Sammy Harkham culmina 14 años de obsesión artística con su cómic ‘La sangre de la virgen’
La novela gráfica del maestro del género parte de la historia de un soñador que trata de abrirse camino en la industria del cine para acabar suscitando preguntas sobre el arte y la vida
Los Ángeles, 1971. Seymour aguanta cuatro horas en transporte público para llegar a Beverly Hills a tiempo para la reunión con su jefe, que llega tarde. No ha cogido el coche porque su mujer lo necesitaba para llevar al hijo de ambos a la guardería. Por la mañana, él ha descubierto que le han salido tres canas. “Te damos 5.000 dólares por el guion y rodamos la semana que viene. ¡Tu primera venta! ¡Felicidades!”. Estas palabras de su superior trastocan la vida de Seymour, el protagonista de La sangre de la virgen (Fulgencio Pimentel). Es el cómic que Sammy Harkham (Los Ángeles, 42 años), renombrado editor de la antología Kramers Ergot, ha estado dibujando durante 14 años y uno de los proyectos más esperados en el panorama de la historieta estadounidense. Su título es también el de la película para la que le compran el guion al protagonista, un hombre de 27 años que trabaja como montador en la industria del cine de bajo presupuesto.
El cómic llega en un momento en el que proliferan los cantos al viejo Hollywood, como Babylon, Los Fabelman o Érase una vez... en Hollywood. “Es cierto que vivimos un momento extraño ahora que salen estos réquiems, porque parece que es el fin de un tipo de cine como lo conocemos”, admite Harkham, “pero intenté dejar de lado toda romantización del Hollywood de otra era. En Érase una vez... Tarantino se empapa en toda esta nostalgia. Yo estaba interesado en lo opuesto, quería que la historia pareciera tan mundana y cotidiana como nuestra vida actual”.
El llamado cine de explotación recorre la obra, en la que conviven los egos de los directores, las tramas escabrosas plagadas de criaturas terroríficas, la falta de presupuesto, la improvisación en los rodajes y los abusos de poder de los jefazos con las actrices. “En ese tipo de cine el subconsciente se proyecta de forma más extrema incluso que en el cine comercial. Hay una tensión inherente entre el mundo de las películas, donde el ello freudiano está completamente expuesto, y el de las relaciones personales, en las que todo está oculto”, explica Harkham mientras fuma un cigarrillo —algo que su protagonista replica constantemente en el cómic— en el salón de una vivienda turística de Madrid, donde se alojó durante su corta estancia en la ciudad.
El autor, de 42 años, se inspiró en la relación de sus padres para contar la de Seymour, un judío nacido en Irak, y su mujer, Ida, hija de supervivientes del Holocausto, criada en Nueva Zelanda: “Aunque mis padres no acabaron juntos, su relación fue uno de los desencadenantes del argumento. Solía escuchar a mi padre contar cómo llegó a Los Ángeles sin dinero, habiendo pasado por Israel y Australia. Me di cuenta de que hablaba mucho sobre su carrera, pero conforme esa faceta de su vida mejoraba, menos hablaba sobre su vida personal, que empezó a decaer. Pensé que había una dicotomía interesante en cómo un aspecto de tu vida puede destacar mientras el otro se marchita”.
En un momento del libro, el punto de vista de la narración se dirige al personaje de Ida. Aislada por su incipiente maternidad y desencantada con su matrimonio, se marcha a casa de sus padres, a Nueva Zelanda, en un intento desesperado de recuperar lo que le queda de juventud. “Esto es parte de la historia de mis padres. Mi madre se marchó de vacaciones y decidió que no quería regresar, así que mi padre fue a por ella e intentó que volviera. Siempre me pareció muy gracioso”, relata Harkham.
La rutina de la vida familiar ya desgastada de Seymour se ve aún más trastocada cuando recibe la posibilidad de dirigir la película, a la que dedica todas sus energías. La mancha de moho del cuarto matrimonial que promete quitar al principio del libro se hace cada vez más grande. Harkham profundiza en las consecuencias de esa dejadez: “Para Seymour, el éxito en esa industria entra en conflicto con sus principios. El final del libro coincide con el final de la producción. Seymour se queda con la sensación que deja cualquier proceso creativo, que es preguntarse: ‘¿Cuál es el valor de esto? ¿Valió la pena todo el sacrificio?”.
