El síndrome de Munchausen y el oficio de escribir
Sería maravilloso que un epitalamio o una novela de espías tuvieran efectos benéficos en la salud de nuestro aparato genital o de nuestra musculatura
En menos de cuarenta y ocho horas una chica me cedió su asiento en el metro, me pesé y había engordado cuatro kilos, y mi marido me proporcionó una información desconcertante: “Marta, roncas”. También mi madre me hizo una observación sobre mi fisiología que prefiero reservarme para no echarme a llorar y porque, aunque no lo crean, mi pudor tiene sus líneas rojas. Han sido unos días realmente difíciles —no “duros”: duro se pone el pan o duros son por naturaleza los metales y los huesos sanos—, en los que llegué a pensar que quizá a mí también me hacía falta alguien que me recetase un libro. Desde hace años, con la colaboración de la Escuela de Escritores, en la Cadena SER se monta un consultorio librológico al que acuden oyentes —¿o son “escuchantes”? El lenguaje cambia una barbaridad— que necesitan la recomendación de un libro para curar su desarraigo, su soledad, sus cataratas o sus alergias primaverales. La idea funciona y la sección resulta informativa. Divierte. Hace unos días, casi coincidiendo con mi decadencia corporal, me colgué al cuello el fonendoscopio de libróloga y me sentí muy bien. Receté algunas distopías, unos cuantos libros sobre ojos, una novela de Agatha Christie y alguna cosilla más… La profesión de libróloga a mí me viene bien porque en ella confluyen mis intereses letraheridos y mis curiosidades físicas: texto y cuerpo. Son importantes los diagnósticos tanto en la literatura, como en la atención primaria a la cubana. Hace algunos años, dentro del mismo programa de divulgación cultural, me pusieron una bata blanca, me dieron un recetario y me fui a una biblioteca de Madrid a jugar a los médicos —a las médicas, también—. Fui muy feliz, sobre todo, cuando se me acercó un vagabundo de los que pasan horas refugiados en las bibliotecas, porque tienen frío y acabamos hablando de Los hermanos Karamazov: él había leído la novela en su versión íntegra y no en una versión abreviada de la editorial Reno, que fue la que yo manejé cuando tenía 13 años.
El juego radiofónico sirve para darle un aire distinto a las recomendaciones literarias de siempre, subrayando el posible efecto consolador o curativo de la literatura. Personas enfermas en un mundo enfermo buscan en los textos literarios bálsamo, calmante, penicilina para atajar las infecciones. Y sería maravilloso que un epitalamio o una novela de espías tuvieran efectos benéficos en la salud de nuestro aparato genital o de nuestra musculatura. Al fin y al cabo, las palabras del arte resuenan en nuestros cuerpos y nuestros cuerpos pesan sobre las páginas que escribimos. Hay quien busca supositorios y sangrías, pinchazos en el fondo del ojo, no con afán masoquista, sino reclamando luz, entendimiento, una liberación. Complementariamente, hay libros excelsos que nos enferman, haciendo visibles nuestras fantasías de salud. O nuestras cegueras. Libros que no imponen un orden racional al dolor para aliviarlo, sino que con una piedra o un martillo rompen la superficie del espejo —escaparates, pantallas de los teléfonos móviles—, lo hacen añicos, para que nos veamos con un filtro balsámico menos entre nuestra percepción y las cosas. Las escritoras cogen una cuchillita y rasgan con ella la perfección del estereotipo de la feminidad. Un escritor narra la metamorfosis de un hombre en cucaracha y nos vuelve la cabeza del revés. Lo que no escuece, no cura, podría ser la consigna médico-literaria. También pienso en una posibilidad terrorífica: escritoras y escritores con el síndrome de Munchausen, ya saben, esa gente que enferma a su familia para tenerla que cuidar. Para hacerse imprescindible en una comunidad en la que se va perdiendo toda relevancia.
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