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MANERAS DE VIVIR
Columna
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Unos cuantos instantes de eternidad

Proust era un neurótico aterrorizado y obsesionado desde la infancia por la muerte

Rosa Montero

Acabo de leer un libro bellísimo: Monsieur Proust (editorial Capitán Swing), las memorias de Céleste Albaret, que fue la criada del novelista durante los últimos nueve años de su vida. Yo no sé si el texto producirá la misma impresión en las personas que no sean tan apasionadamente proustianas como yo (incluso hice mi tesina de periodismo sobre él), pero tiendo a creer que sí, porque es un retrato íntimo, delicado y agudo de un personaje singularísimo, un enfermo real e imaginario que apenas salía de su cama, que sólo se alimentaba de café y algún que otro cruasán, un chiflado evidente, un friki notorio que, contra todo pronóstico y toda expectativa, como el patito feo que deviene en cisne, fue capaz de crear una obra no sólo rompedora, colosal y diferente a todo, sino que además sigue siendo única. En busca del tiempo perdido no ha tenido continuación ni seguidores, no ha creado escuela. Es una cumbre de la historia de la literatura que permanece solitaria y aislada, como un inmenso, rutilante iceberg que flota majestuoso en mitad del océano.

En realidad el libro de Céleste es la historia de una extraña pareja, porque ella es otro personaje. Con 21 años y recién casada cuando comenzó a trabajar con Proust, era una campesina inocente e ignorante que, con increíble generosidad, se adaptó enseguida a la exigente, extraordinaria vida de su señor, tirano de guante de seda. Y así, la pobre Céleste terminó viviendo de noche como Proust, acostándose a las nueve de la mañana para levantarse a las doce o la una como muy tarde, trabajando sin cesar, sin vacaciones, sin domingos, siempre pendiente de las maniáticas necesidades del escritor. Un régimen de vida agotador que sólo su fortaleza y su juventud le permitieron aguantar. Además Proust le pagaba poco y mal, y fue tan poco previsor o tan miserable que no le dejó absolutamente nada en su testamento. Unas condiciones laborales durísimas.

Pero es que, claro, había una compensación inigualable. Estar con Proust era alcanzar una intensidad, una complejidad de vida que, sin él, Céleste no hubiera podido ni imaginar. “Mi día equivale a tu año”, cantaba Lou Reed; y sin duda los nueve años que la mujer pasó junto al escritor fueron los más importantes de toda su existencia. Inteligente y sensible, Céleste pudo desarrollar esas cualidades junto a Proust. Murió nonagenaria y echándole de menos. Su libro es una historia de amor, de descubrimiento estético e intelectual, de entrega, de lucha y maravilla; es, sobre todo, el relato de una feroz pelea contra la muerte.

Porque Proust era un neurótico aterrorizado y obsesionado desde la infancia por la muerte; y toda su obra es una tenaz batalla contra el tiempo, contra ese corrosivo fluir de los días que nos lleva a la nada. Pero esa batalla se multiplica en los años finales, en la época de Céleste, cuando Proust era consciente de que, en efecto, la muerte se acercaba a paso rápido y él aún tenía mucho libro que escribir. Consiguió poner fin a En busca del tiempo perdido apenas un mes antes de fallecer.

En realidad el emocionante texto de Céleste plantea a la perfección el viejo dilema entre vida y obra. Proust es uno de esos autores que, como Kafka o Pessoa, tuvieron unas existencias áridas, carentes, rutinarias, pobrísimas. Pero les cabía el universo entero en la cabeza. El caso de Marcel Proust parece especialmente sangrante, porque vivió la vida de un esnob; era adulador hasta la bajeza y se moría porque le hicieran caso una serie de personajillos de la buena sociedad totalmente insulsos, vacuos o despreciables. Pero luego todo ese tiempo dedicado a pisar salones, que en efecto podía parecer miserablemente perdido, se convirtió en el Tiempo Perdido con mayúsculas, en la sustancia misma de la vida, porque en cada existencia, por mínima o mediocre o estúpida que sea, puede contemplarse, si sabes mirar bien, la conmovedora y grotesca tragedia de la vida.

Proust murió en 1922, con 51 años. Céleste, tan joven entonces, falleció en 1984, a los 92. Sus conmovedoras palabras fueron recogidas magistralmente en 1973 por el escritor francés Georges Belmont, que murió en 2008 con casi cien años. El texto ha sido traducido por Esther Tusquets (junto con Elisa Martín Ortega), desaparecida en 2012 a los 76. Todos fallecieron. Esa dura batalla contra la muerte y el olvido que vemos reflejada en el libro de Céleste, esa esforzada pelea de los dos, a solas, en la frágil barquita de la cama de Proust, sufriendo las embestidas de la tempestad del tiempo, acabó en naufragio. Al final, la Parca siempre gana. Aunque, en esta ocasión, Proust consiguió herirla y, a fuerza de belleza, le robó unos cuantos instantes de eternidad.

@BrunaHusky, www.facebook.com/escritorarosamontero, www.rosa-montero.com

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