La realidad habitada de Antonio Gala
No fue ajena a la inmensa popularidad del escritor la imagen pública que cultivó: un hombre osado y culto, de porte atildadamente aristocrático
Antonio Gala, fallecido este domingo a los 92 años, tuvo el raro privilegio de disfrutar del favor de muchos miles de lectores. Ser consciente de ello, y de que su voz seguiría oyéndose en su teatro, sus novelas, sus poemas y artículos, e incluso en sus guiones y programas televisivos, explica que clausurara serenamente su obra hace muchos años: 20 han transcurrido desde su última pieza teatral (Inés desabrochada) y 15 desde su última novela (Los papeles del agua). No fue ajena a esa inmensa popularidad la imagen pública que cultivó, la de un hombre osado y culto, de porte atildadamente aristocrático y dueño de una elocuencia en la que la poesía y la filosofía mundana estaban embebidas de un hedonismo que se codeaba con Séneca.
Ese es el Gala que, en 1990, con un bagaje literario de casi tres décadas, debutó como novelista con El manuscrito carmesí, donde se metía en la conciencia de Boabdil, el último rey moro de Granada que no quiso ser rey. El éxito de la novela, que obtuvo el premio Planeta, fue incontestable, y aun así fue capaz de repetirlo en 1993 al contar en La pasión turca una historia de amor destructivo en la que tanto se celebraba el empoderamiento sexual de la protagonista como se alertaba del abismo al que aboca una pasión conducida sin frenos. Son quizá sus mejores novelas, ambas sobre dos soledades radicales, sobre los confines del deseo y el acatamiento o desafío de las coerciones, que eran asuntos nada ajenos a su teatro. Supo dotarlas de los ingredientes emotivos y sentimentales y hasta de los lugares comunes que aseguran la respuesta favorable de la mayoría de lectores.
El Gala anterior, el dramaturgo que estrenó en 1963 Los verdes campos del Edén y había triunfado con el musical Carmen, Carmen (1988), también había sabido buscar el halago del público evitando tanto el realismo didáctico —que consideró un fraude— como el experimentalismo incomprensible. Sin desistir del propósito crítico que siempre impulsó su escritura, la denuncia o la sátira social se vertía en un molde alegórico, por lo general obvio, y también adoptaba la forma de revisión —o resignificación— de mitos como el de Ulises y Penélope (¿Por qué corres, Ulises?) o el Cid y doña Jimena (Anillos para una dama). Nos quedan algunas piezas muy logradas, como Noviembre y un poco de yerba (1967), sobre la sociedad dividida por la Guerra Civil, o Los buenos días perdidos (1972), donde la metáfora de España como una sacristía cerrada salta a la vista.
Gala antologó la parte más desconocida de su obra, la lírica, en Poemas de amor, donde, en cierto modo, está todo él. Desde el muchacho que a finales de los años cuarenta escribió un libro que no publicaría, Perseo, hasta el poeta finalista del premio Adonáis en 1959 con Enemigo íntimo y, en fin, el hombre provecto que en El poema de Tobías desangelado (2005) regresa al que fue su tema más constante: el amor como camino de evasión y salvación de una realidad deshabitada. El amor como única habitación de un mundo del que él ya se ha despedido.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.