La chica de Stalingrado
Anna Andreievna se ha reinventado en Barcelona tras dejar atrás la ciudad del Volga
Conocí a la chica de Stalingrado gracias a Anna Karenina, que ya es intermediario. Yo llevaba la novela de Tolstoi bajo el brazo y ella, otra Anna, se fijó. Una relación que empieza con Anna Karenina no es una relación cualquiera. Anna Andreievna tiene 28 años, es delgada y espigada. Lo primero que llama la atención en su rostro son unos ojos grandes, grises o azules según la luz, y que, con su expresión de melancólico asombro, parecen pintados por Andréi Rublev, el maestro de los iconos llevado al cine por Tarkovsky y ante cuyas obras —sensible que es uno— pasé horas petrificado en el Museo Ruso de San Petersburgo. Anna también es pintora, y bastante conocida, bajo el nombre de Anna Dart (6.000 seguidores en Facebook, exposiciones como la que prepara para noviembre en Santa Mònica, en el marco de un proyecto pluridisciplinar), aunque se gana la vida como vigilante y guía de museo, lo que le da una curiosa visión del arte y el público. Además de trabajar en el Museo de las Culturas del Mundo, lo hace en las visitas nocturnas teatralizadas a la Pedrera.
No supe que era rusa hasta al cabo de un tiempo, lo que dice mucho de su reserva y de mi oído. Sus acuarelas, sobre todo retratos, poseen algo hipnótico. Son de una expresividad que te deja patidifuso. Parecen capturar fragmentos de vidas e historias románticas y muy sensuales cuyo destino final se te escapa, aunque intuyes que no será feliz. "Mi arte es figurativo pero sentimental. Lo último que pinto son los ojos, los guardo como postre. Como dijo Modigliani: cuando conozca tu alma pintaré tus ojos".
No fue sino hasta nuestro tercer encuentro que Anna Andreivena me dijo que era de Stalingrado (actualmente Volgogrado, pero no siempre: sigan leyendo). Mi interés por ella creció exponencialmente. Tengo una fijación con Stalingrado —no tanta como la de Hitler— que arranca desde mi infancia, cuando mi tío abuelo, el de la División Azul, nos contaba historias del frente ruso. Él estuvo en otro asedio, el de Leningrado, pero un asedio es un asedio y los dos acaban en -grado.
La joven evoca una ciudad industrial, gris y desabrida, muy contaminada y medio abandonada, en la que la gente no es feliz y de la que se marchó casi como una huida
Descubrí la realidad de aquella terrible batalla decisiva junto al Volga en la monografía de Geofrey Jukes en Editorial San Martín y luego ya llegaron Vasili Grossman, con Vida y destino, y Antony Beevor con el libro de historia definitivo. Y los filmes de Vilsmaier (Stalingrado) y Jean-Jacques Annaud (Enemigo a las puertas). La fábrica de tractores Octubre Rojo, de la que salían los tanques recién ensamblados para luchar contra los nazis a 200 metros, y donde se libraron tremendos combates cuerpo a cuerpo, es como mi casa, y Von Paulus como mi primo (de hecho conocí al notable hombre que le enseñó a jugar al bridge durante el cautiverio). Puede imaginarse mi excitación al enterarme de la procedencia de Anna: una rusa que conozco y va y resulta ser de Stalingrado. ¡Qué suerte la mía!
El martes invité a desayunar a Anna Andreievna (dicho así suena al diario de Chéjov) con la finalidad de que me contara cosas de su ciudad. Debí haber medido mejor mis fuerzas (un error común cuando se trata de Stalingrado, como atestigua el Sexto Ejército). Anna se asustó un poco ante mi vehemencia. El caso es que ella quiere separar completamente su actividad artística de su biografía. Su ideal al respecto es Bansky. "Si dices que eres una artista rusa te vienen a la cabeza muchas ideas preconcebidas", opina. "Prefiero que la gente vea mi obra y que el autor sea un enigma".
