Mariquitinas, vírgenes y ‘top models’
Para educar en la fe más acendrada se cometen irreverencias e iconoclastias de tres pares, como crear un recortable de la Virgen del Rocío que incluye figuras, el paso y la portada de la ermita
Cuando era pequeña, además de correr y dar saltos como las cabras, tenía dos juegos preferidos. Uno era un juego secreto y el otro era un juego, pacífico y manual, con el que muchas niñas lo pasábamos bien: los recortables, las mariquitinas, que o bien me compraban, o bien dibujaba yo misma. Guardaba mis mariquitinas dentro de una caja de puros que, un día, mi abuela decidió tirar. Ese día se me fue a la porra la infancia. Ya era hora. Mi juego secreto era secretísimo porque en mi casa me habían contado que existir Dios no existía, pero que, no obstante, había relatos maravillosos que daban cuenta de sus creaciones y despropósitos. “Acuérdate de la mitología griega. Pues casi igual, pero en plan monoteísta”, me dijo mi tía Pili. “Vale”. Así que mi juego secreto consistía en dar misa.
Había ido a misa con mis abuelos maternos y me había fascinado el ritual de hostias, consagraciones y cánticos. La paz. Vaya movida lo de darse la paz. Tener la moneda preparada para echar al cestillo. Qué nervios. En mi habitación, me colocaba una casulla-poncho y, sobre una mesa, amontonaba unos libros tapados con un mantelito. Allí, en lo alto, ponía un candelabro, el crucifijo con el que mi padre había hecho la primera comunión y un tarrito de crema Ponds belleza en siete días que simulaba ser el copón de unas hostias imaginarias que iba depositando en las bocas de mis muñecas. Mi complejo de papisa se construía contra la inexistencia de mujeres-curas y como transgresión familiar: mi papi ateo irredento y racionalista. Yo escuchaba a Jeanette y, claro, era rebelde. Casi rebelde.
Estos recuerdos afloran porque mi corresponsal en Sevilla, el gran Isaac Rosa, me manda imágenes de productos que no puedo evitar comentar en estas columnas. No es la primera vez que pasa: sucedió con los mendigos que eran puestos de recarga de móviles y con unos instrumentos que parecían brochetas de cordero, pero que realmente eran artefactos para el masaje madero-terapéutico. Estos inventos nos hablan del mundo en que vivimos. Pues bien, mi corresponsal en Sevilla me hizo llegar, coincidiendo con el pollo que se montó por la parodia en TV3 de la Virgen del Rocío —¡noticias frescas!—, un producto para el recreo infantil que conjugaba a la perfección mis preferencias de niña: religiosidad ritual y recortables.
En El recortable de la Virgen del Rocío, por el módico precio de 10 euros, se incluyen figuras, paso de la virgen y portada de la ermita. Para educar en la fe más acendrada se cometen irreverencias e iconoclastias de tres pares. Nadie se hace mejor la auto-sátira que ciertos creyentes ejemplares. Encuentro en internet otra mariquitina que se puede vestir con distintos hábitos de monja, disfraz del Cid Campeador —o así—, enfermerita y miss. Quizá esta muñeca tenga un toque paródico —rezo por ello—, pero prometo que no me lo estoy inventando. Lo estoy viendo con estos ojitos para corroborar por enésima vez que la realidad supera la ficción, que deberíamos replantearnos el concepto “aleccionar” con que la derecha nos machaca para denunciar las clases de educación sexual y que quizá habría que despreocuparse de los juguetes con los que se divierte nuestra descendencia. Sobrevivimos incluso a los estímulos malignos. Yo creo que salí indemne de mis misas blancas y negras, y agradezco que en casa respetaran ese derecho al aburrimiento que nos permite simular fornicaciones, inventar historias de piratas o construir palacios con naipes. Crecer. A esa virgen del Rocío recortable, mariquitina sacramental, yo la habría convertido en una auténtica top model.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.