¿Es de punkis ir a misa? Transgredir ya no es lo que era
En las últimas décadas cuestionar el orden establecido se ha convertido en lo aceptado. “Cuando uno da un puñetazo, el puño acaba dentro del cuerpo que pretende destruir”, afirma el filósofo Alberto Santamaría
La obra infantil de Roald Dahl se califica a menudo de “transgresora”: una pequeña transgresión que trataba a los niños como seres pensantes y que incluso los hacía más avispados ante un mundo nada inocente. La reescritura de esos textos en su nueva reedición en inglés ha provocado una abrumadora reacción global contra lo que se ha considerado un acto de censura de una unanimidad tan sorprendente que ha hecho recular a la editorial y los herederos. Uno de los argumentos más esgrimidos a favor de los textos del autor británico ha sido, precisamente, su carácter transgresor. Pero… ¿lo son realmente hoy en día esas narraciones si logran un consenso unánime en su apoyo? Más bien, y como se ha comprobado, lo transgresor fue censurarlas.
En las últimas décadas, puede que desde el estallido de los movimientos contraculturales, a mediados del siglo XX, o incluso desde los tiempos del Romanticismo, que tuvo a la rebeldía como uno de sus valores fundamentales, lo transgresor, lo rebelde, lo que va en contra del “orden establecido”, ha ido ganándose el favor de la sociedad y, por tanto, entrando en una paradoja ontológica, porque se ha convertido en la norma.
“La transgresión viene de un momento histórico en el que existían elementos estables a los que uno se podía enfrentar, a los que podía golpear, ya fuera el Estado, la familia tradicional o el capitalismo”, dice el filósofo Alberto Santamaría, autor, entre otros ensayos, de Un lugar sin límites. Música, nihilismo y políticas del desastre en tiempos del amanecer neoliberal (Akal). “Hoy es mucho más difícil: desde los setenta en adelante los procesos son de integración, la visión de la realidad ya no es tan pétrea, sino más viscosa. Cuando uno da un puñetazo, el puño acaba dentro del cuerpo que pretende destruir”. Según el autor, el capitalismo neoliberal ha entendido que el campo de la cultura es perfectamente válido para instalar su relato hegemónico. “La palabra transgresión ha perdido su sentido radical”, señala.
Un ejemplo: los Sex Pistols, pioneros del punk que escandalizaron a la sociedad británica de finales de los años setenta porque decían tacos en la tele, porque llamaban fascista a la reina Isabel II y porque el vocalista Johnny Rotten tenía la dentadura podrida, ahora forman parte del canon indiscutible de la música popular y su movimiento inspira colecciones de grandes multinacionales de la moda. Otro ejemplo: pocos años después, las pretensiones transgresoras de la Movida madrileña fueron recibidas con algarabía por las instituciones (y profusamente subvencionadas) y hoy sus artífices casi podrían figurar en el santoral. Quizás lo más transgresor de la Movida fue la aparición del grupo punk Las Vulpes cantando Me gusta ser una zorra en el programa Caja de ritmos de RTVE. Pero la hipotética transgresión se utiliza ahora hasta para hacer anuncios de coches o de productos financieros.
“La capacidad del sistema para fagocitar la rebelión e incluso convertirla en negocio es muy alta”, explica el antropólogo experto en juventud Carles Feixa, catedrático de la Universidad Pompeu Fabra y coautor de Mierdas punk. La banda que revolucionó el punk mexicano (Ned Ediciones). “Eso no significa que desaparezcan los espacios de transgresión, ya sean progresistas o regresivos, pues ambos son contestatarios”, continúa. Existen, de hecho, corrientes sociopolíticas que tratan de virar el sentido de la transgresión de lo progresista a lo reaccionario en un extraño juego de espejos, cubriéndose así del irresistible encanto de la rebeldía.
Abrir espacios de libertad
Tradicionalmente, lo transgresor es aquello que se enfrenta a las normas sociales del momento, que las esquiva o las contradice y que, por tanto, es censurable y repulsivo para la mayoría de la sociedad, o, al menos, para los que la rigen. El que transgrede puede ser aplaudido por su círculo cercano, por el caldo de cultivo del que brota, por los convencidos y afines, pero, por definición, no puede ser celebrado y aceptado por la mayoría. Es curioso ver a grandes escritores, artistas o músicos de cierta edad, con carrerón a sus espaldas, quejarse de que hoy no se puede transgredir; porque la gracia de transgredir es, precisamente, que “no se pueda”. Hoy nada lo impide: la transgresión aceptada ya no es transgresión.
“Aunque se oigan quejas, lo cierto es que en las últimas décadas hemos mejorado mucho en la cuestión de la libertad de expresión”, explica Juan Antonio Ríos, catedrático de Literatura Española en la Universidad de Alicante y autor del reciente Ofendidos y censores. La lucha por la libertad de expresión (1975-1984), publicado por Renacimiento. “En la Transición la transgresión tenía un sentido muy claro: viniendo de la dictadura, servía para abrir espacios de libertad”, añade. Durante aquella etapa la libertad de expresión, que ahora no se valora hasta el punto de que hay quien no la percibe, se fue peleando y conquistando palmo a palmo en un clima de intolerancia. Muchas veces, señala el autor, los productos culturales eran validados por su carácter transgresor, aunque la calidad intrínseca de la cosa no acompañase. Pero la transgresión vendía.
