Manuel Gutiérrez Aragón: “Las historias no terminan: se las liquida, se las mata”
El cineasta, escritor y miembro de la RAE, lúcido, agudo y en gran forma creativa, publica sus cuentos en Anagrama


Su abuela cubana le dijo que salió como salió por ser nieto de un comerciante y una contadora de cuentos. “Las dos cosas se cruzan en lo que hago”, dice Manuel Gutiérrez Aragón (Torrelavega, 1942). Más la segunda faceta que la primera. Porque los cuentos los ha plasmado en imágenes ―su carrera como guionista y director es de las más gloriosas del cine en español― y en palabras, como escritor, con novelas y memorias como La vida antes de marzo, Rodaje, A los actores, El ojo del cielo. O ahora Oriente (Anagrama), una colección de cuentos que invitan, como todo en su obra, a múltiples lecturas porque la primera no deja leer todo lo que esconden las capas subterráneas. Miembro de la Real Academia Española (RAE) y de la de Bellas Artes, es un tremendo estoico con un radar de halcón a quien nada se le escapa sobre lo fundamental.
Pregunta. Las historias no se acaban, las acaba un autor por delicadeza, dice uno de sus personajes. ¿Son los finales una convención absurda?
Respuesta. Nos podemos llegar a imaginar un relato que no tenga final, que transcurra indefinidamente, que pueda seguirse contando, aunque muera el narrador, porque siempre lo puede continuar otro… Pero eso da tanto vértigo que es mejor ponerle un punto final.
P. ¿A modo de pacto?
R. Sí, entre el relator y el lector. Pero sabemos que solo puede tratarse de un engaño consentido: las historias no terminan, se las liquida, se las mata. Antes, la convención era que el chico y la chica se casaban. ¡Con todo el drama que viene después! Ahora ya no; para que el relato continúe, las series han introducido el adulterio múltiple.
P. ¿Cómo cree que acabará su historia? ¿Le importa?
R. “Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando”, decía Juan Ramón Jiménez. Alguien continuará el relato. Quizá un pájaro robótico y artificial que cante a otra máquina.
P. Mete a unos personajes en el Teatro Real a ver una ópera y no los deja salir. Como si quisieran morir de música y foie-gras. Queda claro que su ópera favorita es Tristán e Isolda y su película El ángel exterminador, ¿o no?
R. Usted ha averiguado que es Tristán e Isolda, aunque yo no lo digo en el texto de Oriente. Yo solo digo que se trata de una ópera definitiva. ¿Ve? El relato lo ha continuado usted mismo. En cuanto a El ángel exterminador, la película, tiene dos finales. O sea, que no está nada claro cómo termina, ni siquiera que termine.
P. Una es una obra de cinco horas y la otra de hora y media. ¿Cree que a Wagner le faltaba capacidad de síntesis y a Buñuel le sobraba austeridad?
R. Desde luego, a Buñuel nunca le sobra un plano, todos tienen una finalidad.
P. ¿Y usted de qué peca entre las dos opciones?
R. A diferencia de otros directores, siempre he recortado mucho en el montaje. Ahora, mis cuentos, tienen el menor número de palabras posible. Sintetizar no es pecado.
P. ¿Y de qué peca en general?
R. Peco de soberbia, pero no de vanidad.

P. Ya que es miembro de la RAE, ¿sólo de eso o de eso solo?
R. Pues yo estoy encantado de que la ciudadanía se tome tan a pecho lo de las tildes. Revela interés por la manera de expresarse de cada uno. De manera contraria a mi anterior afirmación, le diría que, si alguna regla ortográfica está ya consolidada, es mejor no tocarla. Apuesto por la simplicidad de las mismas.
P. En la RAE discuten a lo bestia, como dice Pérez Reverte, ¿o aplican el modo pasiego? Es decir, más flexible y desconfiado, como los personajes de sus novelas cántabras.
R. Cuando entré en la Academia me quedé sorprendido del rigor que hay para hacer las definiciones. Se consulta a expertos en ciencia, medicina, antropología…, y luego llega a los filólogos, y vuelta a empezar de nuevo. La palabra va y viene antes de ser fijada. Siempre mantenemos un equilibrio inestable entre creadores y filólogos. Y entre los creadores también incluyo al pueblo soberano.
P. Lo cual no quita, que diría también algún personaje suyo.
R. A mí me parece que el pasiego es usted.
P. Mi abuelo materno era de por ahí, así que… Una vez me contó que esto de la literatura era un chollo, porque podías inventar sin límite de presupuesto, al contrario que el cine. ¿Cuál es la tijera literaria que más teme?
R. Creo que lo peor que tiene un sistema controlado es la autocensura. Desde luego, la que se ejerce en la creación, pero también en las universidades, en los periódicos; la dictadura de lo correcto es terrible. Eso es lo que me parece más temible, no los límites de un presupuesto.
P. “Así que tú, Manuel, eres nieto de un comerciante y una contadora de cuentos, eso explica que salieras como has salido”, le dice su abuela en uno de sus relatos. ¿Cómo?
R. Eso es exacto. Provengo de una familia muy utilitaria, y de otra muy fantasiosa. Creo que las dos cosas se cruzan en lo que hago.
P. “Todas las películas hablan de amor”, dice usted, “si no hablan de amor es que son…” ¿un fiasco?
R. Un día mi padre, que era veterinario, me dijo, siendo yo muy pequeño, que el amor era una trampa tendida por la naturaleza para perpetuar la especie. Todavía no me he repuesto de aquello. La obra de Dostoievski es un ajuste de cuentas con el padre. La mía es un ajuste de cuentas con un veterinario.
P. Siempre, ¿es una palabra sin imagen?
R. El término “siempre” no tiene imagen concreta, abarca todo lo que no conocemos. Da miedo.
P. Pues nada más.
R. Muy bien. Hasta siempre.
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