasiado perceptible el lunar, precisamente, del Combattimento, cuyo Testo (Valerio Contaldo) no consiguió dar en ningún momento con el tono (o los tonos) del omnisciente narrador del drama: demasiado redicho en los pasajes lentos, atropellado y confuso en los rápidos. Nada que ver con la maravilla que nos regalaron Luca Dordolo y Marco Mencobini en Utrecht en 2016. Lo más conseguido fueron los pasajes polifónicos de las lamentaciones de Jeremías de Tiburtio Massaino y, por momentos, las dos arias de Cavalli que cantó, con su voz única, Lucile Richardot. Mediado el espectáculo, los instrumentos de cuerda necesitaban urgentemente ajustar su afinación, pero la dramaturgia del espectáculo, centrada en sus impenetrables honduras intelectuales, no había reparado en la necesidad imperiosa de estas menudencias prácticas.
Se trata, en suma, de un experimento que solo funciona musical, pero en absoluto escénicamente. Silvia Costa, colaboradora habitual de Romeo Castellucci, imita sin tapujos la estética de su maestro, pero, al menos aquí, sin rastro alguno de su talento o sus fogonazos de genio. Su propuesta es aburrida, pedante, naíf, soporífera. Convierte el Combattimento, una obra transgresora que debería mantenernos con el alma en vilo, una protoópera condensada hasta el límite, en un huero ejercicio esteticista, desprovisto de vida, de sustancia teatral, del más mínimo interés.
Si los 105 minutos de espectáculo de esta Teoría del cisne negro se hicieron muy cuesta arriba, esa misma tarde del sábado, poco más de una hora después, un estreno mundial con idéntica duración sí que prendió con fuerza el interés del público y levantó al final a todo el mundo de sus butacas. Nada más concluida la representación, las palabras que más se escuchaban en boca de los espectadores era “obra maestra”. Una sola audición es, probablemente, insuficiente para emitir un juicio tan lapidario, pero no hay duda de que la ópera de Kaija Saariaho tiene todos los elementos para, como le sucedió a Written on Skin, de George Benjamin, estrenada en 2012, también aquí, en Aix-en-Provence, iniciar un larguísimo paseo triunfal por los teatros de todo el mundo cosechando un éxito tras otro. De entrada, podrá verse en los que la han coproducido (Helsinki, Ámsterdam, Royal Opera House de Londres y San Francisco), pero pronto se correrá la voz y muchos otros querrán hacerla suya.
Innocence es una ópera multilingüe, cantada o hablada en inglés, finés, checo, rumano, francés, sueco, alemán, español y griego, y no por capricho, sino porque sus personajes proceden de esos países y se expresan en sus propios idiomas. En Finlandia, en un instituto internacional, un estudiante mata a un profesor y a diez compañeros disparando indiscriminadamente a cuantos va encontrando a su paso. Años después, su hermano pequeño contrae matrimonio con una joven rumana, a la que tanto él como sus padres le han ocultado aquellos hechos y su conexión con el asesino. Pero, en la celebración de la boda, una camarera checa resulta ser la madre de una de las víctimas y reconoce a la familia, ya que sus hijos estudiaban en el mismo instituto. En veinticinco breves escenas que se suceden, como los cinco actos de la ópera, sin pausa alguna, asistimos alternativamente a los testimonios de los estudiantes y de una de sus profesoras, por un lado, y a la celebración de la boda en un restaurante, por otro. Imposible, claro, no pensar en otro gran drama nórdico: Festen, de Thomas Vinterberg. Nada sabemos del homicida, tan solo mencionado igual que se cuentan los hechos pasados en las obras de Wagner, por lo que el quid dramático radica en el silencio cómplice de la familia y en su propia parte de culpa en una tragedia que ellos podrían haber evitado si no hubieran optado por callar y por mirar hacia otro lado.
