La pobreza y la exclusión social salen al escenario en Aviñón
El festival de teatro levanta el telón con ‘Welfare’, una obra valiente pero desigual sobre la marginalidad, en una edición marcada por un teatro político y pegado a la realidad que ha seleccionado el nuevo director del certamen, Tiago Rodrigues
El Festival de Aviñón hace subir a escena la pobreza y la marginalidad. La 77ª edición del certamen teatral más prestigioso del continente europeo levantó el telón el miércoles por la noche con Welfare, una obra sobre el riesgo de exclusión social en el Nueva York de los setenta, aunque podría suceder hoy mismo en cualquier ciudad occidental. El Palacio de los Papas, sede principal de este festival desde su creación en 1947, se ha convertido en una oficina de los servicios sociales instalada provisionalmente en un polideportivo. La piedra medieval ha quedado cubierta por una cancha de baloncesto, un escenario de aires brechtianos por el que deambulan personajes que no buscan autor, sino un poco de ayuda para sobrevivir.
¿Quién da la vez? Una madre soltera embarazada de su quinto hijo, un homicida en proceso de reinserción, una hippy epiléptica, una anciana que ha perdido la cabeza, un excombatiente en Vietnam con algún reflejo supremacista. Son víctimas del desclasamiento, héroes anónimos enfrentados al paro, a los problemas de vivienda, a adicciones varias o a una salud mental oscilante, que llaman a la puerta del Estado para que les procure un instante de alivio. Y que se ven atrapados, sin excepción, en un laberinto kafkiano, pese a la buena voluntad de una serie de funcionarios obligados a ejercer de mediadores entre David y un Goliat burocrático, al límite de sus fuerzas ante una falta flagrante de recursos. “Por favor, le pido que deje de gritar”, exige una supervisora a una “usuaria”, como la denomina la neolengua administrativa, sin entender que a sus interlocutores ya solo les queda ese poder.
Dirige la función Julie Deliquet, que se convierte así en la segunda directora que inaugura este certamen (la primera fue un nombre clave de la escena europea, Ariane Mnouchkine, fundadora del Théâtre du Soleil en 1964). A los 43 años, Deliquet es uno de los nombres pujantes del teatro francés, en el que ha llamado la atención en los últimos años con sus adaptaciones de obras de Ingmar Bergman o R. W. Fassbinder. Por todo ello, parecía la persona idónea para este proyecto: Welfare adapta el magnífico documental que Frederick Wiseman, maestro del género, filmó en 1975 en una sede de los servicios sociales en el bajo Manhattan. Además, Deliquet dirige desde 2020, aquel año infausto, el Teatro Gerard-Philipe de Saint-Denis, en la banlieue de París, situado en el departamento más pobre de la Francia metropolitana, por lo que el desmantelamiento del Estado del bienestar no debe de resultarle ajeno.
Pese a todo, la función provocó una relativa decepción en su estreno. Welfare es una obra valiente pero desigual, que nunca despega del todo y que puede que todavía necesite un poco de rodaje, que pareció desdibujada en el gran escenario de la antigua capital del mundo cristiano. Pretende reflejar la realidad pero acaba desfigurándola, incapaz de reproducir el poderoso registro documental del original. Salvo en un puñado de escenas turbadoras, que también las hay, sus diálogos suenan grabados en mármol, pronunciados con una solemnidad teatral, en el mal sentido de la palabra, que colisiona con la propuesta de Wiseman, un director superdotado a la hora de dar sentido a los momentos más insignificantes de la vida diaria, de encontrar oráculos potenciales en el discurso improvisado de cualquier desconocido con el que se topa su cámara.
El director estadounidense de 93 años, que subió al escenario para recibir aplausos que sonaban más amables que entusiastas, aspiraba a reproducir “el teatro de lo cotidiano”, como decía ayer sobre su documental, rodado hace cinco décadas, en un encuentro público en el centro de Aviñón. “Las situaciones humanas siguen siendo las mismas y, por desgracia, siempre lo serán. La única diferencia es que las reglas han cambiado”, añadía respecto a la destrucción gradual de la protección social que empezó con el giro neoliberal en los ochenta.
