¿Es la cultura un asunto solo de la tercera edad?
Lo que veo cuando voy al cine o a clubes de lectura es gente mayor apurando los rescoldos de una hoguera
No me importan en las secciones de cultura fenómenos de emersión y combustión espontánea de estrellas. Me importan cosas que pasan en la calle. Lo que miro porque veo y lo que veo porque miro; sin visión, la mirada busca otras estrategias para realizarse y, a la vez, sin mirar, no hay quien vea nada: parafraseo de memoria un parlamento de Los desiertos crecen de noche, de Sanchis Sinisterra, conjunto de piezas breves excelentemente interpretadas en el Teatro Fernán Gómez. Lo que veo cuando voy al cine o a clubes de lectura —maravilloso el último con la Federación de Pensionistas y Jubilados de CC OO— es gente mayor apurando los rescoldos de una hoguera. No siempre es así, pero casi siempre sucede. María Álvarez, cineasta argentina, mira hacia lugares parecidos a los que yo miro y ve cosas semejantes: en Las cinéphilas cuenta la historia de jubiladas argentinas, uruguayas, españolas que van al cine a diario; en Las cercanas enfoca hacia dos nonagenarias mellizas pianistas. En El tiempo perdido retrata un grupo de personas mayores que se reúne en un café de Buenos Aires para leer en voz alta fragmentos de En busca del tiempo perdido y comentarlos. Podríamos interpretar la película en esa esperanzadora clave que nos lleva a seleccionar solo las buenas noticias del periódico. Pero aquí hay luces y sombras: el deseo de mantener inteligencia, cordura, sensibilidad, leyendo un texto fabuloso, se combina con la certeza de que envejecemos a una velocidad acelerada, sobre todo, cuando se percibe que un entendimiento de la cultura, incluso de la conversación, se acaba. Ya no hablamos por teléfono —quizá por la brutalidad comercial— y Banville afirma que la sociedad ha renunciado a la condición básica del arte: la dificultad. El documental no es solo una loa a cierto tipo de vejez activa, sino también un barrunto de la pérdida irreparable de una forma de relación con el texto artístico.
Estas personas recuperan su vida leyendo. Hay quien se aferra a recuerdos que se deshacen: un anciano repite que es su cuarta, su quinta revisión de Proust; el grupo se fundó por iniciativa de su hija. En sus relecturas afirma descubrir algo nuevo. Pero, cada vez que comienza sus intervenciones, el hombre repite el número de lecturas y las circunstancias de la fundación del grupo. Una anciana se impacienta: “¿Podríamos avanzar?”. El efecto melancólico se atenúa gracias a los aprendizajes: creación como autoconocimiento, relato como memoria, deseo como horizonte estético… El texto interfiere en la realidad de quien lee, igual que la realidad de quien lee interfiere en el texto, y es necesario descuartizar a Proust para amarlo y amarlo para poderlo descuartizar. Leer en voz alta y en compañía acarrea beneficios mientras el íntimo diálogo con las palabras se transforma en intercambio público. La lectura se rebela contra desmemoria y soledad. Puede que no haya que destruir a Siri, como haría el Capitán Swing, pero quizá convenga conservar la memoria a través de interpretaciones lentas y orgánicas. No renunciar. Hay algo terminal y a la vez esperanzador en la idea de que las revoluciones, como resistencias analógicas y cultura viva, puedan llegar aupadas por una ancianidad mayoritaria. Pero no es suficiente. No solo las cinéphilas deberían mantener los cines abiertos mientras aprenden a usar un ordenador. También la juventud, hiperconectada, puede leer a Proust y reconocerse en una forma de humanidad que no podemos perder.
Babelia
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