Más allá de las mujeres de Carlos Saura: por qué la madrastra ya no es la mala del cuento
La reivindicación creativa de las viudas del cineasta se suma a una era que ha transformado el arquetipo cruel en uno más vulnerable y complejo
Un alegato que nadie vio venir se convirtió en uno de los momentos más emotivos y recordados de la 37ª edición de los Goya. “Quiero reivindicar a las mujeres que han estado y han hecho a mi padre la persona que es”, dijo Antonio Saura, hijo del director Carlos Saura, durante su intervención en el homenaje de la Academia a su padre, que murió un día antes de la ceremonia en la que se le iba a entregar el Goya de Honor. “Solo quiero dar un apunte porque se ha dejado de lado una cosa que me parece fundamental en la carrera de mi padre, la importancia de las cuatro mujeres de su vida”, afirmó sobre el escenario, flanqueado por su hermana Anna y por la actriz Eulalia Ramón, viuda del fallecido. Lo dijo y pasó a enumerar, una a una, a esas cuatro parejas clave del director ―Adela Medrano [su madre], Geraldine Chaplin, Mercedes Pérez y la que le acompañaba, Ramón― para dejar constancia de la influencia de esas mujeres en el legado y mirada cinematográfica de su padre.
El hijo mayor de Saura, productor de cine, emocionó con una reivindicación de esas familias que, lejos de encogerse y encerrarse en lo tradicional, se agrandan. En su escueto parlamento, rompió tabúes, desechando el ideal de maestro impermeable, recordando que lo personal es indisoluble de la creación y visibilizando a esas mujeres que también hicieron grande a un genio por “impulsarle a nuevos caminos”. Un ejercicio de respeto y visibilización creativa hacia su madre y todas sus madrastras.
La reivindicación de las madres postizas de los Goya no es un hecho aislado, pero, cuando pasa, se sigue sintiendo como algo marciano (y noticioso). Así lo prueba Martin Amis cada vez que ensalza a Elizabeth Jane Howard (escritora de las Crónicas de los Cazalet), a la que conoció cuando era un adolescente a la deriva y la autora se casó con su padre, el escritor Kingsley Amis. Howard fue quien le inculcó el nervio lector y le pasó una lista de lecturas —empezando por Orgullo y prejuicio, de Jane Austen—, la que le animó a escribir sin miedo a hacer sombra a su padre. Siempre que puede, ya sea en sus memorias o en entrevistas, el británico se lo agradece y la equipara como novelista con el “ojo poético” de Iris Murdoch para ensalzarla como la mejor de su generación.
Los orígenes
No está siendo fácil transformar un arquetipo unidimensional más viejo que el feudalismo —algunos historiadores sitúan los orígenes del cliché de la madrastra vicaria en la historia de la emperatriz Livia Drusila de la antigua Roma— y que había encerrado a estas mujeres como las malas del cuento. Como la de Cenicienta, que la tenía sometida como esclava doméstica. O la de Hansel y Gretel, que los abandonaba en el bosque. O la de Blancanieves, que directamente quería asesinarla.
Aunque la Blancanieves de los hermanos Grimm se escribió inicialmente con una madre biológica asesina en la primera edición de los Cuentos reunidos en 1812, el cambio en la de 1857 estipuló que fuesen siempre las intrusas las que inspirasen terror a los niños y no las que los parieron. En una época en la que la mortalidad de las mujeres al dar a luz estaba disparada y abundaban las madrastras de segundas nupcias, la maternidad esencialista y biológica debía mantener su halo de santidad. El arquetipo de maldad con la foránea se asimiló con facilidad. El peligro y la crueldad, mejor alejado del sacrosanto núcleo familiar. Y así echó raíces un tropo que saltó de las fábulas infantiles a la animación de Disney y perduró hasta el cine más comercial (y oscarizado) del siglo XX: el de la madrastra diabólica que considera a esos hijos como un estorbo.
