Proust y el anhelo de fundirse con la vida
Hace 100 años murió el autor de ‘En busca del tiempo perdido’ y sus palabras siguen mostrando los múltiples caminos que se recorren al perseguir la felicidad
Un 18 de noviembre, hace exactamente un siglo, murió entre las cinco y las seis de la tarde Marcel Proust. En la segunda parte de En busca del tiempo perdido hay un momento en que el narrador ve por la otra punta del paseo del dique de Balbec, donde se ha instalado con su abuela para llevar un poco mejor sus problemas de asma, una especie de “mancha singular y movible”. Se trata de cinco o seis muchachas que avanzan entretenidas, “las que se quedaban atrás alcanzaban a las otras de un vuelo”, observa. Una de ellas empuja una bicicleta, todas visten de una manera particular (en trajes deportivos, como si no fueran de allí), caminan con determinación, sin ninguna “tiesura” (la traducción de las citas de Proust es la de Pedro Salinas), exhibiendo unos cuerpos muy flexibles, pero que transmiten “esa inmovilidad tan curiosa propia de las buenas bailarinas de vals”.
El narrador comenta que las personas que están en el dique detenidas tienen que apartarse ante el avance de la cuadrilla de las muchachas, como si se les viniera encima “una máquina sin gobierno”. “No necesitaban afectar ningún desprecio por todo lo que no fuese su grupo, porque bastaba con su sincero desprecio”, escribe el narrador de A la sombra de las muchachas en flor, y observa enseguida que “estaban henchidas, rebosantes de esa juventud que es menester gastar en algo”. Es tan convincente la voz del narrador de Proust, te envuelve y te arrastra de tal manera que, en realidad, es como si fuera el mismo Proust el que observara a esas muchachas y se viera profundamente tocado, embriagado por semejante visión, inquieto cuando se cruzan sus miradas y que percibe que proceden de “ese mundo inhumano en que se desarrollaba la vida de la pequeña tribu, inaccesible tierra incógnita a la que no llegaría yo nunca”, dice, “y en donde jamás tendría acogida la idea de mi existencia”.
En su trabajo sobre Proust, Edmund White cuenta que en Cabourg (el Balbec de la novela) tenía el ojo puesto en “un grupito de jóvenes guapos a los que enviaba cartas tiernas” y recoge una observación de Henri Bonnet, que explicó en un ensayo sobre el escritor que “fue esta banda de muchachos, conocidos casualmente en la playa y observados con febril fascinación, la que inspiró directamente la descripción proustiana del grupo indistinto de muchachas en flor”. Lo que esa secuencia atrapa es la irrupción de un intenso deseo por fundirse con la belleza que esas muchachas —o muchachos— derrochan, con su vida. Es un “deseo doloroso”, confiesa Proust, por lo que tiene de irrealizable, pero dice también que lo que hasta entonces había sido su vida dejó bruscamente de serlo, que ya solo quería recorrer el espacio que conformaba aquel grupo porque era ahí donde iba a encontrar “esa prolongación y multiplicación de sí mismo que constituye la felicidad”.
Cien años después de su muerte, Proust sigue expresando lo que entre tantos pliegues nos define como personas. Yo nunca vi “nada tan bello”, escribe, “tan hondamente empapado de vida desconocida, tan inestimablemente precioso, tan verosímilmente inaccesible”. Aquellas muchachas eran “un ejemplar delicioso y en perfecto estado de la felicidad desconocida y posible de la vida”. Por esos encuentros fulgurantes vivimos, y seguimos aguantando gracias a esos momentos de extraña y fugaz felicidad. Proust consiguió darles forma, bendito sea.
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