Regreso al horror de Stalingrado: así mataban y morían los soldados alemanes
El historiador y exoficial británico con experiencia en combate Jonathan Trigg revisa la batalla más famosa de la Segunda Guerra Mundial desde la óptica de los perdedores en un libro estremecedor
La historia y la ficción se han sumergido a menudo en el horror de la batalla de Stalingrado (julio de 1942-febrero de 1943), la más famosa de la Segunda Guerra Mundial. Desde novelas como Perros, ¿queréis vivir eternamente?, de Fritz Wöss (Plaza & Janés, 1969) —”id allí si os queréis volver locos: Stalingrado es una fábrica de cadáveres, una ciudad de muertos, un centro de pestilencia”— , o Las benévolas, de Jonathan Littell (RBA, 2007), cuya parte central transcurre en la ciudad sitiada, a ensayos como el gran superventas de historia militar de nuestro país, Stalingrado, de Antony Beevor (Crítica, 2000) o la monumental y “definitiva” tetralogía de David M. Glantz y Jonathan M. House (Desperta Ferro, la última entrega aparecerá a finales de este año o principios del próximo), los libros nos han llevado frecuentemente a aquel infierno junto al Volga. Sin olvidar las películas, como Enemigo a las puertas (con Jude Law como el histórico as de los francotiradores soviéticos Vasili Záitzev) o la sin contemplaciones, durísima, Stalingrado (1993) del alemán Joseph Vilsmaier (“bienvenidos a nuestra tumba”).
Parecía todo dicho y visto de aquel enfrentamiento titánico e inhumano que supuso la destrucción del VI Ejército alemán en el Kessel, el caldero, el cerco, y se suele considerar el gran punto de inflexión de la guerra. Pero ahora, un libro impactante demuestra que la batalla conserva todo su poder de conmoción y espanto, y que es posible, y necesario, seguir debatiendo sobre ella, analizarla y recordarla. Se trata de Stalingrado, la batalla vista por los alemanes (Pasado y Presente, 2023), del experto británico en la Segunda Guerra Mundial Jonathan Trigg, autor de una decena de obras sobre la contienda entre ellos Death on the Don: The destruction of Germany Allies on the Eastern Front, nominado al Premio Puskin de Historia rusa en 2014.
“Stalingrado ocupa un lugar especial de horror en la imaginación humana”, señala Trigg (Ilkley, Reino Unido, 52 años), que ha servido como oficial en el Ejército británico y posee experiencia de combate. “El mismo nombre de Stalingrado evoca imágenes de humo, fuego y escombros, con vigas retorcidas sobre montones de ladrillos destrozados; no hay nada glorioso ni romántico en esa batalla. Es la destrucción total y absoluta de todo un ejército de hombres y sus máquinas”.
¿Por qué regresar ahora a Stalingrado? “Por la misma razón que Glanz, Beevor y tantos otros grandes autores decidieron escribir en su momento”, responde Trigg, “Stalingrado fue —y continúa siendo— una de las pocas batallas de la historia que despierta imágenes incluso en la mente de personas que probablemente nunca han leído nada sobre ella. Para mí personalmente, como historiador, es la oportunidad de contar a los lectores cosas que no habían escuchado antes. Que los aliados del Eje a menudo no fueron tan inútiles como los alemanes trataron luego de hacer creer; que la falta de municiones y combustible fue un problema mayor para el Sexto Ejército que la comida, etcétera. ¡Para los historiadores descubrir asuntos no explicados es como encontrar El Dorado!”. Del énfasis en reivindicar a rumanos, húngaros, italianos y croatas, añade: “Escribí hace unos años un libro sobre el papel que los aliados de los alemanes jugaron en la guerra en el Este [el mencionado Death on the Don], y descubrí que la película que se había contado durante años sobre su incompetencia y cobardía era sólo una media verdad, como mucho. Ese estereotipo es en parte una invención alemana: les fue muy útil culpabilizar a sus aliados para cubrir sus propios fallos”.
Otra de las novedades en el relato de Triggs es mantener que, pese a lo que se opina generalmente, la Luftwaffe, la fuerza aérea alemana, tampoco fue tan incompetente en Stalingrado e hizo lo que pudo para socorrer al ejército durante el cerco. “El puente aéreo no fue una idea sólo de la Luftwaffe y, dadas las circunstancias, lo hicieron lo mejor que pudieron en terribles condiciones y con muy poco apoyo. He encontrado increíble que Paulus nunca visitara los aeródromos que mantenían vivo a su ejército y dejara a la Luftwaffe cargar con todo mientras él simplemente se quejaba”.