La gran conspiración
La baronesa de Sonrisas y lágrimas (1965). La cazafortunas de Tú a Boston y yo a California (1961) y Tú a Londres y yo a California (1998). Barbara Stanwyck como asesina y embaucadora en Perdición (1944). Bette Davis diabólica en La bruja de mi madre (1989). Maribel Verdú en la Blancanieves de Pablo Berger (2012). Hasta Carlitos de Snoopy denunciaba en una viñeta la “conspiración” contra esas mujeres. Cualquiera tiene algún referente fílmico en su cabeza donde estas madres aparecen retratadas como alérgicas al afecto, narcisistas, interesadas y maquiavélicas con tal de conseguir su objetivo: la atención, y cuenta corriente, de un padre tan bobalicón como honesto. ¿Cómo se está labrando el cambio de paradigma para desterrar esa postal?
“La figura sombría de la madrastra es un arquetipo depredador que refleja algo verdadero de cada madre: la complejidad de sus sentimientos hacia su hijo y los sentimientos de un niño hacia ella”, analizó la escritora y ensayista Leslie Jamison en su ensayo A la sombra de un cuento de hadas, un texto que publicó en 2017, unos años antes de quedarse embarazada. “La madrastra no es solo una mujer malvada en el papel, sino un papel que convierte a cualquier mujer en mala”, escribió, interesada por la evolución de ese arquetipo. La estadounidense ejerció de madrastra antes que de madre: se vio convertida en esa figura para la hija de cinco años de la que por entonces era su pareja.
Jamison menciona el estudio La manzana envenenada, de la psicóloga (y madrastra) Elizabeth Church, que analizó en 104 entrevistas con madrastras una pregunta en particular: ¿cómo consideraban estas mujeres el arquetipo malvado en el que se metieron? La mayoría, pese al abismo personal con esos personajes viles, confirmaron estar influenciadas por ese cliché. “Aunque su experiencia fue opuesta a la de las madrastras de los cuentos de hadas, tendían a identificarse con la madrastra de la manzana”, reveló la investigación. De ahí el nombre del estudio: esas mujeres se sentían “malvadas” por experimentar sentimientos de resentimiento o celos, y este miedo a su propia “maldad”, como en todas esas historias, las llevó a guardar estos sentimientos para sí mismas, lo que las hizo sentir más vergüenza por tener estos sentimientos. Mujeres envenenadas por un cuento.
La gran redención
Aunque la RAE sigue considerando en su segunda acepción de madrastra al sentido figurado de la “madre que trata mal a sus hijos”, la última década de pedagogía feminista se ha interesado por ofrecer una mirada más poliédrica y realista del cliché, poniendo el foco en la vulnerabilidad y encrucijadas de esas mujeres. El objetivo es visibilizar los (complicadísimos) vínculos que se tejen al afrontar este tipo de relaciones.
Ahí está la cineasta francesa Rebecca Zlotowski, que en Los hijos de otros (ahora mismo en cartelera) se acerca sin maniqueísmos a la historia de Rachel, una profesora de instituto emancipada y resuelta que, pasados sus 40, inicia una relación con un hombre con una niña de cuatro años. Mientras se abre a la posibilidad de embarazarse, algo que nunca se había planteado, Rachel se enfrentará a la soledad y vacío que muchas veces experimentan estas mujeres. “Me siento como una figurante”, dice en un momento de la película, poniendo sobre la mesa la ignorancia deliberada que el padre hace de la responsabilidad y afecto que ella ha volcado en su hija. Evidenciando también su incapacidad de encajar en la ecuación cuando la madre sigue estando presente y ocupa un papel activo en la educación.
La trama de la película francesa se alinea con el giro cultural sobre los anhelos de estas mujeres en esta nueva era, un territorio fértil de explorar en la popularización del ensayo en primera persona en la esfera digital. En Cómo romper con una niña de dos años, uno de los episodios más populares del podcast Modern Love de The New York Times, la escritora Laurie Sandell relató cómo no fue la ruptura amorosa con un hombre la más “difícil y angustiosa” de su vida, sino tener que asumir la separación de la hija de este. “La idea de dejar a Andrew era dolorosa; la idea de dejar a esa niña, imposible”, narra, visibilizando que no todas las madrastras han mordido esa manzana envenenada. Que hay vida, y muchas más capas complejas, detrás de esa imagen maldita y plana.
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