Art Spiegelman: “Prohibir libros solo enciende el interés por leerlos”
El dibujante habla con EL PAÍS sobre el veto en un condado de Tennessee a ‘Maus’, su cómic sobre el Holocausto. “Me pareció una demostración del loco antisemitismo que sigue existiendo en EE UU”
Art Spiegelman es un “fundamentalista de la primera enmienda de la Constitución”, que garantiza en Estados Unidos la libertad de expresión y de culto. “Tan fundamentalista”, aclara, “como esos tipos de Tennessee con su religión”. Hace dos semanas, Spiegelman, leyenda del cómic, vio cómo “esos tipos de Tennessee”, miembros de la junta escolar del condado de McMinn, sacaban del currículo de los alumnos de octavo (13-14 años) su obra maestra Maus. Spiegelman creó esa novela gráfica sobre el Holocausto a partir de los recuerdos de su padre, judío polaco superviviente de Auschwitz.
El dibujante lleva desde entonces intentando dilucidar si la junta, que en el sistema estadounidense tiene poder sobre los contenidos pedagógicos, adoptó la decisión unánime “por pura ignorancia o por simple y llana maldad”, explicó el jueves a EL PAÍS en una entrevista por videoconferencia desde su casa de Nueva York. “Pero ya sabe, este es un país libre”, añadió antes de introducir una dramática pausa, digna de la estudiada rutina de un cómico, seguida de una risa en dos tiempos.
Para vetar Maus se basaron en “ocho palabrotas y un desnudo”. Spiegelman, que ganó un premio Pulitzer especial en 1992 por esta obra cumbre del noveno arte, cree que más que el texto les molestaron las imágenes. “En una se ve a mi padre dejar a una novia que tuvo antes de casarse, y esta se tira al suelo y se agarra a las piernas de él. En la otra está mi madre [también judía, también superviviente del Holocausto], justo después de cortarse las venas [en 1968]. La dibujé muerta en el agua caliente de la bañera. Un pequeño punto negro representa un pezón. Creo que eso solo puede ofender a alguien que haya llegado a los 14 años sin ver un punto negro antes en su vida”, añade con una sonrisa irónica y agarrado a un cigarrillo electrónico. “Obviamente, la representé desnuda de un modo más vulnerable [naked, en inglés], que procaz [nude]”.
Lo primero que pensó Spiegelman (73 años, Estocolmo) fue que la prohibición respondía “al loco antisemitismo que sigue existiendo en Estados Unidos, que prefiere silenciar el debate sobre estos asuntos para evitarse problemas”. Esa sospecha la compartió el martes pasado la famosa historiadora del Holocausto Deborah Lipstadt, designada por el presidente Joe Biden como enviada especial para el Control y Combate del Antisemitismo. En la audiencia de su confirmación ante el Senado, calificó de “asombroso” “el odio a los judíos” en este país.
El dibujante es consciente de que los últimos supervivientes de la Shoah están muriendo (“los siguientes somos la segunda generación, cada vez más cerca de la vida eterna”, dice con sorna). Pero matiza: “No pienso que esos padres vayan por ahí con brazaletes de esvásticas, pero sí que pertenecen a una corriente cultural muy estadounidense, que toma la Biblia literalmente y que cree que el mundo lo creó Dios hace tres mil años. A 50 kilómetros de donde se reunió esa junta escolar tuvo lugar en 1925 el juicio del Mono de Scopes [que puso a prueba una ley de Tennessee que prohibía enseñar a Darwin en los colegios e inmortalizó una estupenda película de Stanley Kramer, La herencia del viento, de 1960]”.
Esta claro que el romance de Estados Unidos con los libros prohibidos viene de lejos, tanto, que se remonta a Huckleberry Finn (1884) o, por seguir con Darwin, a El origen de las especies, que ya fue proscrito en 1895 por violar las creencias cristianas. Esa relación está pasando ahora por un gran momento: como parte de una guerra cultural que todo lo impregna, escuelas y distritos educativos, desde Florida a Virginia o Pensilvania, están vetando de los currículos y sacando de las bibliotecas públicas títulos por su temática antirracista, como Beloved, de Toni Morrison, o LGTBI (Fun Home, de Alison Bechdel). “Lo que no saben es que prohibir libros solo enciende el interés por leerlos”, opina el autor.
También goza de una robusta tradición la fidelidad del dibujante a la libertad de expresión. La estrenó de adolescente, pronunciándose a favor del derecho del Partido Nacionalsocialista de Estados Unidos de manifestarse en Skokie (Illinois), una localidad que entonces albergaba la mayor concentración de supervivientes del Holocausto después de Nueva York. (El Supremo les dio la razón; y el abogado que defendió a los neonazis era judío). Luego, en los ochenta, como miembro destacado de la escena del cómic underground, siempre dispuesta a empujar los límites del discurso, le prohibieron en México unos subversivos dibujos infantiles llamados Garbage Pail Kids (en España, La pandilla basura). Después, su cómic sobre el 11-S tendría dificultades para conseguir editor en EE UU. Y en 2015, se vio envuelto en una polémica con la revista británica New Stateman, “órgano de la izquierda bienintencionada”, cuando retiró una portada (titulada “Diciendo lo indecible”) después que la publicación se negara a imprimir una tira en la que Spiegelman reaccionaba a la masacre de Charlie Hebdo, semanario parisiense que osó hacer chistes sobre Mahoma, y defendía la libertad de expresión también “como un derecho a comportarse como un idiota”.
