Nada más que vacío
En la obra de W. G. Sebald se mezclan un mundo que se precipita en la ruina con algunas personas que le devuelven la dignidad a la vida
En agosto de 1992, W. G. Sebald emprendió un viaje a pie a través del condado de Suffolk. Fue lo que llamó una peregrinación inglesa y terminó por convertirse en Los anillos de Saturno, el libro que publicó en 1995. Si hubiera que resumirlo de manera rápida con alguna impresión, quizá sirva un comentario que hace en el pequeño pueblo de Middleton cuando está de visita en casa de un amigo, el escritor Michael Hamburger. “Todo está a punto de venirse abajo”, piensa al mirar a su alrededor, y de eso trata de alguna forma cuanto narra en esas páginas, de decadencia, de ruinas, de precipitarse poco a poco en la nada, de desastres y de destrucción, de miseria, de lo más diversos horrores cometidos en diferentes momentos y lugares, del mal.
Al mismo tiempo, sin embargo, escribe de las inquietudes de algunas personas, de lo que hicieron o pensaron, de lo que soñaron, unos cuantos gestos, un signo de valentía, la pasión por la verdad o por la belleza, el afán de conocer, el simple empeño por que las cosas marchen. Esa es quizá la tensión subterránea que hay en Los anillos de Saturno, el viejo cuento del bien y del mal, y al fin: la afirmación de la vida. Hay un momento en que Sebald se sienta en un banco en la pradera llamada Gunhill frente al mar, como si estuviera en un teatro vacío, y de pronto es como si viera la batalla que tuvo lugar ahí delante el 28 de mayo de 1672 cuando la flota holandesa abrió fuego contra los barcos ingleses que se encontraban en la bahía de Southwold.
“Todo está a punto de venirse abajo”: en el Royal James, que fue incendiado en al ataque, murió casi la mitad de una tripulación de mil personas. Hubo testigos que contaron que el comandante de las fuerzas inglesas, Edward Montagu —el primer conde de Sandwich—, gesticulaba de desesperación cuando las llamas lo iban cercando. “Lo único cierto es que su cadáver hinchado fue arrojado a la playa, cerca de Harwich, un par de semanas más tarde”, explica Sebald. “Las costuras de su uniforme se habían reventado y los ojales estaban desgarrados, pero las condecoraciones de los pantalones refulgían con una magnificencia que no había menguado aún”.
Un cadáver hinchado y las condecoraciones que siguen brillando, de eso va esta vaina. Y así la cuenta Sebald en Los anillos de Saturno: camina, se detiene, observa lo que hay alrededor, salta al pasado, escribe de seres maravillosos, explica lo que hace el arenque, o habla de Joseph Conrad y de Roger Casement, de Thomas Browne, de las matanzas de los croatas a orillas del Sava, de la vida de Swinburne. Y también trata de gente más cercana y de sus sentimientos inexplicables. Encuentra a unos pescadores en una playa al sur de Lowestoft. Los ve cómo están mirando fijamente hacia el este, cada uno de ellos está completamente solo (“y no tiene confianza más que consigo mismo y con sus pocos aparejos”), y entonces Sebald apunta que lo que cree es que “sencillamente les gusta demorarse en un lugar en el que tienen el mundo tras de sí y ante ellos nada más que vacío”. El mar, la nada. Empieza agosto, y muere un ser querido.
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