Como príncipes
El Teatro Real estrena en España la última ópera de la finlandesa Kaija Saariaho
La historia empieza en Málaga, cuando un joven músico local, Manuel Francisco Fenollosa, se enroló en 1838 en una fragata estadounidense para evitar tener que combatir en la primera guerra carlista. Allí prosiguió su carrera musical, fue un activo abolicionista y compuso incluso un Himno de la emancipación. Se casó e instaló en Salem (Massachusetts), donde nació en 1853 su hijo Ernest, que se convertiría en uno de los sinólogos y japonólogos más importantes y respetados, en el auténtico padre del orientalismo. Tras su muerte en 1908, su viuda entregó sus numerosos escritos y traducciones inéditas al poeta Ezra Pound, “il miglior fabbro”, como lo llamaría años después T. S. Eliot en la dedicatoria de The Waste Land. Entre ellos figuraban varias traducciones de piezas tradicionales del teatro noh japonés, algunas de las cuales fueron publicadas inicialmente en 1916. Dos, Tsunemasa y Hagoromo, son las que han inspirado el nacimiento de la ópera bimembre Only the sound remains, de la gran compositora finlandesa Kaija Saariaho, que llega ahora al Teatro Real de Madrid, uno de sus coproductores.
Aquella primera edición tuvo un editor y prologuista de lujo: Ciertas obras nobles de Japón. De los manuscritos de Ernest Fenollosa, escogidas y finalizadas por Ezra Pound, con una introducción de William Butler Yeats. El premio Nobel de Literatura irlandés afirmaba que, inspirado por estas obras, había inventado “una forma de drama, distinguido, indirecto y simbólico, sin necesidad de multitudes o de la prensa para pagarse sus costes: una forma aristocrática”. Y esto es lo que ha hecho, de alguna manera, desplegando un talento y una sabiduría desbordantes, Kaija Saariaho, una operista ya experimentada que aquí apuesta por recostar al género en el diván de Oriente y Occidente para proponernos un espectáculo “distinguido, indirecto y simbólico”, intimista, desnudo, reflexivo, casi cortesano, del que, en cuanto espectadores, no podemos más que sentirnos privilegiados por poder verlo y escucharlo, aun en un grandioso marco decimonónico.
Only the sound remains
Música de Kaija Saariaho. Philippe Jaroussky, Davóne Tines, Cuarteto Meta 4, Theatre of Voices, Heikki Parviainen, Eija Kankaanranta y Camilla Hoitenga. Dirección musical: Ivor Bolton. Dirección de escena: Peter Sellars. Teatro Real, hasta el 9 de noviembre.
Only the sound remains (“Solo el sonido permanece”, una cita sacada de la primera obra, Tsunemasa) no es, por supuesto, una ópera al uso. Para empezar, no hay orquesta, sino tan solo siete instrumentistas en el foso; tampoco coro, aunque hace las veces de él un cuarteto vocal; y sobre el escenario cantan únicamente dos solistas, un contratenor y un barítono, además de la actuación de una bailarina que tiene asignado un importante valor simbólico en Hagoromo, más accesible pero menos compacta que Tsunemasa. Todo está condensado al máximo, esencializado: diversas flautas (soprano, contralto, bajo, piccolo), un pequeño arsenal de 16 instrumentos de percusión, tres tipos de kantele, el instrumento nacional finlandés cantado en el Kalevala (de 5 y 15 cuerdas y de concierto, este último provisto de apagador), y un cuarteto de cuerda, además de la precisa manipulación electrónica de voces e instrumentos por medio de reverberaciones, delays, espacialización o el uso del armonizador.
Hay frecuentes dejos orientales en la escritura instrumental, el kantele es un primo lejano del koto japonés, las flautas emulan por momentos al nohkan y la percusión es casi omnipresente, pero jamás interfiere ni avasalla ni enmaraña. No hay un intento de emular el teatro noh, pero sí de beber de su espíritu para que Saariaho dé rienda suelta a su característico estilo posimpresionista, dejando que las voces (en inglés, por primera vez en una ópera suya) expresen el texto de forma diáfana. En esto último son maestros tanto Philippe Jaroussky como Davóne Tines, pero el primero supera con mucho al segundo en la precisión milimétrica con que ejecuta cada nota o acomete cada salto interválico. El contratenor francés, como espíritu y como ángel, hace suya la obra con total naturalidad en una actuación llena de contención, mientras que el barítono estadounidense (un ejemplo paradigmático del tipo de cantantes que le gustan a Peter Sellars) resulta muy convincente en lo escénico, pero algo menos en lo musical.