No parece tener buenos recuerdos de Stalingrado. La joven evoca una ciudad industrial, gris y desabrida, muy contaminada y medio abandonada, en la que la gente no es feliz y de la que se marchó casi como una huida. "Es una ciudad en la que la gente parece tener prisa por morir, como en otros muchos lugares de Rusia. Todo es precipitado, todo ha de hacerse a los veinte años. Es un mundo de sueños incumplidos en el que París es un lugar tan lejano como la luna".
¿Sabes qué es un T-34, Anna Andreievna?, me obstino. "Un tanque, o un avión, no me importa"
Me sorprendió oír que todavía existe la fábrica Octubre Rojo (hay que ver cómo pronuncia Anna "Karsny Oktyabr"). Allí, en Stalingrado, donde los estorninos habían aprendido a imitar el silbido de las balas, como contaba Grossman, quedaron sus abuelos, Valentina y Guenadi, y su madre, Elena, ingeniera aeronáutica. "Mi abuelo me explicaba historias de cuando la guerra, de cómo en la escuela no había nada y escribían en el interlineado de los periódicos". Ella misma recuerda de su infancia la nieve, cómo no podías ni pensar de frío. El clima tan extremo, de los 40 grados en verano a los -30 en invierno. El racionamiento de los años 90. "Las rusas somos delgadas no solo por la moda sino por la falta de comida". Una vez una amiga le dijo: "Voy al supermercado como a un museo".
Mi ilusión de Stalingrado se desinflaba. Palpé en mi bolsa el clásico gorro de infantería soviética de la II Guerra Mundial que me trajo de la ciudad tan amablemente hace unos años Mònica Tarrés y que pensaba pedirle a Anna que se pusiera, por fetichismo. Ya no me atreví. A ella no le interesa en absoluto el pasado heroico de su ciudad, más allá de que encuentra "bonito" el épico monumento a la Madre Patria en la ensangrentada colina del Mamáyev Kurgán. Ante mi cara de desilusión, a ver si me animaba, me contó lo de que cinco veces al año, incluido el 2 de febrero, fecha de la rendición de Von Paulus (1943) y el 9 de mayo, día que Rusia conmemora la victoria sobre el nazismo (1945), Volgogrado vuelve a llamarse oficialmente Stalingrado. Algo es algo.
Anna Andreievna, luego Anna Dart, quería ser bailarina. No pudo. Desde pequeña dibujaba. Parte de su biografía me está vedada —en realidad ella quisiera que lo estuviera toda-. Hay trozos que casi rozan la novela de espías: ¿trabajó como dibujante en una ciudad secreta dedicada a proyectos de aeronáutica militar? "Quiero escapar a mi pasado ruso. En Barcelona ha nacido otra Anna", sostiene haciéndose una trenza. ¿Sabes qué es un T-34, Anna Andreievna?, me obstino. "Un tanque, o un avión, no me importa".
"En Rusia todo viene del sufrimiento, es el clima extremo, quizás; siempre estás diciendo adiós. Por eso me gusta ser la Anna catalana. Tomarme la vida con tranquilidad. Hay tanto patetismo en Rusia”. Acabamos hablando de Pushkin, de los abedules, de Esenin, su poeta favorito (su pintor es Sargent). Y de Anna Karenina, claro, que debió tomar aquel tren en lugar de lanzarse a la vía.
Pienso en Anna y me viene a la cabeza la famosa fuente con la escultura de los niños bailando en corro en torno a un cocodrilo que se alzaba en el centro de Stalingrado. Estaba inspirada en un poema de Korney Chukovsky. Ahora hay una réplica. La original la inmortalizó como símbolo de la resistencia en una foto inolvidable Emmanuil Ezverikhin el 23 de agosto de 1942. Ese día, 40.000 civiles perdieron la vida por los bombardeos nazis. Para mí, Anna es la niña de la fuente que mira hacia afuera y parece querer huir. Del cocodrilo y de los demás niños. Y de la ciudad que arde heroica pero irrespirable, invivible, a su alrededor. Adiós Stalingrado. Adiós Anna Andreievna.
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