‘El triángulo de la tristeza’: otra Palma de Oro... ¿y?
No me pasa nada insoportable viendo esta película, pero tampoco me divierto mínimamente con la vocación ‘destroyer’ de su revolucionario creador
Se supone que los premios avalan la calidad del producto, ya que los jurados son gente con prestigio y conocimiento. Yo soy escéptico respecto a muchos de estos galardones y alguna vez coincido. Solo me fío de mis gustos, que pueden ser deplorables, pero con los que procuro no engañarme jamás. También con las recomendaciones de algunas personas, gente fiable, con filias y fobias, emparentadas con las mías. He abandonado el mundo de los festivales de cine, pero fui cronista de ellos durante mucho tiempo. Eso me permite afirmar que no queda ni un rescoldo en mi fatigada memoria para recordar el título ni el argumento de cantidad de películas que recibieron Palmas, Osos, Leones y Conchas (todas de oro) presuntamente justificados e incontestables.
Pero perdura mi sensación de que me aburrí mucho con ellas, o de que no entendía nada. Y tampoco comprendía el fervor mayoritario que despertaban en los distinguidos jurados y en los cultivados cronistas. Pero tampoco sufría un trauma por no tener paladar para degustar tantas maravillas. El triángulo de la tristeza (el título es atrayente) se llevó la Palma de Oro en el último festival de Cannes y dispone de variadas nominaciones a los Oscar. Su director, el sueco Ruben Östlund, ya consiguió hace unos años el máximo premio que otorga Cannes. Se titulaba The Square y pretendía ser una sátira sobre la impostura de cierto arte moderno y la gente que está metida en ese universo. Le encantó a los modernos. A mí me pareció una sofisticada estupidez. No le pillé la gracia ni la acidez.
O sea, que ya acudo con ligero mosqueo al visionado de su última festejada criatura. Y temeroso ante sus 147 minutos de duración, de esta abusiva moda actual de hacer películas inacabables. El arranque muestra la actividad de modelos masculinos. Y a continuación una discusión interminable en un restaurante entre un modelo y su novia, influencer con mogollón de seguidores. No tengo el menor interés por las profesiones de ambos. Se tiran quince minutos dilucidando algo tan apasionante como quién debe pagar la factura de la cena. Lo haría yo si estuviera en la mesa de al lado con tal no de aguantar la brasa que me están dando.
Y como son influencers les invitan a un yate de superlujo, poblado por millonarios de dudoso o nulo encanto. Todo muy satírico, caricaturesco, excesivo, pero yo no consigo reírme. Una tormenta brutal da juego para que los embarcados sufran un ataque de vómitos y otros problemas fisiológicos que se prolongan durante una eternidad. El naufragio les arroja a una isla donde la encargada de limpiar los retretes del yate se erige en líder del grupo por su sentido de la supervivencia. No sé si el modelo en esta parte del relato se inspira en los realities en islas de todo tipo que exhibe incansablemente la exquisita Telecinco o si Östlund está hablando todo el rato de la lucha de clases. Los ricos son patéticos, pero los pobres tampoco se parecen nada a Espartaco.
Y no me pasa nada insoportable viendo esta película, pero tampoco me divierto mínimamente con la vocación destroyer de su revolucionario creador. O soy incapaz de captar su fascinante mensaje. Según Ruben Östlund, sus películas están protagonizadas por hombres que no saben cómo lidiar con su propia masculinidad. No lo había percibido. Soy un espectador muy simple. En cualquier caso, no me interesa mucho el tema. Tal vez le otorguen el Oscar. Estupefacto estoy con las películas nominadas. Casi todo lo que he visto me parece vacío, hueco, olvidable. Excepto Los Fabelman. No es el mejor Spielberg, aunque tiene cosas hermosas, cine del bueno, de épocas cada vez más lejanas.
El triángulo de la tristeza
Dirección: Ruben Östlund.
Intérpretes: Woody Harrelson, Harris Dickinson, Charlbi Dean, Dolly De Leon, Zlatko Buric
Género: sátira. Suecia, 2022.
Duración: 147 minutos.
Estreno: 17 de febrero.
Babelia
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