La historia de Trigg arranca con la preparación de la Operación Azul, la principal iniciativa militar de la Alemania nazi en 1942 y que apuntaba hacia el sur, hacia el Cáucaso con el objetivo final de apoderarse de los yacimientos petrolíferos soviéticos, imprescindibles para la maquinaria bélica alemana. En esa empresa, inicialmente Stalingrado (la tercera ciudad industrial de la URSS, con medio millón de habitantes) no era más que un nombre en un mapa. Fue luego que se convirtió en algo tan simbólico y prácticamente un asunto personal en la lucha entre Hitler y Stalin.
Trigg, basándose a menudo en testimonios directos, describe de una manera escalofriantemente vívida la experiencia de matar y de morir de los soldados alemanes (ya lo hizo en el caso de otro episodio célebre, el desembarco de Normandía). Entre los testimonios que cita y que van desde los de novatos a los de combatientes de élite del regimiento Brandenburgo de fuerzas especiales, está el de un soldado de infantería que recuerda que “cada uno de nosotros tiene al menos diez rusos muertos en la conciencia”. Con gran atención al equipamiento y armamento que marcó la suerte del ejército alemán (al icónico subfusil soviético PPSh-41 que preferían a los suyos le llamaban “lanzaeructos”) y a los aspectos estratégicos de la campaña —la forma en que los soviéticos evitaron quedar envueltos en las bolsas que buscaban los alemanes y luego los embolsaron a ellos—, el libro de Trigg concede gran importancia al aspecto humano de la gigantesca carnicería de Stalingrado y al componente moral (para ser exactos inmoral) de la lucha de las tropas nazis en el Este, con numerosas atrocidades (“por donde pasábamos no quedaba nada que no fuera alemán”). ¿Escribir desde el punto de vista de los alemanes arroja luz de alguna manera especial?, ¿no supone un problema ético observar la batalla desde el punto de vista de —y perdón por la simplificación— los malos? “Como historiador tienes que ser increíblemente cuidadoso para lograr un equilibrio entre mostrar al lector lo que era luchar en el bando alemán sin, de ningún modo, ocultar o excusar la maldad del nazismo. Eso significa no rehuir la brutalidad de la invasión nazi, pero permitiendo a la gente ver que los soldados involucrados no eran monstruos sin rostro sino seres humanos como nosotros, y que podían estar aterrados”.
Hay datos que sorprenden como que hasta que empezó a hacer frío en Stalingrado hacía muchísimo calor; que la que tenemos por una batalla epítome del combate urbano se libró en buena parte en la estepa o la omnipresencia de los piojos (los Kleine Partisanen, pequeños partisanos), o la importancia de las cocinas de campaña, las Gulaschkanonen. Pero lo que más impresiona son las imágenes de los soldados inmersos en la realidad salvaje de la batalla: el herido al que le dan una taza de chocolate y el líquido le sale por el orificio del cuello, los gritos de los moribundos, “chillando al ver una parte de su cuerpo reducida a papilla”, tripas esparcidas por los escombros; “vi cómo la masa encefálica salía de su cráneo”, describe un soldado cuando un francotirador ruso le vuela la cabeza a su oficial al lado. “Nos lanzamos granadas de mano entre explosiones, nubes de polvo y humo, pilas de argamasa, ríos de sangre, pedazos de muebles y de seres humanos”, relata un combatiente de primera línea. “Stalingrado ya no es una ciudad, es una nube de humo cegador y abrasador, un horno enorme iluminado por las llamas, por la noche los perros se lanzan al Volga para huir; los animales escapan, sólo los hombres aguantan”.
Trigg ha sido soldado. Graduado en la academia militar de Sandhurst se unió al Primer Batallón del Regimiento Royal Anglian, una veterana unidad de infantería, de la que formó parte siete años y en la que alcanzó el rango de capitán. Especializado en asalto desde helicópteros, sirvió en Bosnia e Irlanda del Norte, y acabó en Emiratos como instructor de tropas en combate en el desierto y antiterrorismo. ¿Cómo ha influido su visión de profesional en el libro? “Mi experiencia en zonas de lucha me ha enseñado mucho sobre la naturaleza de los soldados, y de los seres humanos en lo mejor y peor. Utilizo mi bagaje militar en o que escribo porque creo que aporta al lector algo diferente y útil. ¡Afortunadamente ellos parecen estar de acuerdo!”.
¿Cómo soldado, en qué se identifica más con el lo que pasó en Stalingrado? “Disciplina y camaradería. Para los soldados de ambos bandos aguantar lo que aguantaron y continuar luchando provenía de esos dos aspectos del servicio, que no hacen las cosas más fáciles, pero las hacen soportables”.
¿Cómo era luchar en Stalingrado?, ¿qué nos hubiera sobrecogido más de estar ahí, en medio del combate? “Las dos cosas que creo que nos hubieran causado mayor impresión hubieran sido primero el paisaje: gran parte de la lucha tuvo lugar fuera en la estepa pero mucho ocurrió en la propia ciudad y dado que la mayoría de nosotros vivimos y trabajamos en ciudades, ver un entorno urbano totalmente destruido sería realmente traumático. En segundo lugar estaría el ruido, que nunca cesaba, todo el día y la noche, bombardeos, el sonido de las ametralladoras, de las explosiones, los gritos, puro horror…”.