Kaija Saariaho, la gran dama de la composición actual, aborda un argumento tan doloroso de frente, sin trampas ni sentimentalismos, con una música concisa, intensa, brutal por momentos, a la que llega con el bagaje de sus cinco óperas anteriores, la última de ellas Only the sound remains, interpretada recientemente en el Teatro Real y situada en las antípodas estilísticas y estéticas de este drama actual, nítidamente ubicado en el tiempo y en el espacio. Simon Stone ha concebido un solo elemento escenográfico que va girando lentamente, con tan solo contados momentos de estatismo, para ir mostrándonos a los diferentes personajes bien en el restaurante donde se celebra la boda, bien en el instituto en que se produjo la masacre. Al igual que en Tristan und Isolde, hay una inteligentísima sincronización entre música y movimiento escénico: sin que reparemos en ello, el centro lo ocupan siempre los personajes que hablan (los estudiantes), cantan a la manera clásica (los asistentes a la celebración nupcial) o se sitúan en un terreno intermedio (la profesora, que recurre a una especie de Sprechgesang, y la estudiante sueca) y, por último, Markéta, la hija de la camarera, un papel fantasmal confiado a una joven cantante finlandesa (Vilma Jää) especialista en cantos folclóricos finoúngricos. El argumento salta sin cesar en el tiempo, se mueve entre la realidad y el mundo de los recuerdos, pero la rueda no cesa de girar siempre en la misma dirección y no podemos hacer otra cosa que mirar fijamente lo que nos muestra.
En el reparto, destaca la madre que sigue protegiendo a sus dos hijos (el “inocente” y el “culpable”, aunque para ella no existe tal distinción), encarnada por la soprano francesa Sandrine Piau, que asciende con naturalidad y flexibilidad a las alturas estratosféricas (hasta el Do sobreagudo) en que sitúa Saariaho buena parte de su registro vocal, una suerte de moderna coloratura. Magdalena Kožená, en cambio, transmite mucho mejor el sufrimiento de la camarera con su actuación escénica que con su interpretación vocal, en la que caben probablemente más matices y, en los momentos clave, cuando se produce la anagnórisis y empieza a atar cabos, mayor intensidad. Espléndida Lilian Farahani como la novia y sólidos musical y escénicamente Tuomas Pursio y Markus Nykänen como el padre y el novio.
Cuesta creer que pueda dirigirse esta ópera con un mayor dominio y transmitiendo más convicción de como lo hace Susanna Mälkki, defensora de antiguo de la música de su compatriota, que, al frente de una formidable Sinfónica de Londres, traduce con absoluta precisión los infinitos matices de la partitura de Saariaho, que reserva motivos identificadores para cada uno de los personajes (la sombra de Wagner es alargada), muchos de ellos asociados a su vez a instrumentos concretos: la madre, al arpa; el padre, a los fagotes; el novio, a la trompeta; la novia, a la celesta; la camarera, a la cuerda; y la profesora, al coro, encarnación de todos sus antiguos alumnos. Al principio, las voces amplificadas de los estudiantes perturban un poco, pero poco a poco acaba comprendiéndose que es un efecto buscado a propósito por Saariaho, una experimentadísima cultivadora de la música electrónica y una experta en crear ambientes sonoros. La amplificación sirve para deslindar realidad y recuerdo, presente y pasado. La orquesta, después del tour de force wagneriano del día anterior, dio otra lección de ductilidad. Todas sus secciones rozaron el prodigio, pero merecen mención especial sus cuatro percusionistas, activos en todo momento y llenando la sala de timbres y ritmos diferentes. Fue, por supuesto, la compositora finlandesa la última en salir a escena durante los atronadores aplausos finales. De aspecto fragilísimo, el contraste entre la fuerza avasalladora de la música que acabábamos de escuchar y ese cuerpo menudo y encogido que llevaron hasta el centro del escenario en silla de ruedas fue el último arreón emocional de una velada que no pudo dejar a nadie indiferente.
Simon Stone, que había sido abucheado sin miramientos y casi con saña el día anterior, menos de veinticuatro horas después, en el mismo teatro, era aclamado y recibido con vítores en su salida a escena, convirtiéndose en uno más de los héroes del enorme éxito cosechado en su estreno por esta obra llamada a hacer historia. Y es que, recordando lo que le dice Figaro a Cherubino al final del primer acto de Le nozze di Figaro (la ópera que inauguró el miércoles la presente edición del Festival d’Aix-en-Provence), “come cangia in un punto il tuo destino”. Si todavía hay quien piensa que la ópera es un género caduco o anacrónico, sin encaje posible en el mundo actual, en cuanto vea y escuche Innocence cambiará de inmediato de opinión.
Babelia
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