Transgredir, eso sí, no salía barato: en su libro, Ríos recuerda el caso de los desnudos de la actriz Susana Estrada, mito del destape, que fue procesada en 14 ocasiones por escándalo público, fundamentalmente por su consultorio sexual en la revista Play Lady, en litigios que acabaron a veces en el Supremo, porque resultó condenada en 13 ocasiones. “Durante una temporada tuvo que llevar escolta particular porque estaba amenazada”, recuerda el autor. O las dificultades jurídicas que tuvo que pasar el biquini durante los años setenta, en su representación fotográfica en portadas de revistas, que también llegaron al Supremo. Son cosas que hoy podrían provocar una sonrisa condescendiente, pero que en su momento fueron serias. “Yo explico a mis alumnos el teatro del Siglo de Oro español y lo que entonces era transgresor ahora les parece un juego de niños. Es fundamental el contexto”, dice el profesor.
El que transgrede se enfrenta a un muro de rechazo, y tiene que luchar contra él: nadie transgrede cuando se le abre delante una alameda de libertad por la que corretear. Los transgresores, si triunfan en su empeño, cambian la sociedad y, por ello, dejan de transgredir, porque en el flamante nuevo mundo lo suyo ya no es anatema, sino lo aceptado. Si no lo consiguen, si fracasan en su aventura transgresora, acaban en el olvido, en la clandestinidad o en la cárcel, dependiendo del lugar, el tiempo y el ámbito en el que operen. No es lo mismo transgredir en la política de un país dictatorial que haciendo performance en una democracia liberal. Por ejemplo, el delito de escándalo público desapareció del Código Penal español en una fecha tan próxima como 1988, por iniciativa de Nicolás Sartorius, a la sazón diputado de Izquierda Unida. Un caso había causado enorme conmoción social: un joven había sido condenado a prisión por magrearse con su pareja (heterosexual) y se había quitado la vida. Las personas homosexuales habían sido especiales víctimas de esta ley, como lo habían sido antes de la de Peligrosidad Social. La sala de lo Penal del Tribunal Supremo, en una sentencia de 1982, consideró la homosexualidad como una “práctica obscena especialmente rechazada por nuestra cultura y entorno social”.
La transgresión como estilo
En los últimos tiempos, la transgresión, ya asimilada por el sistema, se ha convertido, más que en una postura moral, en una cuestión estilística y hasta de marketing. Una parte no desdeñable del arte contemporáneo ha querido ser transgresor, como si eso fuera un estilo más, sin ningún riesgo o intención de influencia política. “El desarrollo del mercado del arte ha conseguido que la transgresión se haya convertido en un elemento propio: así queda diluida dentro de lo institucional. Este es uno de los problemas del arte, que la institución va muy por delante de la transgresión y esto es una paradoja histórica”, señala Santamaría. En general, los transgresores en la cultura son ahora parte del canon, desde el dadaísmo al citado punk, pasando por los escritores de la Generación Beat, los cineastas más radicales o los poetas malditos.
Si las viejas transgresiones son aceptadas, hay quien busca nuevas formas en una sociedad que ya ha visto de todo. Alguna vez se ha reivindicado lo normcore, lo normal y corriente, como la mayor rebeldía frente a lo que quiere provocar por provocar. Alguna vez, recientemente, se ha reivindicado como transgresión no un show de striptease en prime time, sino la vuelta a valores tradicionales como la familia o la religión. Yendo más allá, alguna vez se han reivindicado como transgresoras las posturas ultraconservadoras, el racismo o la homofobia. Está en Twitter. El sueño húmedo y confeso de algunos cuadros de extrema derecha es convertirse en un nuevo punk. “El objetivo del punk era meramente destructivo, pero la extrema derecha utiliza el término de un modo vacío, idealizado, y pretende reinstaurar aquello que era estable. Buscan no tanto el poder, sino el control de ciertos elementos de la cotidianidad. La reivindicación de la familia tradicional, de la Iglesia o de ir a misa no puede considerarse transgresora, sino todo lo contrario: busca recuperar lo perdido”, dice Santamaría, autor también de Alta cultura descafeinada. Situacionismo ‘low cost’ y otras escenas del arte en el cambio de siglo (Siglo XXI).
La rebeldía necesita su contexto. Francisco Franco era un sublevado rebelde, como Luke Skywalker, lo que pasa es que el segundo se enfrentó a un imperio tiránico y el primero a una república legítima. El espacio de la transgresión cambia con el tiempo y, a veces, pasa de fundarse en la reivindicación de las libertades y el respeto a todas las maneras de vivir a ser una defensa de lo reaccionario o, directamente, lo inaceptable. Hay quien dice que hoy lo único que puede resultar verdaderamente transgresor es la defensa de la pederastia, la zoofilia o el asesinato (un juicio, por cierto, que podría haber emitido el mismísimo Marqués de Sade, gigante de la transgresión del XVIII). La idea contracultural de que la rebeldía y la transgresión son virtuosas en sí mismas, que tan buenos réditos ha dado en el campo cultural, está en un brete. Como la tan manoseada libertad. Importan el qué, el para qué y el contra qué.
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