Esto es una fotografía
Las imágenes que hizo Javier Campano entre 1975 y 1987 muestran una manera muy personal de mirar el mundo y la libertad que llegó con el final del franquismo
En la edición de este año de PHotoEspaña hay una exposición, El ojo errante, dedicada a Javier Campano. Está en el Museo Lázaro Galdiano, en Madrid, y se ocupa de los trabajos que realizó entre los años 1975 y 1987. Fue una época especial, la dictadura de Franco se corroía a pasos agigantados, los valores del nacionalcatolicismo estaban por los suelos hechos trizas, la gente quería divertirse y descubría que la vida era algo más que un catálogo sombrío de prohibiciones y que ni siquiera era obligatorio sentirse todo el rato culpable. Así que se abrieron las ventanas y empezó a circular el aire. Elsa Fernández-Santos, comisaria de la muestra, le pregunta a Javier Campano, al final de la conversación que recoge el catálogo, qué es lo que le gustaría transmitir con su obra, y él contesta: “Emoción. Aunque también pasar el testigo, que la gente se fije más en lo que tiene alrededor. Enseñar y dar. Enseñar a mirar y a descubrir”.
Eso de fijarse en lo que existe alrededor tiene siempre algo de revolucionario, y más durante aquellos años en que se abandonaba el franquismo. Las dictaduras se te colocan encima como una losa y te oscurecen lo más inmediato y lo que está más allá, provocan esa negrura, y es como si no hubiera nada más que una única alternativa, la de tragárselas o la de pelear para quitártelas de encima. Con la muerte de Franco se acabó esa dinámica tan intensa, y que muchos siguen recordando con nostalgia, de pasarse el día y la noche luchando contra un régimen decrépito.
Cuando la losa se derrumbó, de pronto era posible salir a la calle ligero de equipaje, abierto a cuanto podía pasar, con ese desenfado que invita a que todo es posible y que permite posar la mirada en cualquier cosa: unos números, los letreros de las posadas y los bares y los cines, las pintadas (“te echo de menos”), las cortinas, los enchufes, los pomos de las puertas, los sombreros, los coches, los aviones, los escaparates, los espejos. Y aquel fotógrafo tomaba nota, devoraba cuanto encontraba, abría la realidad, la ensanchaba, la llenaba de gracia, de humor, de ternura. Su hermano, el pintor Miguel Ángel Campano, lo conectó por aquel tiempo con distintas galerías y museos. Eran auténticos laboratorios para quitarse la mugre con la que te llena por dentro una dictadura. Javier Campano trabajó con la revista Poesía y con la galería Buades, por ejemplo. Viajó a Italia, a Egipto, a Estados Unidos. Etcétera.
En Franny & Zooey, el libro de J. D. Salinger, hay al principio una carta que Franny le escribe a su novio Lane y donde le confiesa que ha empezado a despreciar a todos los poetas excepto a Safo, y la cita: “El delicado Adonis se muere, Citerea, ¿qué podemos hacer? Golpead vuestros pechos, doncellas, y rasgaos las túnicas”. Luego le dice: “¿A que es maravilloso?”. A Javier Campano lo invitaron hace unos años a que comentara sus imágenes en una sala del Reina Sofía. Se iban proyectando en una pantalla. “Esto es una fotografía”, dijo de la primera, y se quedó callado. Pusieron la segunda, y observó: “Esta es otra fotografía”. Y siguió mudo. Luego la tercera, la cuarta, la quinta… Y siempre lo mismo: son fotografías. ¿Qué más podía decir que tuviera sentido? Pues seguramente lo que dijo Franny, y solo él no podía decir. ¿A que son maravillosas?
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