El rencor dentro del cuerpo, del amor, de las infecciones
El resentimiento es el sustrato profundo de la escritura creativa y, también, chispa de la crítica y del columnismo cultural
He leído un texto de sesenta páginas que ha reavivado mi interés por un género muy encochinado: la polémica literaria. La lucha por la lengua (Los tres editores), con prólogo de Constantino Bértolo, recoge declaraciones epatantes del escritor mexicano Salvador Elizondo a las que contesta con mala leche finísima la poeta costarricense Eunice Odio. Bértolo subraya que, en este tipo de polémicas, existe una intención de acotar un espacio propio en el campo literario: Elizondo busca su parcela frente a novelistas del boom, y Odio se construye contra la prosa y sus practicantes en general. A favor de la poesía. El sentimiento de exclusión frente a una idea dominante de lo literario define nuestra escritura: resulta muy difícil —maduro, soberbio, intolerablemente burgués— pensarse como parte del centro y no resentirse ante la exclusión. Sea esta del tamaño que sea. Antes de que nos fagociten los glóbulos blancos del sistema literario, nos autocompadecemos con cólera salvaje, disparando a matar, o con planto lastimero. Si estamos fuera, mal; si estamos dentro, peor. Quienes tenemos voz pública, al hablar de los otros, contra los otros, entre los otros, justificamos nuestra manera de entender lo literario. Infiltramos gotículas de ese rencor elegante que nutre la literatura, según María Negroni. El rencor, sustrato profundo de la escritura creativa —ficcional o autobiográfica— y, también, chispa de la crítica y del columnismo cultural.
Elizondo acusa a la lengua castellana de una rispidez, identificada con la sensualidad del realismo, que nos aleja de la abstracción filosófica y de ese ideal borgeano de lengua descorporeizada —sin ventosidad, escatología o grasa—. Elizondo se pone estupendo y carga contra la adjetivación y contra la hispánica necesidad de usar continuamente la conjunción “que”. La pataleta de Elizondo nos invita a plantearnos preguntas sobre las visiones esencialistas de una lengua literaria inamovible, pobre, siempre idéntica a sí misma en la cristalización de un estilo necrosado; y sobre la hipótesis de que el pensamiento sea exterior y anterior a la lengua, ¿gallina o huevo?: cualquier constructivista diría que lo primero es el dispositivo genético innato para la adquisición de la lengua materna… Elizondo practica la impostura de un temperamento nacional que determine y empobrezca un temperamento lingüístico. O al revés. Incluso abre el interrogante animista sobre si las lenguas tienen temperamento. Eunice Odio responde una a una a las salidas de pata de banco del mexicano, y sus palabras perturban si las analizamos desde un punto de vista postcolonial, enfrentándolas al ejercicio narrativo de escritoras actuales como Marina Closs, Daniela Catrileo o Arelis Uribe. Porque la defensa acérrima de Odio de la lengua y la literatura españolas dialoga con las ideas feministas de Adrienne Rich sobre la lengua del opresor, esa lengua masculina de violencias y guerras, que, sin embargo, también las mujeres necesitamos para expresarnos. Odio vive el gozo de una lengua y una tradición de las que no reniega: las celebra y forman parte de ella. Recuerdo el chiste de los romanos y los acueductos en La vida de Brian. Otro asunto es cómo la influencia se ha revertido y parece que la capacidad de “transmitir los más altos grados de temperatura anímica y abstracción” (Odio) a través del moldeado literario del castellano procede hoy de las nuevas tradiciones latinoamericanas. Otro asunto importante radica en la productividad del rencor: de Elizondo contra García Márquez, de Odio contra los novelistas, de Rich contra los opresores, de Closs contra “el tiránico español monótono”. De esa dialéctica entre el rencor y la imposibilidad de negar el propio cuerpo, el amor y las infecciones, nace la literatura que nos estremece.
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