Estrellita
Abrimos la boca para puntuar, dictar sentencia incluso sobre lo que no conocemos, mientras nos tapamos los oídos cuando alguien explica un tema complejo que exige atención
Perder el miedo a decir lo que se piensa constituiría un logro de la humanidad siempre y cuando pensáramos en lo que vamos a decir. Pongamos en contexto el juego de palabras: en una plataforma de recomendaciones hosteleras, una señora le pone una estrellita a una confitería y justifica la baja calificación argumentando que permiten la entrada de perros y no abren los domingos. La calificadora no había entrado en el establecimiento ni probado sus bollitos. Se utiliza un léxico de prepotencia chirriante: “Le habría dado una oportunidad, pero…”. No importa la inanidad del argumento “crítico”; importa que esa estrellita deja un rastro. Asistimos a una creciente falta de empatía e incontinencia para refrenar nuestro sincerísimo y a menudo indocumentado gatillo. Lo canta Ojete Calor: “Nadie te ha preguntado. Eres subnormal. Te diría lo que pienso de tu sinceridad”. El mandato de la sinceridad avala el sentido de ciertas existencias superiores que acometen su buena acción del día, ayudando al perfeccionamiento de los negocios y orientando a una clientela que nunca irá a esa confitería: el rastro de esa estrellita baja la media. A quienes te hacen una chapuza en casa les pones un diez para que no los despidan. Cabría una pregunta sobre la perversidad sinonímica entre opinar, conocer, calificar. Incluso sobre la vinculación de estos verbos con “decir la verdad”. Como el léxico se adelgaza vertiginosamente, los sinónimos y las confusiones que generan son habituales. Perdemos lenguaje, pensamos mal y en esa sinceridad de víscera se asientan las postverdades.
Abrimos la boca para puntuar, dictar sentencia incluso sobre lo que no conocemos, mientras nos tapamos los oídos cuando alguien explica un tema complejo que exige atención, tiempo, esfuerzo. Perdemos demagógicamente los criterios de legitimación de las voces en beneficio del mercado; los libros, la mezquita de Córdoba o un burger se valoran con criterios similares: mínimo tiempo, máximo disfrute. Todas somos publicistas y a alguien le ahorramos la pasta de montar un departamento. Pero igual que la cultura nos cultiva o nos devasta, se nos pega al cuerpo como excrecencia o forma músculo, el ojo que mira un cuadro o lee un poema, a veces lo malogra. El gusto también se educa y la educación, la belleza de aprender lentamente, como señala Nuccio Ordine, potencia el placer y el sentido crítico. Los méritos obtenidos por generación espontánea fomentan una popularidad que nos hace estúpidamente geniales solo por ser quienes somos: se inocula el virus de una falsa singularidad en las personas más vulnerables acaso para que olvidemos nuestro derecho a la educación. La gente sabia, incluso la de extracción social humilde, ha de ser modesta, mientras la gente ignorante, incluso la aristocrática, se desacompleja dicharacheramente. Poder decir de todo es lo mismo que no decir nada. Ruido. Anulación del significado y la pertinencia. Yo hablo desde el miedo a perder un lugar al que no he accedido ni por alta cuna ni por baja cama, sino por educación. Mi alegato no es clasista, sino democrático: de nuevo, Ordine, premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades, advierte de que nos educan para consumir y ser rentables en el mercado laboral. Y eso no es educarnos, sino disecar sociedades neoliberales, bajo la fantasía futurista de la hiperconectividad, la desmemoria y la multitarea distractora, haciendo prevalecer la lógica del dinero y de su prepotencia para destrozar reputaciones. Pago, mando. Voy a pagar, mando. Aunque sea medio euro. Las estrellitas nos empoderan, arruinan confiterías ―o sacralizan gilipolleces― y siempre dan mucha pasta al dueño de los enchufes y las redes inalámbricas.
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