El autor del libro describe minuciosamente la geografía de Stalingrado, y nos mete de cabeza en los grandes escenarios del combate: las fábricas Octubre Rojo (atacada 117 veces, 23 asaltos en el mismo día), Barricada, la de tractores Stalingradiski, los talleres químicos Lazur. Friedrich Paulus, el comandante alemán, resalta Trigg, actuó con una brutalidad inconcebible: su táctica consistió simplemente en machacar una y otra vez, despiadadamente, martilleando con sus hombres y máquinas. La condena que hace el historiador del mariscal es total, sin ambages (sin olvidar que Hitler fue con su emperramiento el que condenó finalmente al VI Ejército y no dejó salir del cerco ni a su sobrino). “Mandar soldados es un test de personalidad. Nunca puedes estar preparado para todas las eventualidades y cuando lo inesperado sucede, depende de ti y sólo de ti hacer lo correcto para tus hombres, guiado por tu juicio y tu conciencia. Paulus era el comandante del ejército, y falló cada vez. Lo único positivo que puede decirse de él es que no estaba sólo entre los generales alemanes en carecer de fibra moral”.
El relato de cómo se luchaba metro por metro, entre ruinas, hasta convertirse la batalla en una guerra de ratas, una Rattenkrieg, es espeluznante. Los alemanes llegaron a tener en sus manos el 90 % de la ciudad. Pero entonces se produjo el contrataque soviético, la operación Urano, que embolsó al VI ejército y lo cercó en Stalingrado. Y llegó el invierno, y Stalingrado, apunta Trigg, “es frío incluso para los estándares rusos”, con hasta 38 grados bajos cero. Hubo que enterrar a soldados en ataúdes con agujeros para que salieran los miembros congelados que no se podían doblar. Llegó también otro jinete del apocalipsis, el hambre: el general Zeitzler, en el cuartel general de Hitler, decidió comer por solidaridad las mismas raciones que los soldados atrapados en Stalingrado y perdió 12 kilos en un par de semanas. Una de las estampas más tremendas que describe Trigg es la de unos soldados alemanes inclinados sobre un caballo muerto arrancándole trozos e intentado devorarlos crudos mientras la sangre del animal se les congelaba en la cara y las manos. De todas esas escenas, ¿cuál es la peor para el autor? “Para mí, las que se dieron en los aeródromos del puente aéreo, sobre todo en Gumrak y Pitomnik. Los soldados están programados para ayudar a sus heridos —tú puedes serlo un día— y estar en una situación en la que para vivir has de abrirte camino sobre camaradas heridos y al infierno con ellos, eso sí que es condenación. ¿Puedes volver a mirarte alguna vez en el espejo?”.
¿Fue tan definitivo Stalingrado? Algunos historiadores han propuesto que lo fue más Kursk. “Una guerra mundial no se gana o se pierde en una sóla batalla, por muy grande que sea esta, pero Stalingrado tiene más números para el título de definitiva que la mayoría de las demás. En toda la batalla de El Alamein se perdieron menos vidas que en cuatro días de lucha en Stalingrado”.
¿Cuál cree Trigg que es la mejor representación en la ficción de la batalla de Stalingrado? “La película alemana de Vilsmayer. La manera en que la batalla despoja al joven oficial alemán de su inocencia y sus creencias en la causa nazi, y la forma en que incluso sus hombres más endurecidos en combate son llevados más allá del punto de ruptura personal… es muy potente”.
¿Ilumina de alguna manera el regreso a Stalingrado la invasión rusa de Ucrania?, ¿se pueden hacer comparaciones y extraer lecciones? “¡Sí, sí, y sí! La guerra en esa parte del mundo sigue gobernada por las cuatro mismas cosas. El tiempo: verano e invierno son las épocas preferidas para combatir, fuera de ellas, el barro hace una pesadilla las maniobras y la guerra deviene desgaste. Segundo, logística: no puedes luchar y ganar si no tienes munición, combustible o comida. Tercero, siempre hay que pagar un alto precio en sangre, ningún combate es entre cientos de soldados sino entre miles o cientos de miles. Y lo último, pero no lo menos importante, es el carácter de los hombres que combaten: en mi opinión ni los rusos ni los ucranianos son conquistadores naturales, no son buenos en invadir a otros en sangrientas guerras de conquista, pero ambos pueblos tiene un vínculo casi mítico con su tierra y harán lo que sea para defenderla. Rusia debería pensar que haría ella si las posiciones estuvieran invertidas. Al cabo fue la gente de la Unión Soviética, rusos y ucranianos de manera especial, la que venció la batalla de Stalingrado”.
Babelia
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