— Entiendo que son preguntas que también usted se hizo al acabar el cómic.
— Sin duda.
— ¿Y cuál es su conclusión? ¿Cree que su cómic importa?
— Depende del día. Lo que la literatura ha puesto siempre sobre la mesa, desde Cervantes a hoy, es una perspectiva sobre la existencia humana y un sentimiento de no tener respuestas. Permite que todas las partes de nuestro cerebro se expresen sin tener una conclusión clara. Milan Kundera dice que lo único inmoral en el arte es que tenga una moraleja. El mundo encasilla constantemente a la gente en partidos políticos, en grupos étnicos, en clases sociales… Y la literatura es el único lugar en el que el individuo puede existir en todas sus facetas.
— Seymour se obsesiona con la película. ¿Usted también se obsesionó con su cómic?
— Todos los días. Mi vida giraba en torno a ese proyecto. Sobre todo desde la pandemia seguí una existencia casi monacal. Fue como cuidar de un jardín durante 14 años, en el que lentamente veía crecer las plantas. Mi cerebro entero estaba en eso. Mis tareas automáticas, como pasear al perro, llevar a mis hijos al colegio, fregar los platos, le permitían a mi parte consciente estar en el cómic.
Los Ángeles, escenario principal del cómic, se presenta como la tierra de las oportunidades, pero también como un cementerio de esperanzas. Harkham, que nació y reside allí —aunque vivió parte de su adolescencia en Australia— confiesa que le fascina la mitología del sueño americano que recae sobre la ciudad: “No importa en qué esquina de qué calle me encuentre, siento la historia y el peso de todas las expectativas de la gente que llegó hasta el final del continente para buscar un sitio en el que encontrar su alma, su libertad individual y explorar sus propias ambiciones. Pero también contiene inherentemente esa decepción”.
El interludio que separa la obra en dos es el único capítulo en color. Se trata de una especie de paréntesis de la trama principal, en el que seguimos la historia de Joe, un vaquero de Arizona que se muda a Los Ángeles en los años veinte y pasa de ser ayudante de plató a magnate de la industria del cine. El autor aclara su intención al dibujar este capítulo: “Quería que sirviera para mostrar la ciudad sin que lo pareciera y crear contexto visual para la narrativa principal. Porque, aunque parece que seguimos el argumento del cowboy que se transforma en director de cine, detrás de él estamos viendo la ciudad crecer a su alrededor. Por ejemplo, los lectores pueden ver que el río de LA era un río de verdad, no un embalse de cemento, o que los indios vivían en las colinas de la ciudad”.
Cuanto más comenta Harkham su cómic, más se nota que no ha dejado nada al azar, ni en lo que cuenta, ni en la forma de contarlo. Revela, por ejemplo, que en el interludio del cómic, el personaje de Joe, un tipo rubio, con nombre estadounidense, que salta de hito en hito y que sirve como contrapunto a la trayectoria de Seymour, siempre mira hacia la derecha, siguiendo el sentido de la lectura. El final de Seymour, sin embargo, es más ambiguo. Lo único certero es que las tres canas de la primera página se vuelven una mata abundante de pelo gris en el epílogo. En el título, la palabra “virgen”, que en inglés no tiene género, podría asociarse tanto al argumento de la película como al personaje de Seymour, un soñador que pierde la inocencia a lo largo de la trama, aunque con la traducción al español se pierde esa ambigüedad.
Art Spiegelman, autor de la hegemónica Maus, elogia precisamente estos matices: “La sangre de la virgen es una historia sobre la narración, las historias que la gente se cuenta a sí misma y a los demás. Vemos cómo Harkham se convierte en un maestro del cómic y demuestra ser un narrador asombrosamente complejo y sutil. Es un cómic que merece ser leído y releído lentamente, muchas veces. Aquí hay mucha tela que cortar”.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.