Pese a tantos precedentes, el caso de Tennessee le pilló por sorpresa. Por eso se ha dedicado a estudiar “con mucho cuidado” las actas del debate en el seno de la junta escolar, que la ley obliga a hacer públicas, mientras veía cómo batían récords las ventas de Maus. El fenómeno se ha reproducido en todo el mundo, pero especialmente en Estados Unidos, donde estos días era misión imposible dar con un ejemplar (ya tiene destino para ese dinero extra: “Las campañas de registro de votantes y otras cosas cruciales para el futuro de la democracia”). “No se dan cuenta de que tanto empeño en proteger a sus hijos los hace más vulnerables, que crecen sin aprender cómo convertirse en adultos empáticos, en personas éticas. Uno de los comentarios que más me asombró”, dice el dibujante, “fue el de uno de los miembros, que se quejaba de que representara a ratones ahorcados y el asesinato de niños. ‘¿Por qué deberían ver eso nuestros muchachos?’, se preguntaba ese señor. Bueno, se trata del Holocausto: si quieres enseñar lo que sucedió, tienes que mostrarlo, y yo lo hice escrupulosamente, sin sensacionalismo”.
Para narrar lo inenarrable, Spiegelman optó por animalizar a sus personajes en Maus, que empezó a publicarse en Raw, revista que editaba en los ochenta junto a su esposa, Françoise Mouly. En el cómic, los judíos son ratones. Los nazis, gatos. Y los polacos, cerdos (hay también un par de franceses; perros). Durante la entrevista, recordó cómo surgió la idea. “Estaba buscando una manera de crear personajes antropomórficos que tuvieran sentido, y un amigo me invitó a su clase de cine, en la que mostraba a sus alumnos dibujos animados racistas, de estética minstrel, con hombres pintados con cara de mono. A continuación, proyectó Steamboat Willie [1928], de Mickey Mouse, que aún no había adoptado su pinta de simpático ratón suburbano de los años cincuenta y sesenta que se convertiría en un icono mundial. Pensé que sería buena idea hacer un cómic sobre el racismo en Estados Unidos con ratones negros oprimidos por los miembros del Ku Klux Kat [juego de palabras con gato, en inglés]”.
Durante unos días estuvo convencido de que había tenido una idea genial... hasta que se dio cuenta de que seguramente iba a ser malinterpretada como racista, “o, en el mejor de los casos, como el producto de la mente estropeada de un liberal blanco, dibujante de tebeos underground”. “Ahí fue cuando caí en que yo tenía mi propia historia, la de mi familia, a la que aplicar esa idea del ratón. Así nació mi metáfora universal sobre la opresión racial”. También le inspiró el clásico antiautoritario Rebelión en la granja, de George Orwell, “otro al que suelen meter en la lista de los libros prohibidos”, dice.
La novela gráfica le causó problemas desde el principio. Cuando la publicó, hubo “organizaciones judías que se molestaron porque mostraba a los suyos como ratoncitos mansos que solo se escondían, sin oponer resistencia”. Muchos no entendieron que tras ese zoomorfismo se escondían personas que portaban máscaras. “Cuando lees el libro completo, te queda claro que Maus está construido como una metáfora autodestructiva, que además es estúpida. Es la metáfora de Hitler, que yo buscaba desmitificar”. La primera de las dos partes de la novela gráfica la abre una cita del Führer: “Sin duda los judíos son una raza, pero no humana”. Curiosamente, el temible Claude Lanzmann, director de Shoah, que ejerció hasta su muerte en 2018 de cancerbero a las puertas de la representación del Holocausto, aprobó la estrategia de Spiegelman. “O al menos”, dice este, que lo trató algo, “pareció que le gustaba mi trabajo”.
El libro también tuvo dificultades en Rusia (donde lo prohibieron al considerarlo “propaganda nazi”) y en Polonia, país en el que“varias veces se truncó el proyecto de publicarlo”, recuerda. “Siempre pasaba algo, se perdían misteriosamente las planchas en el último minuto, cosas así”. Finalmente fue Piotr Bikont, un periodista del diario Gazeta Wyborcza, quien se atrevió a fundar una editorial y a ponerlo en circulación. Como premio a su arrojo, le organizaron una quema de libros a las puertas del periódico, y Bikont salió a saludar a los manifestantes desde el balcón tras una máscara de cerdo.
A Spiegelman le asombra que eso siga pasando: cuatro días después de que el veto a su cómic diera la vuelta al mundo, un pastor llamado Greg Locke organizó una quema de libros en Nashville (también Tennessee), que incluía Harry Potter o Crepúsculo, por considerarlos títulos “satánicos”. El tipo lo retransmitió por Facebook. “Vi en algún lugar que publicaron la foto junto a una imagen de la quema nazi de libros de 1933. La única diferencia es que una de ellas era en color. Ese hombre es idiota, una persona terrible, o algo peor que eso: un imbécil malévolo, que difunde bulos sobre la covid que cuestan vidas y defiende que [Donald] Trump ganó las elecciones. Esa gente no se da cuenta de que no basta con quemar los libros. Para lograr lo que buscan, haría falta quemar a los escritores y después a los lectores”.
Babelia
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