La obra teatral mantiene el registro involuntariamente burlesco de la película que la inspira. Un burócrata exige un certificado médico de embarazo a una mujer encinta de ocho meses, con el vientre a punto de explotar. Otra debe pagar 47 dólares mensuales por utilizar la cocina en un albergue, aunque al llegar se dé cuenta de que el establecimiento no dispone de ella. El resultado se acerca a los códigos del teatro del absurdo, “el de Ionesco y Beckett”, como admite Wiseman. Sus protagonistas esperan la llegada de un Godot, la res pública, que tampoco se anima a acudir a la cita.
En un rincón, una mujer aguarda callada durante casi toda la función. Cuando habla, su dicción suena menos profesional que la de los demás actores. En el extremo opuesto de este imponente escenario de 30 metros, suena la guitarra de un músico callejero, con un desaliño que no parece impostado. ¿Hay personas en situación de exclusión entre su reparto? La directora prefiere mantener la ambigüedad, similar a la que utilizó Alberto San Juan en su reciente adaptación teatral de Lectura fácil, la novela de Cristina Morales. “Quise elegir a un grupo de actores que estuviera familiarizado con las cuestiones sociales, por su militancia en este asunto o bien por sus propias historias personales. La idea era evitar cualquier efecto de distanciación”, aseguraba ayer Deliquet.
Si las expectativas eran altas también es porque Welfare es la primera apuesta del nuevo responsable del festival, el portugués Tiago Rodrigues, uno de los grandes del teatro europeo. En esta edición, ha apostado por combinar los nombres incontestables —de Anne Teresa De Keersmaeker a Milo Rau, que presentará una Antígona amazónica, pasando por Mathilde Monnier o Philippe Quesne— con la renovación: un 75% de las compañías invitadas nunca habían estado en Aviñón, gesto aplaudido en un festival acusado de recurrir siempre a los mismos nombres. “Aviñón tiene que ser un lugar para las apuestas, para las tentativas y para la legitimación de los artistas menos conocidos. No puede ser un espacio museológico reservado solo a las leyendas”, afirma Rodrigues. Además de seleccionar a varias compañías británicas “en respuesta al Brexit”, también ha invitado a la compañía catalana Mal Pelo, que interpretará su obra Inventions a partir del 20 de julio. El director se inscribe en la continuidad con “la utopía del teatro popular” formulada por el fundador de este certamen, Jean Vilar, partidario de escuchar en el escenario los ecos de lo que sucede en la sociedad.
La inauguración no fue ninguna excepción. La función, pistoletazo de salida a una edición que concentra 44 obras en el prestigioso programa oficial —sumadas a las 1.500 del llamado off, cita de calidad variable que se celebra en toda la ciudad—, empezó con un minuto de silencio por Nahel, el joven de 17 años que murió durante un control policial en Nanterre, en las afueras de París. De repente, los temas de la obra hacían un ruido distinto. “El teatro siempre habla del presente, incluso cuando está ambientado en otros tiempos. Las tragedias de Sófocles son igual de pertinentes hoy que hace 25 siglos, porque siguen hablando de nosotros. Por algo las llamamos artes vivas”, sonríe Rodrigues, para quien el asunto central de esta edición será “la vulnerabilidad colectiva”, esa temblorosa cohesión social que la pandemia terminó de fragilizar, tal vez para siempre. “Además de íntima y poética, el teatro siempre contiene una dimensión política”, confirma el director. Mientras la élite cultural salía del estreno de Welfare, dos sombras metidas en un saco de dormir pernoctaban en una esquina a escasos metros del Palacio. Por una vez, todo el mundo parecía advertir su presencia. Para que luego digan que el teatro no sirve de nada.
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