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Desde el puente
Columna
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Otras formas de ir a París

Casarse con una chica extranjera fue toda una moda en los años sesenta que hasta entonces había visto a Europa como un horizonte de libertad

Playa de Benidorm, en los años sesenta.
Playa de Benidorm, en los años sesenta.Getty
Manuel Vicent

Verano de 1959. Los altavoces gangosos colgados de algunas encinas expandían por todo el valle, una y otra vez, de forma desesperante, la canción de moda, Mariquilla bonita, graciosa y chiquita, tú eres mi querer, cantada por José Luis con su guitarra entre el hervor de las chicharras bajo la canícula. Miguel era un caballero aspirante a alférez de complemento en el campamento de Montejaque, situado al pie del Tajo de Ronda, y esa mañana había ido de marcha por las trochas de la serranía. Unas mujeres de los caseríos de alrededor cargadas con grandes cestas de refrescos y bocadillos seguían a la tropa de señoritos universitarios trincando con suma elasticidad sobre las breñas; en cambio, los jóvenes que serían futuros oficiales del ejército español apenas podían con el mosquetón y era cosa de oír qué clase de lamentos lanzaban al aire solo porque con el roce de las botas de media caña se les había formado una pequeña llaga en el talón.

Después de la marcha, al llegar a la tienda de su compañía, el soldado que ejercía de cartero le entregó el telegrama con la noticia de que la madre estaba gravísima. Miguel cruzó todo el campamento en dirección a las oficinas de Mayoría para recabar un permiso reglamentario de 10 días y en ese camino desde cada encina José Luis con su guitarra le acompañaba cantando: “Tu pelo moreno, tu boca, tu cara de rosa y jazmín, han encendido de un modo mi alma, que yo he perdido la calma y hago locuras por ti, mi bien”. Miguel recordó las palabras con que empieza El extranjero: “Hoy mamá ha muerto. O tal vez fue ayer, no sé. He recibido un telegrama del asilo: ‘Madre fallecida”. Miguel no era tan ajeno e indiferente como Meursault, el protagonista argelino de la novela de Camus. Estaba tan consternado que olvidó realizar el saludo formal ante el comandante jefe de la oficina, quien le espetó a bocajarro: “No importa que su madre haya muerto o no. Un soldado debe ponerse firme y saludar a su superior”.

Cuando llegó a casa después de cruzar en un tren borreguero durante 24 horas aquella España hambrienta y humillada, la madre de Miguel ya había recibido sepultura. “Ha muerto con tu nombre en los labios. Es la última palabra que ha pronunciado. Preguntó dónde estabas”. Esa muerte, siempre inminente, pero aplazada durante dos años, le impidió cumplir el sueño de irse a vivir a París. En aquel viaje angustioso Miguel iba hacinado en el vagón que en cada estación se tragaba un montón de gente subalterna cargada con hatillos y maletas de cartón que se dirigía a trabajar a Alemania. Algunos de aquellos emigrantes insomnes cantaban sus penas por soleares y luego se pasaban la bota de vino mientras en la oscuridad de la noche no paraban de pasar brasas de carbonilla por la ventanilla. “¿Qué significaba ya entonces ir a París?”, pensaba Miguel. Todos los trenes de aquella España descalabrada llevaban obreros hacia las ciudades de Europa mientras nuestras carreteras, con un rebufo en sentido contrario, se llenaban de coches de turistas, los primeros Dauphine, Mercedes, Citroën Tiburón, Opel, que desde las ciudades de Europa se dirigían a las costas españolas.

Durante los fines de semana, Miguel y tres amigos pedían un taxi que los llevaba desde el campamento a la Costa del Sol, donde la gran fiesta del turismo apenas se estaba iniciando. Vestido de paisano en esas playas pudo comprobar en directo que España comenzaba a cambiar de piel. En la discoteca Los Remos o en El Dorado de Torremolinos, las primeras francesas, alemanas, suecas e inglesas bailaban con los jóvenes pescadores o con los rudos paletos de la construcción. Miguel no comprendía que aquellas chicas tostadas al sol por la mañana optaran de noche, bajo el aroma de los jazmines y las biznagas, por llevarse a la cama a esos toscos galanes y no a jóvenes universitarios limpios, elegantes y educados, que incluso podían balbucir sus idiomas. En el verano de 1959 se produjo el Plan de Estabilización Económica a cargo de los ministros del Opus. Ullastres, Navarro Rubio y López Bravo. La autarquía había agonizado. Miguel era alférez y con una estrella de seis puntas en la gorra desfiló ante Franco en uno de aquellos desfiles de la victoria.

El turismo había comenzado a invadirlo todo. Pedro Zaragoza, alcalde de Benidorm, se fue a Madrid en una Lambretta a pedirle al caudillo que autorizara el biquini, hasta el punto de que el ombligo de la mujer se convirtió en una gran conquista patriótica, pero el hecho fundamental para Miguel fue que los obreros camino de Alemania se cruzaban en sentido contrario con las extranjeras que después serían novias y esposas de muchos artistas, escritores, periodistas, profesionales españoles. Casarse con una chica extranjera fue toda una moda para una generación en los años sesenta que hasta entonces había visto a Europa como un horizonte de libertad, casi imposible de alcanzar. Miguel no había podido ir a París; en cambio, el destino le había enviado a una novia con la que pudo ir a París sin salir del barrio de Argüelles de Madrid.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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