Sellars reduce la escenografía al mínimo (tres telas pintadas, juegos de luces y sombras, mucha oscuridad) y se mueve como pez en el agua en este diálogo intercultural e interracial impregnado de filosofía oriental, tan afín a sus propias creencias. La suya es también una propuesta en la que nada sobra y en la que prima la sugerencia sobre la explicación, lo que se oculta sobre lo que se muestra. Ivor Bolton revela una faceta hasta ahora desconocida en el Teatro Real, dirigiendo música estrictamente contemporánea con menos efusividad de la habitual en él y esforzándose por encajar y mover las piezas de la complejísima partida de ajedrez ideada por Saariaho. Pero los mayores merecedores de elogios son los miembros del Cuarteto Meta4 (bien conocidos en Madrid por los numerosos conciertos ofrecidos aquí en los últimos años en un amplísimo repertorio que va de Haydn a Fernández Guerra), que hacen fácil lo extraordinariamente difícil, al igual que sucede con las cuatro voces portentosas de Theatre of Voices, a las que Saariaho hace sisear, vocalizar, musitar, susurrar, emitir sonidos de métrica precisa pero altura indeterminada y, claro, cantar. Peter Sellars les hace incluso gesticular moviendo sus brazos. La aportación de ambos cuartetos, muy superiores en todos los sentidos a los que estrenaron la ópera en Ámsterdam en 2016, es trascendental y cualesquiera loas se quedan cortas para dar cuenta del grado de sensibilidad, perfección técnica y afinidad con el evanescente y reverberante mundo sonoro de Saariaho del que hacen gala unos y otros. En sus manos y sus voces, pasajes como el interludio instrumental o el episodio El espíritu juega, de Tsunemasa, por ejemplo, se transforman en pequeños portentos rítmicos, armónicos y tímbricos.
No menos meritoria es la actuación de la kantelista Eija Kankaanranta, que tiene a su cargo una parte del máximo virtuosismo y exigencia, casi concertante en ocasiones: cuesta creer que pueda tocarse lo que está escrito en la partitura con esta versión finlandesa de una sencilla cítara, cuyas cuerdas han de pulsarse con los dedos, aunque puntualmente también percutirse con baquetas. Curiosamente, esta es la primera aparición estelar del instrumento finlandés por antonomasia en la obra de la muy finlandesa Saariaho. Deslumbrante es asimismo el dominio de sus distintos instrumentos que demuestran la flautista Camilla Hoitenga y el percusionista Heikki Parviainen, compatriotas de la compositora y buenos conocedores, asimismo, de las especificidades de su lenguaje. Que todos saludaran juntos al final (incluido Ivor Bolton, como uno más), vestidos de manera similar, sin divismos, sin individualidades, da una idea de que estamos ante el fruto de un trabajo más colectivo que nunca. Saariaho fue la única en recibir aplausos en solitario, pero es lo menos que cabe concederle después de haber ideado este perfecto entramado dramático-musical que sigue resonando en nuestra cabeza tras abandonar el teatro.
Nadie debería recelar de un espectáculo ya visto en Ámsterdam, Helsinki y París, y que tras Madrid podrá verse en Nueva York, en el que, por recuperar los versos que abren el Diván de Goethe, “norte y oeste y sur se hacen añicos” y que nos anima a “huir al puro Oriente a saborear el aire de los patriarcas”. Estamos ante un díptico operístico que irradia pureza y que recuerda en muchos aspectos a las primeras óperas nacidas en Italia y, llevando las cosas aún más lejos, al teatro griego que sus artífices querían emular. Fenollosa escribió, en referencia al teatro noh, que “una forma de drama, tan primitiva, tan intensa y casi tan hermosa como el antiguo drama griego en Atenas, sigue existiendo en el mundo”. Saariaho la ha evocado libre y magistralmente en estos dos encuentros entre el ser humano y lo sobrenatural que plantean un recorrido desde la oscuridad hacia la luz, esta última un concepto recurrente en sus composiciones. Al ver esta ópera, y nadie debería perderse el privilegio de dejarse envolver por ella, haríamos bien en sentirnos como príncipes renacentistas, o como emperadores nipones.
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