Matar a un oso por comportarse como un oso: historias de los últimos territorios salvajes de Europa
Los Alpes, evocados en la película ‘Las ocho montañas’, no solo son un espacio de bosques y cumbres. También simbolizan la cultura del continente, de Bach a John Berger
Una osa de 17 años, llamada JJ4, lleva dos meses acaparando titulares en Italia después de que matase a un joven de 26 años, Andrea Papi, que estaba practicando deporte en un sendero de los Alpes, en la provincia italiana del Trentino. La osa se había mostrado agresiva en el pasado: en 2020 ya había atacado a un padre y a su hijo. El debate ruge entre los partidarios de matar a un animal peligroso —y de paso cargarse a todos los osos de los Alpes, reintroducidos hace décadas desde Eslovenia— y aquellos que sostienen que no se puede eliminar a un oso por comportarse como un oso y que tenemos que aprender a convivir con los grandes carnívoros. Como en casi todos los problemas de verdad importantes, los dos bandos tienen su parte de razón.
En medio de lo que la periodista científica Elizabeth Kolbert ha llamado La sexta extinción, la desaparición en todo el planeta de cientos de especies a un ritmo apocalíptico, se ha producido un éxito conservacionista muchas veces olvidado: los grandes carnívoros europeos se han recuperado y cada vez comparten un espacio más importante con los seres humanos. En la cornisa cantábrica, donde la población de osos crece de una forma constante y saludable, se han producido bastantes incidentes, aunque —afortunadamente— ninguno mortal. Los osos son criaturas normalmente tranquilas y lo suficientemente sabias para evitar a los seres humanos, pero pueden resultar temibles si tienen crías o se asustan. Con los lobos, el conflicto es constante por sus ataques contra la ganadería. Recientemente, aparecieron dos cabezas de lobo en el Ayuntamiento de Ponga, en Asturias, en un mensaje a las autoridades digno de El Padrino para que controlasen la población.
Todos esos encuentros se producen en las montañas y en los grandes bosques, en lugares que se mantienen como las últimas fronteras salvajes de Europa, un continente no totalmente domesticado. En esos espacios transcurre una preciosa película que se puede ver en el cine, Las ocho montañas, de Felix van Groeningen y Charlotte Vandermeersch, basada en la novela de Paolo Cognetti. Se trata de un relato emocionante sobre la amistad, el amor, la vida; pero es también la historia de un tipo que quiere vivir como un montañés, que se niega a bajar de sus espacios escarpados y solitarios.
La desaparición del mundo rural en Europa ha producido muy buena literatura —desde el clásico Una vez en Europa, de John Berger, hasta La España vacía, de Sergio del Molino, Los últimos. Voces de la Laponia española, de Paco Cerdà o gran parte de la obra de Julio Llamazares—. Las ocho montañas habla de eso, de los pueblos que se vacían, de los niños que crecen sin otros niños en poblaciones con una decena de habitantes que alguna vez tuvieron varios cientos, de la dificultad para sostener un modo de vida tradicional, pegado a la tierra. Pero también describe la montaña, el mundo alpino.
Los Alpes, el inmenso macizo montañoso, se ha erigido como un tremendo obstáculo desde tiempos inmemoriales —que se lo digan a Aníbal y sus elefantes—, pero se trata también de un lugar que han recorrido las civilizaciones y las culturas, en el que se conservan lenguas que parecían olvidadas y cuyos valles han servido de forma de comunicación y comercio durante siglos. Los Alpes son un territorio salvaje, uno de los últimos de este continente cansado y resabiado, pero también un inmenso foco de creatividad y comunicación.
En su último libro, El violín de Lev (Acantilado, traducción de María Belmonte), Helena Attlee narra la historia de la edad de oro de los violines italianos, instrumentos que crearon Stradivari o Guarneri y que ahora pueden alcanzar varios millones de euros en un mercado al que cada vez tienen más dificultades para acceder los que los tocan. La madera para aquellos violines procedía de piceas de los Alpes y solo un gremio, los boschieri, estaba autorizado a talarlas. “Eran los hombres de la región que conocían la altura y circunferencia de cada árbol de su zona”, escribe Atlee, “exhibían sus heridas como símbolo de su oficio y eran lo suficientemente duros y pobres como para trabajar en un territorio tan peligroso, siempre bajo la amenaza del riesgo de corrimientos de tierras, avalanchas o inundaciones”. Sin el trabajo de aquellos montañeses, las Sonatas y partituras para violín solo de J. S. Bach nunca hubiesen sonado igual, sin aquellos rudos trabajadores del campo una de las cumbres de la cultura universal sería diferente.
Las montañas no solo simbolizan un mundo rural intemporal que desaparece poco a poco borrado por el siglo XXI. Sin ellas, sin los Alpes, los Pirineos, los Picos de Europa, los Apeninos, sin sus osos y sus lobos, sus bosques y sus cumbres, no se puede entender la cultura europea. Conservarlas es casi una cuestión de supervivencia.
Babelia
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