Los pájaros seguirán cantando en mis raíces, en memoria de la poeta y traductora Anise Koltz
La luxemburguesa, muy premiada en Francia pero una gran incógnita para el público español, falleció el 1 de marzo a los 94 años
Lo escribía ella: cortar mis ramas, serrarme en mil pedazos, los pájaros seguirán cantando en mis raíces. Anise Koltz falleció este primero de marzo de 2023, cuando otros cumplen años, ella apagó las velas. Bordeaba el centenar de años, casi un siglo, 94 para ser exactos, toda una vida. Ahora nos queda su obra que no dejará de crecer. Ella escribía en varios idiomas, vivía en Luxemburgo, en el epicentro de Europa, y desde allí la festejaron en varios países, empezando por el país vecino, Francia, que la apabulló con premios de poesía, el Rimbaud, el Goncourt. De este lado de los Pirineos sigue siendo una gran incógnita, una inmensa desconocida.
Escribió en alemán, y después en francés, su marido había sido torturado por los nazis, y por ello, por amor, por el desaparecido en los setenta, tras los sufrimientos causados por las torturas, abandonaría su primer idioma. Ella era de poemas cortos, de los que te abren en dos, de una rajada. En ellos había el océano que se arroja contra los acantilados, y allí está el cráneo que explota, los sesos que vuelan en mil estacas. Sus poemas no eran apacibles ríos que se van alargando hacia el estuario, que se abren sin aprietos, puras riberas apacibles. Nada más lejos de sus versos, ella era una anciana, de las que te imaginas haciendo ganchillo y bebiendo el té, levantando el meñique. Sin embargo, vivía bajo alta tensión, apretada entre los astros y los desastres, apresurada en vivir, como el título de unos de sus libros, pendiente, como todos los demás, de traducir.
La muerte la tenía a rajatabla. La llevaba con ella donde fuera, atada en corto, para que no se perdiera por el camino. No le quería ni dar un hueso a roer, nada de nada, hasta el último momento apretó la correa, para que entendiera. Avanzada, apurando los pasos, y su sombra se ponía por delante, de proa. Pero ni así, a la muerte no le temía, ni siquiera un hueso para roer. Ella lo sabía mejor que nadie, uno no muere de su propia muerte, y aunque la vida te mata, uno no tropieza con ese grandullón hambriento sin más. Antes ocurre un aluvión de hechos, un marido que se muere, que se va y te deja a solas, y esa voz suya no se apaga, ella resuena dentro, como el mar dentro de la caracola. Tenía versos imparables como este: “Perdemos las respuestas en medio de las preguntas”. Ella lo tenía muy claro: “Cuando muera, mezclaré mi cuerpo de barro con el de mi amado, fallecido unos años antes. Entonces nos fusionaremos una última vez para afrontar la eternidad salvaje”. Su poesía era una escritura de las llanuras, abierta, en calma, pero sobre todo era una escritura despiadada, los ojos de los lectores la rescatan. Eso deberíamos hacer: leerla, rescatarla, escuchar ese latido, porque las páginas no se callan, ellas son el corazón de quien ha vivido.
Deberíamos leer a los poetas. Olvidaos de los políticos, de los economistas, de los políglotas, de los que no fermentan. Olvidaos de todos los que no saben que la vida escasea, que se queda corta, que las palabras son guadañas, ellas también cortan, zanjan, cuidan, la hierba, el matorral, los prados. Los necesitamos más que nunca. Antes, escribía Anise, el hombre temía el porvenir, ahora es el futuro el que teme al hombre. Nos olvidamos de los que están por llegar, de los que nunca volverán, a estos ni los encontramos entre los escombros. Y, sin embargo, no estamos solos, aunque lo oscuro avanza, aunque la noche está en todo el universo, somos visibles e invisibles, titiritamos como los planetas, damos vueltas en el ruedo como las galaxias, esperando la estocada de la nada, pero los que se anticiparon, los que han existido antes de nosotros, nos prestan, nos regalan, sus reservas de luz. Y por eso el arte, por eso Chopin, por eso un lienzo del Greco, para ir más lejos, para vivir más fuerte.
Ella lo escribía, cerrar todas las puertas detrás de mí, darle un portazo al universo, que la muerte por fin se calle. Que no quede ni su aullido. Coger el cuchillo sobre la mesa, y golpear, en ese saco vacío, que el universo se entere, que he desaparecido. El tiempo es un traidor, no ataca por delante, sino que te apuñala por la espalda, incluso cuando ya sabes que no te queda ni un peñón por delante, que se agotaron los años. Entonces te quedan las palabras, son halcones, se levantan en lo alto, y desde arriba caen en picado, como una piedra, ebrios de sol. Hay unos versos de Anise que son sobrecogedores, que te dejan aterrado, te dejan tumbado, aunque te quedes de pie. Muy pocos lo logran, escribir así, escribir unas frases que se sueltan la melena, que te matan y te resucitan en el mismo verso. Eso hace Anise Koltz, aquí la tienes, para siempre, como nunca:
Mi tumba nunca será demasiado grande
Tengo la cabeza llena
De todos los que amo
Necesitaré más espacio
Para que todos ellos
Puedan ponerse de pie
En cada uno de mis pensamientos.
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